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La odisea de una española para salir de Egipto: “Lo peor fue la pasividad de la embajada”
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EL RELATO DE TRES DÍAS EN EL CENTRO DE LA REVOLUCIÓN

La odisea de una española para salir de Egipto: “Lo peor fue la pasividad de la embajada”

Impotencia,  frustración. Eso es lo que sintió la joven madrileña A. G. el pasado viernes cuando acudió a la embajada española en El Cairo para preguntar

Foto: La odisea de una española para salir de Egipto: “Lo peor fue la pasividad de la embajada”
La odisea de una española para salir de Egipto: “Lo peor fue la pasividad de la embajada”

Impotencia,  frustración. Eso es lo que sintió la joven madrileña A. G. el pasado viernes cuando acudió a la embajada española en El Cairo para preguntar si podrían ponerle en contacto con su familia, o informarla sobre si estaría abierto el espacio aéreo, o darle alguna pauta, algún tipo de protección, dentro del caos que estaba viviendo. Las calles de El Cairo eran un hervidero de manifestaciones, gritos, tanques, policías, gases lacrimógenos… y ella confiaba en que en la embajada, al menos, pudieran trasladarle a su familia el mensaje de que estaba bien.

Sin embargo, el edificio diplomático estaba cerrado. Por toda respuesta recibió a través de una reja la voz de un policía español que le aseguraba no sólo que no la iban a ayudar, si no que no estaba pasando nada. Tampoco, según dijo, había previsión de que fuera a ocurrir nada especial. A. G. venía con la piel manchada por el efecto de los gases lacrimógenos y escuchaba perfectamente el eco de las manifestaciones que inundaban la ciudad, incluso las detonaciones y el pesado paso de los tanques. No podía creerse que la única representación oficial española que había encontrado en la capital egipcia le asegurara muy dignamente que no estaba pasando nada.

“La completa pasividad de la embajada, sinceramente, fue lo que más me dolió”, relata A. G. a El Confidencial, ya desde su casa de Madrid. Ella tenía su pasaporte y un billete para volver a su ciudad el domingo de madrugada, motivos suficientes para que la embajada considerase que no podía hacer nada por ella.

Había llegado a El Cairo el miércoles para pasar unos días en casa de un amigo. Cuando fue ya sabía que algo se estaba moviendo en Egipto, pero no creía que fuera a ser para tanto, conocía de sobra la “visión conformista” y “el miedo” del pueblo egipcio, así que iba tranquila porque no se imaginaba que lo que se estaba preparando era una auténtica revolución.

Ya al llegar le sorprendió la exagerada tranquilidad que reinaba en una ciudad tan caótica como El Cairo, en la que aquella noche apenas se veía gente, ni coches, ni nada. Como la calma que precede a la tormenta…

La jornada del jueves fue “normal”, pero en la madrugada del viernes A.G. se quedó sin cobertura en el teléfono móvil. No le dio mucha importancia, como tampoco se la dio por la mañana al hecho de que no hubiera internet. “Pensé que ya volvería la señal, a veces la red desaparecía por algún tiempo antes de esto así que no me asusté”, explica.

Lo que sí le extrañó más fue que no hubiera televisión, y que desde el piso 14 del edificio donde se alojaba, en el barrio de Zamelk, escuchara tumultos en la calle. Ese viernes por la mañana su amigo salió a rezar, no iba a estar fuera más de una hora y media, pero tardó casi tres. “Vino destrozado, con los ojos inyectados en sangre, asfixiado, intoxicado, con la ropa rota…”. Tuvo la mala suerte de salir sin documentación y cruzarse con una manifestación y con la policía egipcia. “Le dieron, claro”, explica A.G. 

“Todos somos uno”

Pero, a pesar de su estado, él “tampoco” tenía miedo. Ninguno de los egipcios que estaban en la calle enfrentándose a la policía tenía miedo, al contrario; el sentimiento dominante en la calle era el de “un coraje impresionante”. La mentalidad generalizada, según lo que pudo ver y oír A.G. era la de “todos somos uno, y si uno pierde, perdemos todos, y no queremos seguir perdiendo”.

