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¿Saben por qué Sebastián y Corbacho se quitan la corbata? O una aproximación al problema de España.

Miguel Sebastián Celestino Corbacho crisis inmobiliaria tutela administrativa

@S. McCoy - 08/07/2008

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Miren por donde les voy a dar la verdadera clave del porqué de esta moda casual que alguno de los ministros del Gobierno de ZP quiere adoptar. No me mueve, de verdad, animadversión alguna. Más bien al contrario. Si algo abomina servidor es el encorsetamiento al que el traje obliga y la sensación de opresión que acompaña a la corbata, especialmente en los meses de estío. Huyo, de hecho, de ella como de la bicha, aunque a veces, como consecuencia de las convenciones sociales, me alcanza la muy desgraciada y me envuelve con su lazo asfixiante. No veré yo la mota en el ojo ajeno sin darme cuenta de la viga que ciega el mío. No. Pero eso no impide que llegue a una conclusión evidente cuando veo la sombría deriva por la que navega la economía española; la poca confianza en nuestras posibilidades que aventuran notables agoreros sobre la realidad patria como CEPS, think tank de la Comisión Europea, uno de cuyos últimos documentos, sin desperdicio, les adjunto; y, sobre todo, las dramáticas soluciones que, analistas como Wolfang Münchau del Financial Times, en un artículo muy controvertido publicado ayer, proponen para solventar la situación actual, y que abogan por pasar página del modo más dramático posible como forma de sentar los cimientos para los errores del pasado no se vuelvan a repetir. La abolición de la corbata no responde a modas, ni siquiera a la subliminalidad de un mensaje sutil encaminado a un posible ahorro energético. Qué va. Simplemente a Corbacho y Sebastián no les llega la camisa al cuerpo ante la que se avecina. Y, en esas circunstancias, ¿quién necesita una corbata?.

Y es que a España le persiguen con denuedo no Cuatro sino hasta Cinco Jinetes del Apocalipsis económico, dependencia energética aparte, cuya solución va a requerir mucho más que aclamaciones congresuales en porcentajes incluso superiores a los niveles de aceptación de regímenes lejanamente democráticos (algo propio de la derecha, la izquierda y el centro político nacional, por cierto). A saber: el peso del ladrillo sobre el PIB (factor uno), el paro (factor dos), la inflación (factor tres), la productividad (factor cuatro) y el déficit comercial (factor cinco). Como no podía ser de otra manera, el discurso gubernamental va por la línea del cambio de entorno a nivel global, en general, y el impacto de la crisis financiera y de aprovisionamientos sobre la realidad interna española, en particular. Un ejercicio hasta legítimo desde el punto de vista político, visto desgraciadamente a lo que ha quedado reducida la política en nuestro país. Pero inaceptable desde una óptica social, por un motivo primero y principal: la construcción, nunca mejor dicho, del modelo productivo es función, primera y principal, en un sistema de libre mercado, de los agentes económicos que lo integran, pero bajo la tutela fundamental de las autoridades que lo gobiernan, que son las que deben contemplar su sostenibilidad en el tiempo. El pecado de la administración actual es claramente de omisión. No sólo por no corregir los desequilibrios que han desembocado en la situación actual cuando los presupuestos de partida han cambiado, sino por haber sacado pecho cuando lo que aconsejaba la prudencia era, como en el cuento de la cigarra y la hormiga, callar y trabajar para corregirlos.

Como señalamos no hace mucho en esta misma columna, el problema de España, o más bien de sus gobernantes, es precisamente el haber confundido producto con productividad, producción con crecimiento. La llegada de los fondos estructurales de la Unión Europea (capital que, ojo, no exige retorno financiero), que se encontraron con un inusual periodo de laxitud bancaria favorecido por los bajos tipos de interés oficiales, y el aterrizaje de una masa elevada de inmigración legal e ilegal (mano de obra no cualificada) trajeron como consecuencia unos años de bonanza irrepetibles que giraban sobre un eje principal: el mercado residencial español. Una actividad que no generaba valor añadido pero que, en la medida en que los inputs eran, o parecían, inagotables, permitía obtener una producción de casas que superaba el conjunto de Europa en su totalidad. Como ya todos ustedes saben, los efectos no se hicieron esperar: el peso del sector en el PIB superó con mucho a los países de nuestro entorno (factor uno), permitió generar empleo –cíclico- en cuantías que eran la envidia de Europa (factor dos), alentó una espiral de precios que se tradujo en un consumo desaforado que hubo que financiar externamente (factores tres y cinco) y desincentivó el desarrollo de otras industrias mucho más estables y capaces de generar valor diferencial en su proceso productivo (factor cuatro). Es verdad, influye el exterior, sin duda. Pero, ¿no era la situación anteriormente descrita una evidencia para muchos antes incluso de que la complicada situación internacional se pusiera de manifiesto? La tutela administrativa, sin duda, había fallado. El modelo no era sostenible. Y, lo que es peor, probablemente se desaprovechó una oportunidad histórica para llevar el barco de la economía española por el rumbo correcto aprovechando los favorables vientos que soplaban.

Muchos de ustedes dicen, con razón, menos descripciones y más soluciones. Pues bien, al hilo del discurso anterior, España va ser lo que sus agentes económicos quieran que sea. Sin embargo es en tiempos de crisis cuando el sector público gana preeminencia sobre los demás partícipes en el mercado. Y cuando se tienen delegadas las políticas tanto cambiarias como de tipos de interés, su papel cobra, si cabe, más importancia. ¿Qué debe hacer? Primero, establecer la meta, esto es: el camino que se quiere fomentar. Segundo, permitir la liquidación natural del modelo anterior sin prolongarlo artificialmente. Esto supone un imprescindible coste en términos de empleo y conflictividad social. Tercero, flexibilizar al máximo la economía con objeto de incentivar la iniciativa privada. Cuarto, uso de la política fiscal hasta el límite fijado por Maastricht con tres ejes: fomento de la innovación y el desarrollo vía deducciones, mejora adicional de las infraestructuras y establecimiento de incentivos para la renovación de sectores estratégicos (como el turismo) en coordinación con las Comunidades Autónomas. Quinto, especialización educativa, búsqueda de la excelencia universitaria y fomento de la formación profesional de calidad. Sexto, supervisión de la cadena de formación de precios con objeto de mejorar la competencia y favorecer la salida directa de la producción al mercado. Séptimo, coherencia en la política energética. Siete apuntes sujetos a múltiples matices, por supuesto, pero que pretenden ir más allá del “a consumir” por que aboga ZP. Que, miren ustedes, es oírle, y no llegarme a mi tampoco la camisa al cuerpo. Ministro por un día.

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Experto financiero que escribe Valor Añadido. Es un incisivo analista que despertó el interés de nuestros lectores con sus brillantes y didácticos artículos sobre empresas, sectores y tendencias del mercado.

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