¿14 € por un 'brownie'? Por qué ha subido tanto el precio de los postres
La materia prima, la elaboración, el "efecto wow"... Recorremos Madrid y Barcelona para que los chefs nos cuenten el porqué de la subida de los precios de los postres
Hasta hace apenas una década, en muchos restaurantes de España los postres eran casi un trámite. Una tarta casera, un flan o un coulant de chocolate —ese icono de los 2000— costaban entre tres y cuatro euros, rara vez más de cinco. El postre era el final dulce y accesible de una comida, un complemento más que un plato pensado y valorado en sí mismo.
Hoy, sin embargo, en ciudades como Madrid o Barcelona es habitual encontrar postres a siete, nueve y hasta catorce euros en cartas de restaurantes de todo tipo, desde bistrós contemporáneos hasta casas de alta cocina donde ya se le conoce como "cocina dulce". La pregunta surge sola: ¿qué ha pasado para que en tan poco tiempo se multiplique el precio del dulce?
Ejemplos claros se ven en Madrid. El chef italiano Gianni Pinto sirve en Noi (Recoletos, 6) el tiramisú o la panna cotta de vainilla con melocotón, flor de saúco, cítricos y menta por 10 y 12 euros. En el nuevo restaurante de Ramón Freixa (Velázquez, 23), su babá —ese bizcocho empapado en ron— alcanza los 14 euros. Incluso en propuestas más casuales, como Fismuler, la tarta de queso se ofrece por 8 euros. En Barcelona ocurre lo mismo en locales como FIRE (Plaza de la Rosa dels Vents, 1), en el que se ofrece un huevo falso elaborado con esponjosa crema de vainilla y mango o la mousse ligera de palomitas de maíz, ambos por 9 euros; o en el Bar La Esquina (Bergara, 2) del chef Luis Cors, uno de los sitios de moda de la ciudad condal, cuya cheesecake o el pastelito de maria y Nutella cuestan 7 euros.
Según los chefs entrevistados, el motivo de este incremento de precios está en un cambio cultural. Durante años, el postre fue percibido como algo secundario frente al entrante o el principal. Pero la profesionalización de la pastelería de restaurante ha elevado el listón.
“El postre ya no es solo algo dulce, sino un ejercicio de creatividad, donde la técnica y la elaboración están al nivel de cualquier plato”, afirma la chef Lucía Grávalos del restaurante Desborre (Unión, 8), quien elabora un “Cromatismo Verde”, una mousse de espárrago triguero, helado de pepino, merengue seco de brócoli, brotes y polvo de guisantes, por 8,5 euros.
Otros lo achacan a la materia prima. El uso de chocolates “bean to bar”, frutos secos premium, frutas exóticas o lácteos artesanales encarece el coste base. Así como el tiempo y la técnica. Muchos de los postres actuales pueden implicar fermentaciones, texturas múltiples, trabajo con nitrógeno líquido o elaboraciones en capas. La mano de obra y el tiempo se disparan. “También ha jugado un papel importante la gran divulgación gastronómica que ha habido en estos últimos años, apreciando el trabajo que hay detrás de cada plato. El público cada vez es más consciente que la repostería es de las partes de la cocina que más trabajo y más dedicación puede requerir, así como de preparación y experiencia”, señala María Ángeles Antes, una de las propietarias de Atrapallada (Paseo de las Acacias, 12).
"Igual que con un plato de pescado o carne, el comensal paga la creatividad del chef, más allá de la técnica. Si el menú cuesta 80 euros, difícilmente el postre puede seguir costando tres euros", indica otro chef que prefiere mantenerse en el anonimato. Pero, ¿y los postres que consisten en una simple tarta de queso?
Tal vez influya también el propio mercado. Como señala Néstor López, chef y propietario del restaurante Fisgón (Edgar Neville, 39): “Queremos ofrecer una contención en los precios ya no solo de los postres sino de toda la carta, pero esto depende de cómo evolucione todo el sector en conjunto ya que cada vez es más difícil ser económicos”. López también acusa este aumento del coste en la falta de mano de obra de pasteleros, ya que “son los propios cocineros los que deben realizar los postres, asumiendo así más tiempo de preparación y elaboración”.
La paradoja del comensal
Lo cierto es que muchos clientes aceptan pagar 20 euros por un plato de pescado, pero se sorprenden si un postre supera los siete u ocho. Parte del fenómeno se explica porque el postre aún se percibe como un “extra” o una “gula”, y no como parte esencial de la experiencia gastronómica. Si hoy un postre de restaurante de gama media ya se sitúa en los siete euros, en alta cocina escala fácilmente a 12 o 15 euros, y la tendencia parece consolidarse. El debate será hasta dónde está dispuesto a pagar el cliente en locales más casuales, donde a veces la percepción de “precio desproporcionado” puede chocar con el ticket medio.
“El cliente paga siempre que perciba calidad y honestidad. Si le cobras nueve euros por un coulant industrial y mal servido, lo devolverá. En cambio, cuando el postre es artesanal, con guarniciones de nivel y una presentación cuidada, lo pagará encantado”, afirma Néstor López. En la misma línea, Grávalos advierte: “El comensal espera que el postre mantenga el nivel del resto de la comida; si no, es una decepción”.
Rodríguez aporta una visión más amplia: “La restauración española vive un proceso de crecimiento y transformación. En este contexto, el postre puede cobrar un papel más relevante, ya que es uno de los ámbitos con mayor margen de evolución. Ojalá los precios puedan mantenerse, para que salir a comer siga siendo accesible para todos. La restauración es parte de nuestra cultura: compartir un espacio con amigos y desconocidos, disfrutar de la mesa y de la convivencia. Lo importante es que siga siendo un hábito cotidiano y no se convierta en un lujo excepcional”, señala esperanzada.
En este escenario, el postre gana protagonismo. Ya no es solo “lo que viene al final”, sino un lenguaje propio dentro de la cocina. Con todo lo bueno —calidad, creatividad, identidad— y lo malo —precios al alza—, simboliza un cambio de época en la gastronomía española.
Hasta hace apenas una década, en muchos restaurantes de España los postres eran casi un trámite. Una tarta casera, un flan o un coulant de chocolate —ese icono de los 2000— costaban entre tres y cuatro euros, rara vez más de cinco. El postre era el final dulce y accesible de una comida, un complemento más que un plato pensado y valorado en sí mismo.