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Niños en la línea de fuego
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EN LOS COMBATES SECTARIOS DE LÍBANO EN CONTRA Y A FAVOR DEL RÉGIMEN SIRIO DE AL ASAD

Niños en la línea de fuego

Hussein no sueña con ser futbolista, piloto de carreras o astronauta, como la mayoría de niños de su edad. A sus cinco años quiere ser combatiente,

Foto: Niños en la línea de fuego
Niños en la línea de fuego

Hussein no sueña con ser futbolista, piloto de carreras o astronauta, como la mayoría de niños de su edad. A sus cinco años quiere ser combatiente, como su padre. La guerra se ha convertido en algo tan cotidiano en los barrios rivales de Bab el Tabaneh, de mayoría suní, y su vecino Jabal Mohsen, alauí, que los niños juegan a combates imaginarios con fusiles fabricados con dos palos de madera. Su padre es el jeque Ahmad y dirige un batallón de 1.000 milicianos salafistas, que defienden el barrio suní.

“Los alauíes nos han arrastrado a tomar las armas”, sentencia el líder guerrillero, antes de agregar que sus enemigos “tienen mejores armas de asalto, RPG, francotiradores profesionales… Nosotros sólo contamos con nuestros kaláshnikovs”. El comandante Ahmad sonríe mientras le coloca a Hussein un M-16 entre sus enclenques brazos. El fusil automático pesa tanto que el niño se tambalea. “Míralo, mi hijo va a ser combatiente como su padre”, exclama orgulloso el jeque salafista.

La guerra entre estos dos vecindarios rivales se remonta a los años ochenta durante la ocupación de las fuerzas sirias de Trípoli. Desde entonces, Bab el Tabaneh y Jabal Mohsen están condenados a ser enemigos eternos. El barrio suní mira desafiante hacia la colina, donde está asentada la comunidad alauí.

La mayoría de los habitantes de Trípoli pertenece a la comunidad suní, y los alauíes, que no suman más de 25.000, están confinados en el asentamiento de Jabal Mohsen. Desde que comenzó la guerra en Siria hace más de dos años, ambos barrios han tomado posiciones en contra y a favor del régimen de Al Asad y los enfrentamientos, cada vez más intensos y frecuentes, reflejan, casi cada semana, el conflicto sectario que está asolando al país vecino. Podría decirse que la violencia sectaria en Trípoli es un reflejo de lo que ocurre al otro lado de la frontera. 

Precisamente, la línea divisoria entre los dos frentes es la calle Siriadonde están apostados los tanques del Ejército libanés. La estampa es desoladora. Establecimientos cerrados con la puerta de metal agujereada por las balas y fachadas de edificios ennegrecidos por el fuego de mortero. Una serenata de tiros y el traqueteo infernal de las cadenas de los tanques nos dan la bienvenida. Para poder cruzar la calle Siria hay que rodearla a través de un descampado protegido por altos muros o correr a toda prisa entre callejones protegidos por lonas de plásticos para no ser descubiertos por los francotiradores.

En la última ola de violencia, que comenzó hace tres semanas, más de treinta personas han muerto en los enfrentamientos sectarios. Los combates coincidieron con el asalto a la ciudad siria de Al Qusair, donde las fuerzas del régimen de Al Asad, apoyadas por milicianos de Hizbulá, se enfrentaron y vencieron a los rebeldes sirios.

“Los alauíes quieren arrastrar al Líbano a la guerra siria”

Las fotografías de los mártires caídos en los combates penden de las fachadas, agujereadas por las balas enemigas. En el vecindario suní, antisirio, se quejan de que el ejército libanés apoya a los residentes alauíes porque “el Gobierno es aliado de Hizbulá”.

“El ejército está con ellos; el Estado está con ellos. Nosotros sólo nos defendemos. Ellos han empezado está confrontación porque quieren arrastrar al Líbano a la guerra en Siria”, denuncia Adnan, que como la mayoría de vecinos de Bab el Tabaneh ha cogido el kaláshnikov.

Junto a un taller mecánico, un grupo de chavales, de entre 16 y 20 años, con pinta de pandilleros, están sentados en corrillo a la sombra. Van vestidos con camisetas ceñidas, algunas de tirantes, para enseñar bien los tatuajes y las cicatrices que se han hecho con una navaja en los brazos para demostrar que son los más duros. Empalman cigarrillo tras cigarrillo, mientras se pasan una botella de plástico con café bien amargo para darle un trago.

Talal Omar aparece con una motocicleta, dándole a todo gas, haciéndose el chuleta. Sólo tiene doce años. Cuando llega, el grupo empieza a bromear: “Aquí viene el hijo de Bin Laden”. Omar es el hijo menor de Abu Rawa, el dueño del taller, y prefiere ayudar a su padre o pegar tiros en vez de ir a la escuela.

Quiero combatir como lo hizo mi padre”. “Quiero defender mi tierra. Los alauíes nos están atacando y tenemos que luchar”, afirma con decisión inamovible. “¿Si te estuvieran atacando, tú qué harías? Defenderte”, espeta el niño. De repente, su mirada infantil se torna desafiante. Omar quiere enseñarnos su destreza combativa y sujeta el pesado kaláshnikov entre sus manos mientras corre hacia una esquina para colocarse en posición de ataque.

“Mi hijo es buen luchador. Yo mismo le he enseñado”

Mi hijo es muy buen luchador, yo mismo le he enseñado”, dice satisfecho Abu Rawa, que combatió durante la guerra civil (1975-1990). Ihab Abu Amar tiene 13 años y dos cicatrices de guerra. “Hace tres meses, un francotirador de Jabal Mohsen (el barrio alauí) me disparó y una bala me hirió”, explica el niño, que se levanta la camiseta para mostrarnos las heridas; una en el abdomen y otra, en el costado. Pero Ihab asegura que no tiene miedo y que volverá a luchar.

“Esto es la guerra”, alega Abdala, otro miliciano de 16 años, antes de agregar que “nos atacan todo el tiempo”. Los jóvenes son la avanzadilla en cada una de las incursiones a la primera línea del frente. “Cuando subimos a Yabal Mohsen, los menores se quedan para proteger el barrio”, explica Abdala. Parece como si la guerra fuera la única motivación de los jóvenes de este barrio marginal, sin esperanzas de futuro y con un enorme odio hacia su vecino, que aprenden desde niños. 

Hussein no sueña con ser futbolista, piloto de carreras o astronauta, como la mayoría de niños de su edad. A sus cinco años quiere ser combatiente, como su padre. La guerra se ha convertido en algo tan cotidiano en los barrios rivales de Bab el Tabaneh, de mayoría suní, y su vecino Jabal Mohsen, alauí, que los niños juegan a combates imaginarios con fusiles fabricados con dos palos de madera. Su padre es el jeque Ahmad y dirige un batallón de 1.000 milicianos salafistas, que defienden el barrio suní.