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Por qué EEUU lleva 200 años peleándose por los miembros del Tribunal Supremo
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Por qué EEUU lleva 200 años peleándose por los miembros del Tribunal Supremo

La ambición judicial y la deficiencia del Congreso han otorgado a un organismo no elegido un enorme poder para moldear la sociedad estadounidense

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Si quiere conocer las raíces de la actual polarización de EEUU sobre el Tribunal Supremo, tenemos que volver la vista atrás. No a las polémicas audiencias de Brett Kavanaugh hace dos años, ni a la decisión del senador McConnell de rechazar una audiencia o un voto de confirmación para Merrick Garland o la apuesta del presidente Obama para reemplazar al juez Scalia en 2016. Y también tenemos que remontarnos mucho más atrás que el drama de la audiencia de Clarence Thomas en 1991 o los ataques a la persona de Robert Bork en 1987.

El verdadero punto de origen es una de las primeras polémicas judiciales en la historia de la república estadounidense, decidida en el caso del Tribunal Supremo de Marbury contra Madison en 1803. Si cree que la política judicial actual está polarizada y es oportunista, fíjese en lo que John Adams y sus aliados partidistas hicieron en los últimos días de su primer y único mandato presidencial.

Tras perder las elecciones de 1800, lo que quedaba de Congreso y la administración Adams, ambos controlados por el derrotado Partido Federalista, promulgaron una ley que reducía el tamaño del Tribunal Supremo, eliminaba la obligación de los jueces del 'circuito de conducción' y crearon seis nuevos circuitos judiciales, 16 puestos judiciales y otros cargos relacionados con la Corte.

Foto: Un ramo de flores, depositado a las puertas del Tribunal Supremo de EEUU en memoria de la jueza Ruth Bader Ginsburg. (Reuters) Opinión

Los jueces propuestos por Adams, y pronto confirmados por los Federalistas, fueron el primer intento real del país por 'copar el Tribunal Supremo', al menos en los tribunales inferiores. El presidente entrante, Thomas Jefferson, intentó de inmediato revertir la nueva ley, en parte negándose a entregar las comisiones que darían comienzo al periodo de servicio de los candidatos.

William Marbury, candidato a juez de paz por el Distrito de Columbia, no se tomó muy bien perder su trabajo, y puso una denuncia. El resultado concreto de esa denuncia carece de interés (Marbury perdió). La argumentación, sin embargo, cambió la historia. El Tribunal falló en contra de Marbury porque argumentó que la ley que le permitió presentar su demanda era contraria a la Constitución. Como el presidente del Tribunal Supremo John Marshall escribió ilustremente: "Ciertamente todos aquellos que han formulado Constituciones escritas las observan como creadoras de las leyes fundamentales de la nación y, por consiguiente, la teoría de cada gobierno debe ser que un acto de la legislatura que contradice a la Constitución es nulo".

Así de fácil, Marshall reconoció y estableció la revisión judicial, la autoridad del Tribunal Supremo —como consecuencia necesaria del Artículo III de la Constitución, que le inviste con “el Poder judicial de los Estados Unidos"— para derogar leyes, normas y otros decretos gubernamentales que son contrarios a la Constitución.

El poder de la revisión judicial, en concreto ejercida por aquellos magistrados que no han sido elegidos con mandato vitalicio, es inmensa

El poder de la revisión judicial, en concreto ejercida por jueces no elegidos con mandato vitalicio, es inmenso. Tienen un poder potencial (y a menudo real) de veto sobre todas las subastas públicas en EEUU, y la historia ha demostrado que este poder tiene pocas limitaciones reales. De hecho, la mayor limitación es simplemente cualquier filosofía judicial propia determinada y sentido de moderación propio.

Pero esa no es la historia completa. Las guerras del Tribunal Supremo de EEUU moderno no son simplemente el resultado de la revisión judicial y las extralimitaciones. También son consecuencia de errores en otros niveles del gobierno, en concreto la rama legislativa. A medida que el Tribunal Supremo ha avanzado durante los últimos 50 años, decidiendo cada vez más asuntos de la vida estadounidense, el Congreso ha retrocedido, renunciando constante y progresivamente a su propio papel constitucional. Avanzar en la actual división sobre el Supremo no depende solo de lo que hagan los jueces.

