La muerte es una experiencia tan vital como la propia vida. Hasta hace no mucho este momento de tránsito cobraba otra dimensión. Era habitual que la gente muriera en casa, rodeada de sus familiares. La noticia se transmitía a la vecindad y eran los amigos y vecinos quienes velaban al muerto en su hogar. De allí la comitiva fúnebre le transportaba al cementerio, acompañando en el duelo a los familiares. Después de esto, solo quedaba el recuerdo, un recuerdo que se iba diluyendo con el tiempo. Es ahí donde los retratos post mortem tenían su razón de ser. Visto desde la actualidad, este tipo de retratos pueden provocar un rechazo inicial. Pero hay que contextualizarlos en una época y en un entorno íntimo, fuera de estos parámetros pierden sentido y gana la morbosidad. Lejos de esto, aquellos retratos estaban realizados desde el sumo respeto y el amor y su única pretensión era mantener vivos en la memoria a los seres que se habían ido para siempre.
El retrato y la muerte, de Virginia de la Cruz Lichet, es el nuevo libro editado por Temporae, que sale a la luz tras una profunda investigación y posterior tesis doctoral. La autora presenta casi doscientas imágenes que impactarán en nuestros sentidos. Para digerir las imágenes, Virginia de la Cruz, ahonda en las raíces de este tipo de género fotográfico y analiza las costumbres de España y de Galicia (en muchos casos) ante la experiencia de la muerte. Durante el S. XIX y XX hubo un verdadero culto a este tipo de retratos, eran una manera de que el difunto continuara formando parte del núcleo familiar de forma simbólica y quedara inmortalizado para siempre entre sus seres queridos. Una huella del pasado para recordar en el futuro.