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Nepal recóndito, rural y centenario
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Nepal recóndito, rural y centenario

Abandoné Katmandú a las cinco de la mañana. El destartalado autobús zigzagueó sin cesar, valle abajo. El pasaje, entre campesinos y estudiantes, cabeceaba adormecido y silencioso.

Foto: Nepal recóndito, rural y centenario
Nepal recóndito, rural y centenario

Abandoné Katmandú a las cinco de la mañana. El destartalado autobús zigzagueó sin cesar, valle abajo. El pasaje, entre campesinos y estudiantes, cabeceaba adormecido y silencioso. En las paradas, parecía que siempre había espacio para uno más.

Más allá de la cordillera del Himalaya y los bosques, comienzan las planicies, regadas por fabulosos ríos. Constituyen la región de 'El Terai', una prolongación de las interminables llanuras del gigantesco país vecino, el subcontinente indio.

Antes perteneciente a la Compañía de India Oriental británica, quedó en territorio nepalí en 1816. Gentes de rasgos indo ario europeos, diferentes a los tibeto-birmanos del norte. Un lugar recóndito. En algunas zonas, hasta hace poco infestadas de malaria, las autoridades no se explicaban de qué manera sobrevivieron ciertas tribus. Habían desarrollado una increíble resistencia natural a la enfermedad.

Me instalé en Janakpur, un lugar estancado en una incierta edad antigua. Recorrí los parajes en un tren tan lento que la gente subía y bajaba en marcha. Se respiraban milenios de agricultura. Imágenes inolvidables. Como extraídas de un lienzo de Millet. La niebla se despegaba perezosamente de los arados y acequias. Tres hombres accionaban una noria, sincronizadamente, dispuestos en triángulo equilátero. Un crío cuidaba de sus enormes búfalos de agua, de color chocolate, acostado sobre el espinazo de uno de ellos. Racimos de pasajeros colgaban de las puertas. Un vendedor sorteaba a los viajeros sentados sobre del techo, ofreciendo baratijas. A mi lado, un aldeano con turbante. Sentados sobre la locomotora, balanceábamos divertidos los pies en el aire. Ninguno habíamos comprado el billete.

Llegué a una aldea de cultura 'mithila'. Todo es adobe y paja. Las viviendas, el piso, los caminos. Las mujeres pintan las paredes y suelos de su casa con motivos rituales. Formas geométricas y simbólicas sobre el barro, que se realizan antes de una boda. Oníricos pájaros, elefantes y estrellas en un trazo naif y elegante. Una simplicidad que quizás no consiguen muchas diseñadoras de prestigio. Son tradiciones que remontan nada menos que al siglo VII.

Indira Gandhi quiso promover estas mujeres artistas en vecino estado de Bihar, el más salvaje de la India. Distribuyó papel. Por unos años, los diseños de las labradoras se alabaron en los países occidentales. Sin embargo, aquello duró poco. Todo lo que hay ahora es adobe y paja.

Hambruna

Una familia de brahmanes ofreció alojarme. Observé sus tediosas exigencias de limpieza ritual, y el cordón blanco de su casta. Por lo demás, su día a día parecía similar al de sus vecinos agricultores. De madrugada, entre la niebla pegajosa, nos calentábamos con ellos, sentados en una candela improvisada de forraje. Poco más tarde, aparecía un sol de infierno.

No es una vida envidiable. Se pasaban el día trillando el arroz manualmente, golpeándolo a puñados contra una losa de granito, como hicieron otros hace quizá algunos miles de años, en el mismo lugar. Los usureros prestan a intereses entre el 60% y el 120%. Los que no pueden pagar, emigran. Otros, se suicidan. En algunos lugares del vecino estado de Bihar, la malnutrición ha llegado a niveles de la hambruna de 1943.

Un día, Summant me dijo: “¿te apetece conocer una aldea mucho mas atrasada?”. Sólo caminamos 30 minutos. A la entrada, un hombre intentaba organizar una enorme torre de heno comprimido, en la que estaba hundido. Al pasar, las jóvenes se tapaban el rostro tirando del sari que les cubría la cabeza. En efecto, carecían de luz y asfalto. Por lo demás, el mismo universo de adobe y paja.

Dos gigantescos alfareros descamisados hacían girar un torno de piedra con un palo. Unos amigos arqueólogos me confirmaron mas tarde que esa tecnología se superó en otros lugares del mundo hace 5.000 años. Una a una, secaban al sol huchas clónicas.

En honor al recién llegado, uno de los gigantes compartió betel conmigo. Acepté amablemente y lo coloqué bajo la lengua. Me bastaron treinta segundos para entender que aquello no era sólo betel, porque ya no podía caminar derecho. “Volvamos a casa. Ahora”, le dije a Summant mientras me colgaba de su cuello, y escupía sin que el campesino notara mi descortesía.

Abandoné Katmandú a las cinco de la mañana. El destartalado autobús zigzagueó sin cesar, valle abajo. El pasaje, entre campesinos y estudiantes, cabeceaba adormecido y silencioso. En las paradas, parecía que siempre había espacio para uno más.