El examen judicial tiene un largo historial de agitar el cuerpo político estadounidense. Pocas decisiones del Tribunal Supremo han tenido peores consecuencias, por ejemplo, que la infame decisión de 1857 en el caso de Dred Scott, que derogó gratuitamente el Compromiso de Misuri de 1820, negando al gobierno federal la autoridad para prohibir la esclavitud incluso en los territorios que controlaba. Los numerosos estragos de la resolución para la justicia incluían también la negación de la ciudadanía a los estadounidenses negros libres.

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Foto: Reuters.

El uso de la revisión judicial para invalidar estipulaciones anticipadas clave del 'New Deal' resultó en la amenaza de Franklin D. Roosevelt de 'copar el Tribunal Supremo'. La amenaza fue lo bastante firme como para provocar el famoso 'switch in time that saved nine' del juez Owen Roberts, el que de otra forma habría sido un cambio misterioso en su jurisprudencia que permitió que el resto del 'New Deal' siguiera adelante, sin ser molestado por el poder judicial.

Tales decisiones son, para bien o para mal, una parte ineludible del poder del Supremo bajo la Constitución, según señaló Marshall y ahora se acepta como base del gobierno estadounidense. Pero no hay que eludir que nuestras discusiones sobre el Tribunal Supremo han incrementado tanto su intensidad como su importancia en la era moderna.

Aquí debemos remitirnos a la historia y el legado del Tribunal de Warren. Como presidente del Tribunal de 1953 a 1969, Earl Warren lo lideró durante una revolución constitucional integral y profunda, a menudo frente a las objeciones firmes y amargas de la mayoría del pueblo estadounidense y sin una aportación significativa del Congreso.

Este cambio, que continuó incluso después del mandato de Warren, desarmó en gran medida lo que Ross Douthat y otros han llamado la 'suave' implantación del protestantismo como religión oficial de EEUU. En una serie de decisiones, el Tribunal sentó precedentes que, entre otras cosas, eliminaron la oración en los colegios, las lecturas diarias de la Biblia, prohibieron exhibiciones de los Diez Mandamientos y la enseñanza del creacionismo. Muchas de esas prácticas datan de los orígenes del sistema de educación pública estadounidense. De golpe, habían desaparecido.

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Al mismo tiempo que derribó varias tradiciones religiosas públicas, el tribunal presidido por Warren creó un cuerpo de jurisprudencia totalmente nuevo en torno a las autonomías sexual y corporal. Esta jurisprudencia se basaba no solo en el texto explícito de la Constitución, sino en un derecho a la privacidad que se creía implícito en la existencia de otros derechos.

La formulación de este derecho por el juez William Douglas en Griswold contra Connecticut, el caso de 1965 que anuló la prohibición de comprar anticonceptivos en Connecticut, ha pasado a ser tradición legal. Douglas sostuvo que "las garantías específicas en la Carta de Derechos tienen zonas de penumbra, formadas por reflejos de dichas garantías que ayudan a darles vida y sustancia". Si los derechos pueden ser creados a través del discernimiento judicial de "penumbras, creadas por reflejos", entonces hay pocos límites filosóficos para el alcance del poder judicial.

La máxima expresión del derecho a la privacidad fue, por supuesto, el fallo del Tribunal en Roe contra Wade, que se dictó en 1973, cuatro años después de que Warren se retirara. El caso ampliaba el derecho a la privacidad (esta vez basado en una interpretación amplia de la cláusula de debido proceso de la Decimocuarta Enmienda) para que abarcara el derecho de una madre a abortar.

Más allá de su jurisprudencia sexual y religiosa, el Tribunal de Warren también reformuló el derecho penal estadounidense

La sentencia de Roe era tan amplia que a la larga fue atacada por fuentes inesperadas. Por ejemplo, en un artículo legal publicado un año antes de ser designada para el Tribunal Supremo, Ruth Bader Ginsburg calificó a Roe de "asombroso" y preguntó si no habría sido más apropiado adoptar una "resolución más moderada".

