He comido en el japonés del 'enfant terrible' de la crítica gastro, y esta es mi opinión

Alberto de Luna es, sin matices, el enfant terrible de la crítica gastronómica en España. Sus años en redes sociales, en webs especializadas y en foros de debate le han granjeado una legión de detractores y, también, un público fiel que valora su sinceridad descarnada. No sorprende, por tanto, que su salto a la restauración llegara rodeado de expectación y polémica. Este año abrió Bākkō, en López de Hoyos, un local japonés que cuenta con barra y parrilla como ejes, y una carta de vinos de 300 referencias.

Mi opción elegida para comer fue el mostrador, que cuenta con taburetes especialmente cómodos y es fácil establecer una entretenida conversación con el sushiman. Lo primero que me llamó la atención fue el arroz, que se trata con cierta obsesión: granos que cuentan con sus cupos y que cada cierto tiempo van cambiando dependiendo de la disponibilidad de los lotes que se estén importando en esa semana. El dia que lo visité probé un arroz koshihikari, de la prefectura de Niigata, con más almidón y algo más pequeño que el tope de gama con el que suelen contar, según me reconocieron previamente “porque han robado la cosecha de esta temporada y ahora mismo se hace muy difícil conseguir el anterior”.

El bocado es de solo ocho gramos, lo que, para el común de los mortales puede parecer escaso, así que no se extrañen. Por contra, es suculento y con una melosidad sorprendente. Una característica que es seña de identidad de la casa es una especie de vinagre propio elaborado desde cero, que madura siete meses y se refresca mediante un sistema de soleras con kurozu y akazu. El resultado que se obtiene es un arroz ambarino, ligeramente ácido, con un punto de umami muy marcado, que se funde con el pescado en bocados compactos y de textura impecable. La casa, como bien nos indican, no pretende complacer a todos: quienes buscan un arroz neutro y blanco quizá se desconcierten; quienes valoren la personalidad encontrarán aquí un shari de carácter.

Los pescados por su parte, consisten en curados, salazones y maduraciones. Los azules reciben un toque de humo que limpia notas fangosas y potencia la grasa, mientras que los blancos se afinan con maduraciones breves que aportan una mordida fabulosa. Por ejemplo, la vieira de Hokkaidō se escalda y macera para resaltar su dulzor lácteo; la anguila se presenta lacada con un equilibrio y crujiente sobresalientes; y el atún de Balfegó, en sus diferentes partes (akami, toro y chutoro), se muestra graso, limpio y sostenido.

Entre mis nigiris preferidos se encuentran el de calamar con lima, el de carabinero y el de hamachi. Pidan el de huevo de codorniz con papada, una deliciosa exquisitez fuera de cánones. En este registro, la barra convence y mantiene una coherencia favorable. También son recomendables las ostras, a ser posible las que cuentan con aliño japonés y francés, un estupendo bocado que realza y matiza la acidez de sus ingredientes.

Sin embargo, hay otras propuestas que casan menos con lo que una barra de nigiris pide. Es el caso de la gyoza de cocido con yema curada, que resulta curiosa, aunque parece más un ejercicio de ingenio que una pieza que pueda integrarse en el menú. Los pescados cocinados, siendo un alarde de sabor, tampoco les veo demasiado sentido en la comanda. El mero, trabajado con una maduración breve, es impecable, pero le falta algo de personalidad.

La chuleta a la brasa por contra, sí justifica por sí sola la convivencia entre la parrilla y el sushi en un mismo menú. Marcada con marabú y binchōtan, servida en cortes diferenciados dentro de la misma pieza, permite jugar con tres registros: centro jugoso y limpio, bordes con grasa caramelizada que recuerdan al torrezno y extremos más maduros, de sabor profundo. Una demostración de cómo integrar técnicas japonesas de carbón con un producto de una increíble calidad.

El apartado dulce se resuelve con unos mochis de factura artesanal, elásticos y frescos, aunque quizá de un tamaño excesivo. En todo caso, es una suerte poder probarlos y compararlos con aquellos que se nos ofrecen en otros restaurantes.

En líneas generales Bākkō mantiene un hilo narrativo coherente: un centro japonés puro, aristas de fusión bien medidas y una buena brasa. Los precios se mueven entre un menú de nigiris por 95 euros (opción más que recomendable) y un omakase largo que puede alcanzar los 135 euros. Sin olvidar que se puede ir a la carta: en este caso los nigiris se mueven entre los 7 euros la unidad del de trucha ahumada, el más barato; y los 16 del de toro, tuétano y caviar.

El restaurante se sostiene sobre un equipo pequeño pero cualificado: Sergio Monterde en la barra de sushi, Rosalía Caamaño en la sumillería y seis personas más entre cocina y sala que terminan de dar forma a la experiencia gastronómica. Pero, si hay algo donde destaca precisamente este restaurante, es en los vinos.

¿Un japonés con vinos franceses?

Y es que la otra mitad de Bākkō es su bodega (la otra obsesión de su propietario), donde destaca Rosalía Caamaño, sumiller de apenas veinticuatro años. En su discurso se puede atisbar una carta que apuesta por Champagne y Borgoña como direcciones claras, pero que se abre con decisión a Galicia, el Loira, el Bierzo, la Rioja no convencional y la Sierra de Salamanca.

La parte buena es que la franja de acceso es sorprendente: Terra Vita Vinum en el Loira por 31 euros, Mixtura Wines a 34 euros, Triunvitis en torno a 35 euros, Verónica Ortega con Iscario en el Bierzo o Nathalie Sancto y Margot Rousseau en el Loira por 60 euros. Son vinos bebibles, con identidad, que permiten al comensal salir de la más que gastada rutina del Rioja-Ribera sin arruinarse.

En un peldaño superior, Chantereves en Borgoña o la Familia Isabel Ferrando en Châteauneuf-du-Pape, con Colombis 2023 a 220 euros, nos permiten ir a cromos (como le gusta decir al propietario) y dibujar una enorme sonrisa en nuestra cara. A Rosalía le gusta defender con convicción a productoras como Chiara Condello en Emilia-Romaña, y no duda en ofrecer referencias de culto cuando merece la pena, siempre sin inflar los márgenes.

El capítulo de espumosos muestra una enorme valentía, algo que me gusta especialmente. Los champagnes de vignerons reconocibles —Ulysse Collin, Jacques Lassaigne, Selosse— conviven con cavas como los de Mestres, todo ello tratado sin complejos. Helena de Mestres, un rosado a 46 euros, se presenta como puerta de entrada; Clos Damiana 2019, el cava más caro de la casa, lo tienen a 99, lo que demuestra que en Sant Sadurní se pueden encontrar burbujas con el mismo rigor y satisfacción que en la Champaña. En este equilibrio entre grandes nombres internacionales y pequeños productores locales reside el verdadero valor de la bodega. Un sitio, en definitiva, abierto al disfrute.

Nuestra valoración

Comida: 4/5

Carta de vinos: 5/5

Trato: 5/5

Ambiente: 5/5

Precio: 4/5

Valoración: 4/5