Los egipcios han conformado “una piña” que se enfrenta única y exclusivamente al régimen de Hosni Mubarak y que, en ningún caso, proyecta su fuerza contra los turistas. Al contrario, A. G. se sintió todo el tiempo arropada y cuidada. Muchos manifestantes la abrían el paso, otros la indicaban por dónde podría avanzar mejor, otros le daban agua cuando ella no tenía e incluso alguno llegó a hacerla agacharse y cubrirla con un pañuelo para evitarle el efecto de los gases lacrimógenos.

El sábado, en una ciudad tomada por los manifestantes, con edificios y coches ardiendo a todas horas, con la policía intentado reprimir al pueblo violentamente, con cientos de coches con las bacas repletas tratando de huir de la ciudad, con los pillajes en pleno auge, sin suministro alguno de comida, y con una embajada que la ignoraba, A. G. decidió que tenía que salir del país.

Odisea para llegar al aeropuerto

Cruzar la ciudad con la maleta a cuestas podría ser misión imposible así que metió en su bolso lo imprescindible y junto a su amigo y otros dos turistas pasó unas tres horas de la madrugada del sábado tratando de alcanzar el aeropuerto. Tras sortear muchas autopistas cortadas, muchas calles tomadas por los manifestantes, muchos coches en llamas y varios controles militares, consiguió llegar, pero allí le esperaba casi la peor angustia.

“Fue horrible, uno de los momentos más tensos”, recuerda. Su vuelo no salía hasta más de doce horas después y su compañía aérea no podía meterla en ninguno que despegara antes porque no había plazas. La única opción era intentar comprar otro billete, algo que dificultaba el hecho de que no funcionaran las tarjetas de crédito. A. G. tuvo la suerte de que llevaba 300 euros en efectivo en el bolso y consiguió un vuelo a Barcelona por 267 euros. Aún así casi lo pierde gracias al complejísimo funcionamiento de un aeropuerto sumido en el caos.

Al pagar ni siquiera le dieron el billete impreso, ni un resguardo, ni un localizador… Para conseguirlo tuvo que “pegarse” con cientos de extranjeros “histéricos” frente a una ventanilla diminuta. Y lo peor fue que, una vez dentro, sin la inestimable ayuda de su amigo egipcio, sin entender árabe y sin hablar inglés con fluidez, A. G. se sentía perdida ante los constantes retrasos y adelantos de horarios, cambios y cambios de puerta de embarque, carteles en árabe, etc.

Los salvadores allí eran los guías turísticos egipcios, a los que “les llegaban las ojeras por las rodillas”. Ellos se dedicaban a guiar a los extranjeros perdidos y desesperados, traducirles, acompañarles, actuar de intermediarios e incluso llevar agua y comida para quienes llevaban horas allí de forma totalmente altruista. A. G. entró en su avión, justo cuando cerraban las puertas, gracias a su ayuda.

Despegó con la piel tiznada y las lágrimas surcándole las mejillas, más por la tensión acumulada y por pensar en lo que dejaba allí que por cualquier otra cosa. Ahora, desde su casa de Madrid, se cura las quemaduras que el estallido cercano de los gases lacrimógenos han dejado en su cara e intenta contactar cada cierto tiempo con su amigo, que ha pasado varios días en cama después de dejarla en el aeropuerto.

“Están cegados con que caiga Mubarak, pero me da la sensación de que después de eso no saben muy bien hacia dónde quieren ir o a qué tipo de gobierno aspiran”, reflexiona.  Su compañía aérea le regaló un billete para ir a Egipto cuando quiera. Ella, de momento, prefiere esperar a ver qué hacen los egipcios con su destino. 

Impotencia,  frustración. Eso es lo que sintió la joven madrileña A. G. el pasado viernes cuando acudió a la embajada española en El Cairo para preguntar si podrían ponerle en contacto con su familia, o informarla sobre si estaría abierto el espacio aéreo, o darle alguna pauta, algún tipo de protección, dentro del caos que estaba viviendo. Las calles de El Cairo eran un hervidero de manifestaciones, gritos, tanques, policías, gases lacrimógenos… y ella confiaba en que en la embajada, al menos, pudieran trasladarle a su familia el mensaje de que estaba bien.