Señaló que la ley de Texas clave en el caso permitía el aborto solo si era un procedimiento "vital". "Supongamos que el Tribunal se hubiera parado ahí, declarando debidamente inconstitucional la rama del derecho más extrema de la nación y no hubiera… creado un régimen que encubre al sujeto, un reglamento que destituía prácticamente todas las leyes estatales entonces vigentes. ¿Habría existido la polémica de 20 años que hemos presenciado?".

Más allá de su jurisprudencia sexual y religiosa, el Tribunal de Warren también reformuló el derecho penal estadounidense. Es fácil olvidarse cuántas de las instituciones de defensa penal actuales tienen sus orígenes no en leyes del Congreso sino en decisiones del Tribunal de Warren, incluida la 'Advertencia de Miranda', el derecho a un abogado de oficio al margen de la capacidad de pagarlo y una regla de exclusión ampliada (que prohíbe ampliamente el uso de pruebas ilegales en procesos penales).

Foto: Homenaje a la fallecida Ruth Bader. (Reuters)

Si tales decisiones a menudo suponían un abuso en el uso del poder judicial, también es importante dar ejemplos en los que las sentencias del Tribunal de Warren reivindicaban principios constitucionales básicos. Este es el claro ejemplo del caso Brown contra Consejo de Educación —el caso de 1954 que finalmente consideró la segregación en la escuela pública inconstitucional, a la vez que originó una tempestad cultural y política en el sur del país—. A veces, incluso un ejercicio adecuado y virtuoso de la autoridad constitucional puede dividir e incendiar.

Sea cual sea el análisis propio de las sentencias del Tribunal de Warren, una cosa está clara: demostraron el poder del Tribunal Supremo, actuando conforme a su propia autoridad, para reelaborar gran parte del derecho estadounidense y, en muchos aspectos, reorganizar la sociedad estadounidense. No debería sorprendernos que una revolución de ese tipo, impuesta desde el exterior del tira y afloja de las políticas democráticas, desencadenara tantas protestas y resistencia, y sigue agitando nuestra vida pública.

Aun así, es imposible analizar las controversias actuales sobre el Tribunal Supremo sin citar también una serie de tendencias destructivas en el Congreso. La ordenación geográfica y la agrupación ideológica de la mayoría de la población estadounidense, con la ahora conocida división entre estados rojos y azules, han significado que más escaños del Congreso sean partidistas de forma segura. La tendencia se ha reforzado por la manipulación y se ha ampliado por la resultante polarización ideológica.

Ahora mismo, un miembro del Congreso de un distrito rojo o azul se tiene que preocupar principalmente de cumplir con su base ideológica

Por tanto, un miembro del Congreso de un distrito rojo o azul se tiene que preocupar principalmente de su base ideológica. Un desafío primario es la mayor amenaza para su carrera, y sus votantes más comprometidos suelen ser los más partidistas. Quieren un guerrero en el Congreso. Así que la legislatura se ha convertido en lo que Jonah Goldberg llama un 'parlamento de eruditos', a menudo más centrados en 'tener' o 'destruir' oponentes en las noticias que en participar en la complicada tarea de formación de coaliciones y el compromiso.

Este fenómeno venía forjándose desde hace un tiempo, pero la batalla sobre el 'Obamacare' en 2010 —un elemento principal de la legislación social que eludió una oposición republicana casi unánime— marcó un nuevo comienzo. El resultado ha sido una década de disfunción legislativa y un bloqueo cercano.

Mientras los tribunales ascendían y el Congreso descendía, el pueblo estadounidense respondía. Empezaron a hacer lo lógico: concentraron sus esfuerzos en los escaños con poder real en EEUU, los tribunales federales. Eligieron el litigio ante la legislación porque saben que esta necesita a los tribunales para responder.

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Foto: Reuters.

Al fin y al cabo, si escribe a su miembro del Congreso, este es libre de ignorar completamente su correo y seguramente nunca actúe ante la solicitud que realice. Es más, incluso si hace el amago de legislar, no es probable que tenga éxito al reivindicar sus derechos o mejorar sus condiciones de vida en ningún aspecto concreto.

