La defensa lastimera de Luis Rubiales hubiera tenido mucha mayor credibilidad si no hubiera recurrido a la explicación del gran complot mafioso. Ni hubiera incurrido en un ejercicio de victimismo, entre sensiblero y arrogante. El distanciamiento de la realidad acaso explique o explica la naturalidad con que el presidente de la Federación Española de Fútbol se resiste a observar la opulencia del conflicto de intereses. Los propios, desde luego, empezando por su remuneración.

Y los de Piqué, cuyos testimonios registrados y expuestos por El Confidencial convierten a Rubiales en un títere instrumental y degradan la Federación a una agencia de negocios y de caprichos. Incluidas, por cierto, las presiones para disputar los Juegos Olímpicos de Tokio.

No dimite Rubiales ni hay manera de echarlo, pero es cierto también que la ausencia de Pedro Sánchez en el palco de la final de Copa y los reproches explícitos que ha expuesto el secretario de Estado para el deporte, José Manuel Franco, tanto debilitan el porvenir de Rubi como desmienten la película de la Cosa Nostra.