Dentro del pueblo que vive de un solo pez: así se hace el caviar ecológico en España
Manantiales subterráneos, esturiones y un pueblo entero dedicado a las huevas. Sin embargo, nadie puede asegurar que el sustento de Riofrío siga existiendo con el tiempo
Hay un pequeño pueblo escondido en la sierra granadina que vive de la pureza de sus aguas. Y, más concretamente, de los peces que las habitan: el esturión y la trucha. Suena curioso, casi imposible. Prehistórico. Desde hace siglos, montaña y pesca dejaron de ir de la mano. Pero el caso de Riofrío es una rareza.
Todo empezó con el efecto mariposa de la familia Domezáin. Tenían una piscifactoría de trucha en Navarra en los años 50. La primera comercial de España. Nadando en dinero por el éxito del negocio, decidieron ampliar horizontes, así que preguntaron a los guardas del ICONA por lugares de buenas aguas para un proyecto que tenían en mente. Visitaron mil y un parajes hasta que en 1963, una aldea en mitad de la Sierra de Loja les estaba esperando para darles una alegría. Fue tal la conexión que sintieron al conocerla que, como en un acto propio de Don Juan Tenorio —impulsivo, nocturno y rozando lo romántico—, firmaron de noche ante notario.
El agua es la popstar de Riofrío. En el caso de este pueblo granadino, el secreto está bajo tierra. Manantiales subterráneos que se filtran gracias a la piedra kárstica y marmórea de la sierra. Actúan como un filtro natural que depura, oxigena y mineraliza el agua antes de que aflore a la superficie. El resultado: un caudal constante, frío y puro.
Piscifactoría de caviar.
De esta forma montaron la piscifactoría de trucha alrededor del río más frío de la zona —de ahí el nombre: Riofrío—. Aprovecharon el canal del antiguo molino eléctrico de la aldea y conectaron a él las piscinas. Todo eran ventajas. Podían aislar cada una para distintos usos sin alterar el cauce principal. Y además, no gastaban agua. La cogían del río, la usaban y la devolvían limpia gracias a sus depuradoras.
Una existencia que pende de un hilo
Siguiendo la orografía, levantaron un complejo dividido en tres fases: A, B y C. Pero con el tiempo, solo la B mantuvo trucha. ¿Por qué? Muy sencillo: el mercado de la trucha estaba estancado y el esturión apareció como salvavidas. El problema era el tiempo. El esturión hembra tarda 18 años en producir caviar y el macho ocho en alcanzar el peso comercial. Había que pagar las cuentas. Así que tuvieron que seguir tirando de la trucha como sostén económico hasta que el esturión empezara a rendir. Entre 1988 y 2001 sobrevivieron así. Luego hicieron sus primeros dos kilos de caviar y, a base de ensayo y error, acabaron convirtiéndose en los reyes del caviar español. En concreto, del ecológico, que es el BBC: bueno, bonito y caro.
Por caro, entiéndase muy caro. De sus dos especies —Acipenser naccarii, el esturión mediterráneo, y Acipenser baerii, el siberiano—, el kilo de caviar puede superar los 1.000 €. Aunque parezca una locura, en realidad no ganan tanto con ello. Son muchos años de cuidados que no garantizan cuántas huevas producirá cada hembra. La ventaja es que no las sacrifican para extraer el caviar. Utilizan las hormonas naturales de los machos, alojados en la piscina de “carne”, para estimularlas a liberar las huevas de forma natural. Sin químicos. Y además se llevan un masajito en la barriga de regalo para que el proceso sea lo más suave posible.
Ciclo completo del esturión, check. Mucho dinero invertido y pocas ganancias, check. Y aun así, están en la cuerda floja. Si la piedra kárstica de la sierra fuese mal perforada por los operarios del AVE, se les viene abajo el chiringuito. Fuerte, ¿no? A eso súmenle las riadas, que ya les han costado varios ejemplares veteranos. Cuando los visité, entendí lo frágil que es su existencia. Lo excepcional que resulta. En China, en cambio, no se la juegan tanto. Producción intensiva, maduración acelerada, aguas de dudosa calidad y procesos industriales. Luego el caviar sabe como de AliExpress, pero se evitan estos fregaos.
Un trabajador de la piscifactoría.
Durante mi estancia en Riofrío me fijé en algo peculiar. María Castro, bióloga y responsable de comunicación de la marca, y Carlos Portela, jefe de calidad y nieto del fundador, eran como Tom y Jerry. Ella hablaba con entusiasmo, con el desparpajo de quien domina el lore biológico del proyecto. Él, con el peso de quien conoce la realidad del negocio. Incluso así, coincidieron en un punto: “La clave de que el proyecto siga es que sea ecológico”.
Serlo implica más gasto y control. Pero el sabor que tiene sin bórax lo es todo. Los conservantes lo matan, lo hacen saber a pez. El de Riofrío sabe a avellana. Y es verdad. He comprobado la diferencia entre un caviar mediocre —de esos que se venden como iraní o ruso y en realidad son de chinos— y uno bueno como este. No sabe a mar. Sabe salado, elegante, amaderado, con una explosión gradual en el paladar. Impresionante. Por no olvidar lo que recalcó María con espanto: “Si buscas vídeos en YouTube de cómo cuidan a los esturiones en China, revisarás mil veces que el caviar que compres no venga de ahí”. Los he visto y doy fe.
También descubrí que, cuando se deja madurar un poco más algo sin conservantes, aparece un toque a anchoa. El sabor cambia: deja de ser un manjar en sí mismo para convertirse en un condimento potente, como la trufa. Capaz de elevar el precio medio de cualquier plato en un restaurante con ínfulas. María lo explicaba perfectamente: “Si a un jamón bueno le haces mal el proceso de secado, le jodes el sabor. El secado es lo que marca la diferencia: primero la sal, luego la pérdida de agua, y después la estabilización de la grasa. Si fallas ahí, ya no hay marcha atrás.” Y remataba: “Todos esos que presumen de tener jamones de ocho años… amigo, eso ya es mojama. Déjate de tonterías”.
No hay que perder de vista que todo un pueblo vive de un solo pez, el esturión —y del recuerdo de la trucha—. Un animal del que apenas se sabe nada en estado salvaje, en peligro crítico de extinción. Que si se le saca de su entorno, ni siquiera desova. Solo lo hace en su lugar natal, al que regresa desde el mar una y otra vez para cumplir su ciclo. Que depende de que sus placas óseas mantengan a raya a los depredadores de sus crías. Y que no muerde: succiona la comida que encuentra en el fondo. Si este animal desaparece, Riofrío se hundirá con él. Ni los inversores ni los sellos ecológicos podrán evitarlo. Un recordatorio de lo frágil que es nuestro patrimonio gastronómico y de lo mucho que depende de que todos lo cuidemos.
Hay un pequeño pueblo escondido en la sierra granadina que vive de la pureza de sus aguas. Y, más concretamente, de los peces que las habitan: el esturión y la trucha. Suena curioso, casi imposible. Prehistórico. Desde hace siglos, montaña y pesca dejaron de ir de la mano. Pero el caso de Riofrío es una rareza.