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Port Said, relato de una ciudad maldita
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LA CIUDAD SE DESANGRA UN AÑO DESPUÉS DE LA TRAGEDIA DEL ESTADIO DE FÚTBOL

Port Said, relato de una ciudad maldita

Los edificios coloniales que un día deslumbraron en la refinada ciudad cosmopolita del siglo XIX compiten hoy con las cochambrosas fachadas pintarrajeadas con consignas de los

Foto: Port Said, relato de una ciudad maldita
Port Said, relato de una ciudad maldita

Los edificios coloniales que un día deslumbraron en la refinada ciudad cosmopolita del siglo XIX compiten hoy con las cochambrosas fachadas pintarrajeadas con consignas de los ultras de los equipos de la ciudad. La hilera de grafitis conduce inevitablemente hasta el estadio de fútbol, donde hace un año la muerte de 74 personas asestó una nueva puñalada a la transición egipcia y conmocionó al mundo entero del deporte. El clausurado recinto conserva esa herida todavía intacta, como recuerda Saif El Din, uno de los empleados. Desde la misma puerta mantiene que aquello no fue casual y culpa a la policía encargada de mantener la seguridad, “que no hizo nada por evitar la estampida”.

Cuando se reanuda la competición liguera en Egipto, sólo un día después del aniversario de aquella tragedia, los últimos coletazos de entonces todavía están muy recientes. El pasado sábado una veintena de aficionados del equipo de Port Said fueron condenados a muerte, acusados de perpetrar los crímenes. Entre ellos, Mohamed Rasad, un joven de 21 años, que fue arrestado nueve días después del suceso.

Dispuesta a defender fervientemente su inocencia, su madre, Magda Mahmud,sostiene que su hijo cargó con la presión ejercida por los aficionados del equipo cairota del Ahly, víctimas del ataque, que habían prometido incendiar las calles si no se producía una sentencia dura. “Él no hizo nada. Su único delito es no pertenecer a la república del presidente Morsi ni a la república de los aficionados del Ahly”.

Mohamed más bien rendía cuentas a los ‘Super Green’, uno de los sectores más vehementes de la hinchada del equipo local del Masry. Ellos y otros grupos de ultras fueron los principales instigadores del intento de asalto a la prisión, para intentar liberar a los condenados, que se produjo horas después de la sentencia. Miles de personas se sumaron a las protestas violentas, que dejaron otros 31 muertos, la mayoría de ellos por heridas de bala.

La violencia se retroalimenta

Ahora el penal aparenta estar acorazado por un grupo de militares, que aprietan los dientes tras los alambres de espino sólo cuando ordena formación el comandante de las Fuerzas Armadasde la gobernación de Port Said, Sherif al Haraisi. “Se puede comprobar que la situación está completamente tranquila”, bromea el militar, que evita pronunciar más declaraciones, ciñéndose al código marcial.

Pero este otro día, la multitud desbordó entonces cualquier atisbo de control. Según cuentan varios testigos, las armas que se vieron no eran sólo de la policía, encargada entonces de custodiar el edificio. “Mi hijo cogió el taxi, como cada día, y recibió el disparo de un francotirador desde una azotea. Ya está, se acabó”, cuenta con los ojos pétreos por el duelo, Ahmed Mohamed.

Su hijo tenía 25 años y estaba a punto de casarse. “A nosotros ni nos interesa el fútbol, ni entendemos de rivalidades”, gime su madre, Fatma Mohamed, incapaz de contener el llanto. Un trío de plañideras acompaña el dolor de la familia, que comparte el luto en casa junto a un par de decenas de personas vestidas de duelo. “¿Era mi hijo un delincuente? Que me diga el Gobierno que mi hijo era un delincuente”, estalla por fin Ahmed. “Ni siquiera respetaron su entierro, la policía volvió a abrir fuego en el funeral”, añade desesperado.

La espiral de violencia culminó entonces con otros siete fallecidos en las exequias de las víctimas de la jornada anterior. La tragedia del pasado año revive con otros cerca de 40 fallecidos en apenas unos días. El Gobierno decretó el estado de emergencia en esta provincia y otras dos más al sur del Canal de Suez e impuso un toque de queda, que pasó de largo por la ciudad. Al llegar la hora marcada, los cafés se encuentran abarrotados, los jóvenes prosiguen con sus conversaciones callejeras y las luces de algunos puestos continúan centelleando ante la mirada impasible de los uniformados.

Al margen de la ley

Los vehículos militarespueblan la ciudad, pero la policía ha desaparecido por completo. Hasta ahora nadie se ha preocupado por borrar de las calles los restos de la batalla, como los que se esparcen frente a un club privado, camino del cementerio. Sólo los curiosos acuden allí buscando explicaciones, que algunos casquillos de bala tirados por el suelo tampoco consiguen descifrar.

Como ocurrió hace un año, todo son suposiciones, pero nadie sabe quién provocó el nuevo derramamiento de sangre. La gran pregunta es por qué tanto dolor para una ciudad proscrita. Quizá el incidente del estadio sí que fue algo trivial que ha reabierto otra ola de violencia irracional. Pero nadie en Port Said cree en las casualidades.

Pocas décadas después de su creación la ocupación británica atacó la ciudad para abrirse paso a través del Canal de Suez. Aunque su historial guerrillero quedó marcado en 1956 cuando Francia, Reino Unido e Israel asediaron la región, tras la nacionalización del paso portuario. Con la resistencia caló un sentimiento de independencia con respecto a El Cairo que se mantuvo durante décadas con un trato fiscal diferente al del resto del país y que se refleja todavía en el desdén hacia las decisiones del Gobierno central.

Y ahí encuentran respuesta los habitantes de Port Said al arcano de este año negro. Piensan que las últimas muertes han tocado de nuevo a su puerta porque los islamistas prefieren tener el problema alejado de la capital. Los rastros de la sangre derramada sólo encuentran reposo en el camposanto, última parada del recorrido. Allí dos mujeres cubiertas de negro dirigen una oración a los suyos. Únicamente entre las tumbas se guarda respeto a los muertos.

Los edificios coloniales que un día deslumbraron en la refinada ciudad cosmopolita del siglo XIX compiten hoy con las cochambrosas fachadas pintarrajeadas con consignas de los ultras de los equipos de la ciudad. La hilera de grafitis conduce inevitablemente hasta el estadio de fútbol, donde hace un año la muerte de 74 personas asestó una nueva puñalada a la transición egipcia y conmocionó al mundo entero del deporte. El clausurado recinto conserva esa herida todavía intacta, como recuerda Saif El Din, uno de los empleados. Desde la misma puerta mantiene que aquello no fue casual y culpa a la policía encargada de mantener la seguridad, “que no hizo nada por evitar la estampida”.