Platos de cuchara y legumbres en Legazpi: Nantes es un bar de menús, pero mejor

Son siete largos años los que el restaurante de Álex Atienza lleva abierto, una eternidad anómala. Este ecosistema volátil hace que Nantes pueda resultar invisible entre el ritmo de novedades, cuando en el fondo sigue despidiendo el mismo olorcillo a guiso tradicional y a comfort food de diario. Lo hace antes de llegar a la plaza de Legazpi, por donde entraba su abuelo con el carro cargado de zanahorias de la variedad nantesa, la más común, para venderlas en el mercado de frutas y hortalizas, antes de existir Mercamadrid.

Hoy, el restaurante está más tapado que nunca por una obra. Los estragos los sufrirá seguro, si bien por ahora no parece resentirse: un miércoles al tuntún está casi al completo.

En realidad, los inconvenientes de fuera no condicionan tanto. Tampoco es que a Nantes se venga a una velada a la luz de las velas. Más bien es una visita tan funcional como nutritiva y alegre. Directa y al pie, exenta de relato, desprovista de lujos pero con alma puesta en una lombarda con un toque al wok y manzana verde, una sopa castellana, una crema de champiñones o unas alubias pintas, por citar pases previos a estofados o pescados con arroz.

La cocina abierta centra la atención, aunque ya haya más de estas que cerradas. “Queríamos que se viese que la cocina no se ha perdido”, es la versión del chef y único socio de Nantes. Ahí es donde Álex y los suyos se mueven discretos –como su uniforme color terracota–, más el resto del equipo con Javi Bardera al frente de la sala y la dirección.

El local desprende estilo industrial, con cemento y chapa, un ladrillo para el peto de la cocina que recuerda a algunos lugares de moda, y un gran ventanal que favorece la sensación diáfana. Al entrar, pizarras con los vinos por copas –nos gusta ver generosos escritos a tiza– y el desglose del menú. Las mesas no se visten de largo, solo un mantel mínimo que abarca el plato. Nantes tiene su estética pero no tiene pinta de querer acumular stories entre los curritos y los profesionales del Matadero que forman parte de su clientela habitual.

Legumbres, marmitakos y bravas

Son ellos los que dan cuenta del menú del día por delante de la carta que sí se impone los fines de semana. Es cuando la gente acude buscando un lugar casi exótico fuera del centro, y cuando engorda el ticket medio (unos 40 euros), por debajo del de tantos otros restaurantes encarecidos. La fórmula del menú, mediodías de martes a viernes, es elegir entre 4 entrantes, 4 principales y 4 postres por 16,50 €, una bebida incluida.

Da para probar de todo si se repite varias veces por semana. “El menú siempre lo vimos como una declaración de intenciones”, añade el chef. “Es un buen embajador de la cocina tradicional, igual que la legumbre”.

La suerte quiso que nuestro día, el primero en anticipar equivocadamente el otoño, pidiera cuchara. Así que fue el de atreverse con las primeras lentejas de la temporada, acompañadas de un vino rancio como De Muller, que en lugar de soleras emplea damajuanas. Antes no se sacrificó un doble, lo de la caña en restaurantes ya no se estila, muy bien tirado. De segundo, ante nuestra indecisión, nos sacaron un marmitako bastante ligero pero ideal para nostálgicos incluso que añoran las patatas con carne de la casa familiar. Además de los guisos de cuchareo, incluyen platos comodines de huevos revueltos muy jugosos y pasta, véanse penne rigate a la crema de chorizo ahumado.

Probamos, solo para saciar ya la tentación, las bravas de boniato con salsa picante de caracoles y la oreja de cerdo crujiente. En las bravas, tenemos el picor sutil y nasal de la mezcla de salsa tradicional y del cilantro con la cayena. Pero no el poder crujiente que sí disfrutamos en la oreja, muy conseguida en su retorcimiento de snack, cocinada a baja temperatura durante más de nueve horas, frita al momento, presentada en su propio jugo reducido y con un justo toque cítrico algo asiático para refrescar.

De postre, yogur, fruta, helado y tarta casera, como mandan los cánones. Admiten cierta sobremesa a partir de un sorprendente catálogo de espirituosos, con predilección por rones de calidad, destilados de cercanía (ginebra Hellow de Madrid) o licores gallegos e italianos.

No hemos mencionado que la lista de vermuts es igual de extensa en comparación con la de vinos, demasiado escueta y limitada a una o dos etiquetas por región. En Rioja, por ejemplo, se citan La Montesa y Ramón Bilbao, las referencias más caras en una horquilla de precios que no supera los 30 euros, salvo en espumosos. Bebimos una copita de un Toro como Paraje Lencia, de Bodegas Sobreño, que no se pasa de pesado. Al menos, las copas de cristal son más finas que las de cualquier otro bar de menús.

Comida: 3/5

Carta de vinos: 2/5

Trato: 5/5

Ambiente: 3/5

Precio: 5/5