'Bibimbap' y bollos de judía roja: he comido en esta cafetería y es como viajar a Corea
Platos de verduras con huevo, bollos de judía roja y matcha con fresa: Vita+ es un restaurante familiar que trae un pedazo de Seúl al corazón de Madrid
Lo reconozco, caí ahí de rebote. Lo de meterme en una cafetería coreana a pasar la tarde no era mi plan ideal de viernes. Pero bueno, tenía sed y ya estaba en Argüelles. Desde fuera no me llamó mucho la atención. No es de ese tipo de lugares que te atrapan enseguida. Vi un cartel de "Vuelvo en un momento" y decidí asomarme al interior para ver qué pinta tenía. Pósits pegados en un espejo, fotos de grupos K-pop y un cartel lleno de bebidas frías. En eso se abrió una puerta al fondo, unos ojos sonrientes aparecieron y una coreana joven se acercó corriendo. “Perdona, siento el retraso. Pasa”.
Eché un ojo a los mostradores. Tartas con pintaza, un plato salado con aspecto anodino, una mesa llena de bollos de todas las formas y colores, y una gran selección de bebidas. Primer problema: ¿qué me pido? La gente con intolerancias y hambre de obrero me entenderá. Pues ahí estaba la dueña, Esther, para salvarme. Se sabía todos los ingredientes de las recetas. Normal: las elabora ella. Así que con muchísima paciencia —y un talento didáctico en cocina coreana que ya quisieran muchos profesores— me fue guiando. Arriesgué; para eso había entrado.
“Una bibimbap, un Matcha Talgi Latte y un bungeo-ppang de azuki, porfa”. En cristiano, y por orden: un plato de arroz con verduras salteadas, algas y huevo (12,95 €); un matcha con leche de avena y compota de fresa (4,95 €); y un bollito en forma de pez relleno de judía roja (3,25 €). Siendo sincera, opté por el único plato salado que ofrecían —vale, sí, también tenían Pan de salchichas (4,50 €), pero eso no llena. Me senté y esperé a que Esther preparara la comida. La cafetería se llenó de olor a huevo y a sésamo tostado. De fondo sonaban idols coreanos; no entendía ni papa, pero me metieron de lleno en el ambiente.
En pocos minutos, el plato humeante estaba frente a mí. Delicioso: simple, fresco y lleno de matices. Comprendí rápido el nombre. Bibim significa mezclar y bap, arroz. Vamos, que si no lo mezclas, no le sacas todo su sabor. Lo sirven con salsa picante y espesa, pero preferí pedirla aparte. La dueña insistió y me trajo soja —no concebía tomarlo sin aliño—, aunque apenas la probé. Mataba el sabor. “A secas, a secas”, le dije. Tengo una norma. Cuando los ingredientes son buenos y frescos, los quiero tal cual, sin disfraces. “En Corea cada familia tiene su propia receta. Unos le ponen carne, otros pescado y otros huevo, como nosotros”, me explicó Esther. Aviso para navegantes: si tienes el estómago sensible, el sésamo puede darte guerra. Aun así, merece la pena. Le da el toque asiático.
A estas alturas seguro que te preguntas: ¿y esta chica no tenía sed? Pues sí, demasiada. Y el Matcha Talgi Latte fue mi salvación. Fresquito, con hielo —tal vez demasiado, a riesgo de aguarlo—, compota de fresa y el punto justo de matcha para resultar delicioso. Soy una loca de este té verde japonés. Hace años me sabía a pasto; hoy es casi una obsesión. La leche de avena equilibraba el dulce de la fresa y el amargo del matcha. Yo estaba acostumbrada a que me lo sirvieran con la típica mermelada de fresa del súper, pero aquí se notaba a leguas que no era así. No pude resistir la curiosidad y se lo pregunté a Esther. Sonrió: “Es compota de fresas casera. Compramos la fruta en temporada, la congelamos y vamos tirando de ella todo el año. Así la calidad es siempre la misma". Me supo a gloria, y no por la sed. Aun así, guardé un poco para regar el postre.
Y, por fin, le hinqué el diente al bungeo-ppang de judía roja. La primera impresión es curiosa. Sabe a masa de gofre con fabada asturiana. Tiene una textura esponjosa, pero seca. Dulce, aunque con ese punto terroso de la legumbre. No es el típico postre que engancha a la primera, pero tiene encanto. Y, para qué negarlo, verlo servido en forma de pez lo hace todavía más apetecible.
Ya estaba a punto de salir rodando. De reojo vi cómo le entregaban a un nuevo comensal un helado. Me enteré —porque a cotilla no me gana nadie— de que se llamaba bingsu. Son típicos de Corea. Están hechos de hielo raspado con helado de judía roja, matcha, café, cheesecake con arándanos, mango, chocolate o lo que se le ocurra al chef. Son enormes, por eso recomiendan compartirlos. Como en los doramas, donde los protagonistas siempre aparcan los dramas frente a uno. Porque las penas, a solas, pesan más; y las alegrías, compartidas, menos. Me quedé con ganas de pedirlo. Otro día. Porque seguro volveré. Fui a pagar, pero antes quise dejar constancia de que El Confidencial había estado allí. Como Hemingway.
Y es que lo bonito y encima rico siempre conquista. En eso, los coreanos son maestros. Por eso todo lo suyo está de moda —apropiación cultural, lo llaman algunos en redes—. El juego del calamar o K-pop Demon Hunters son solo los últimos ejemplos que mueven millones en Netflix. A eso súmale el K-pop, que arrasa estadios enteros, y las rutinas K-beauty de skincare que prometen dejarte la cara como un melocotón. Sin olvidar citas patrias como la Japan Weekend —que más debería ser la Asian Weekend—, petada de “otakus” con pancartas de sus ídolos. Vamos, que lo coreano vende. Y mucho. Así que no extraña que también lo haga un café familiar escondido en Argüelles.
Nuestra valoración
Comida: 4/5
Trato: 5/5
Ambiente: 3/5
Precio: 5/5
Valoración: 4/5
Lo reconozco, caí ahí de rebote. Lo de meterme en una cafetería coreana a pasar la tarde no era mi plan ideal de viernes. Pero bueno, tenía sed y ya estaba en Argüelles. Desde fuera no me llamó mucho la atención. No es de ese tipo de lugares que te atrapan enseguida. Vi un cartel de "Vuelvo en un momento" y decidí asomarme al interior para ver qué pinta tenía. Pósits pegados en un espejo, fotos de grupos K-pop y un cartel lleno de bebidas frías. En eso se abrió una puerta al fondo, unos ojos sonrientes aparecieron y una coreana joven se acercó corriendo. “Perdona, siento el retraso. Pasa”.