Si presenta una demanda, sin embargo, el juez tiene que responder. Considerará su caso. Puede que no falle a su favor, pero podrá comparecer ante el Tribunal. Si pierde, puede recurrir, y un panel de tres jueces leerá su escrito. Y si deciden actuar, tienen un poder muy real y considerable. Su vida cambiará.

Por este motivo, activistas inteligentes de todo tipo han concentrado sus esfuerzos en los tribunales. Han inundado la nación con demandas, diseñadas en algunos casos para extender el legado del Tribunal de Warren (resultando, por ejemplo, en el dictamen del juez Kennedy en 2015 que creó el derecho constitucional al matrimonio homosexual), y en otros casos para llevar de nuevo el derecho estadounidense al objetivo de los padres fundadores (como el dictamen del juez Scalia en 2008 que derogó una prohibición de armas de fuego que violaba la Segunda Enmienda).

¿Sorprende entonces que haya una gran frustración y ansiedad en torno a todas las decisiones del Tribunal Supremo? A intervalos impredecibles, todas las esperanzas y miedos, ira y angustia de una era política cada vez más polarizada se descargan en las pocas horas fugaces de las audiencias en el Tribunal Supremo y los escasos momentos de voto en el Senado.

¿Qué hacer? Lo cierto es que no hay ninguna respuesta sencilla, pero lo que sí está claro es que no podemos dar la espalda a la revisión judicial

¿Qué se debe hacer? No hay una respuesta fácil, y desde luego no podemos darle la espalda a la revisión judicial. Es la consecuencia necesaria de situar "el poder judicial de Estados Unidos" en los tribunales federales, y es un control indispensable de la tiranía mayoritaria. Pero hay formas de reducir el poder judicial de manera legal sin deshacerse de restricciones judiciales necesarias de los órganos de gobierno elegidos.

Un comienzo sencillo sería terminar con la emisión de órdenes de ámbito nacional por parte de los tribunales federales de distrito. Los jueces del tribunal de distrito son autoridades judiciales en sus distritos, no jueces provisionales del Tribunal Supremo que dictan sentencias vinculantes para toda una república. Sería una forma simple pero importante de devolver más poder a las autoridades elegidas.

Una reforma más difícil pero más trascendental serían límites de mandato para los jueces del Tribunal Supremo. La propuesta más factible e interesante procede del grupo defensor Fix the Court, que sugiere que los jueces se designen por mandatos de 18 años, tras los cuales se les obligaría a adoptar una 'categoría senior'. Con dicho estatus, seguirían teniendo la misma función y remuneración y podrían servir en tribunales inferiores, pero ya no seguirían activos en el Tribunal Supremo.

Foto: La jueza consercadora Amy Coney Barrett. (Reuters)

La proposición de Fix the Court de mandatos de 18 años concedería a cada presidente dos elecciones en cada mandato, en su primer y tercer año. Podría frenar la tendencia actual de designar a jueces más jóvenes con la esperanza de que puedan servir durante 30 años o más —mandatos más largos que los de muchos reyes—. Y, mientras, no politizaría el Tribunal Supremo con nombramientos judiciales directos, democratizaría de forma significativa el proceso y reduciría los intereses de cada nominación.

Pero no podemos olvidarnos de un último cambio fundamental: un control judicial voluntario. Ahora que la nación llora la pérdida de la juez Ginsburg, quizás es el momento de recordar su advertencia de que a menudo son preferibles "resoluciones moderadas" a golpes judiciales "sobrecogedores". Si bien hay momentos en los que la defensa de la Constitución exige decisiones drásticas, hay muchos otros en los que la respuesta es dejar la cuestión de la justicia en manos de los representantes electos del pueblo —y dejar que la democracia estadounidense siga su complicado pero inevitable curso—.

Si quiere conocer las raíces de la actual polarización de EEUU sobre el Tribunal Supremo, tenemos que volver la vista atrás. No a las polémicas audiencias de Brett Kavanaugh hace dos años, ni a la decisión del senador McConnell de rechazar una audiencia o un voto de confirmación para Merrick Garland o la apuesta del presidente Obama para reemplazar al juez Scalia en 2016. Y también tenemos que remontarnos mucho más atrás que el drama de la audiencia de Clarence Thomas en 1991 o los ataques a la persona de Robert Bork en 1987.

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