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El fraude de la masa madre o por qué te están tomando el pelo con el precio del pan
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El fraude de la masa madre o por qué te están tomando el pelo con el precio del pan

Madrid vive la mayor estafa panadera de su historia. Tiendas que elevan los precios bajo la excusa del "fermento artesanal", pero que en realidad esconden 'marketing' barato y harina industrial

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El pan no tiene la arrogancia del vino ni la sensualidad del chocolate. En su humildad milenaria, se ofrece sin aspavientos. Lo amasa la abuela que perdió el hilo de los nombres pero no el de la receta. Lo hornea el panadero que se levanta antes de que amanezca. Lo reparte alguien que no ha desayunado, pero que lleva el desayuno entre las manos. Y lo parte un niño con las manos sucias, como si abriera un tesoro. Es ese alimento básico al que tienen acceso todos los mortales, que se reparte aunque falte, que se agradece aunque se dé por hecho. O por lo menos lo era hasta que llegaron las panaderías modernas.

Tradicionalmente considerado como un producto con un precio estable, los costes del pan han sufrido las subidas del salario mínimo, la inflación, el encarecimiento de la energía, el transporte, la harina (hasta un 70%), la levadura (más de un 60%) y la vuelta del IVA al 4% tras su reducción coyuntural. Un cóctel que ha obligado a ajustar márgenes.

Si uno pregunta a las panaderías, estas responden que es la masa madre. Ese fermento vivo, antiguo, ácido, elaborado con lactobacilos, que requiere paciencia, temperatura y cinco días de cuidados. También dicen que mejora el sabor, que dura más, que es más sano. Y puede que lo sea, pero la verdad es que muchas veces no lo usan. O lo usan como excusa. Porque una cosa es hacer pan con masa madre y otra muy distinta es decir que lo haces. La clave está en el etiquetado. Un pan es de masa madre solo si se indica en los ingredientes. Si lleva levadura comercial, no es masa madre; y si dice “masa madre inactiva” es solo sabor, no fermentación.

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La levadura industrial —la de toda la vida— no es peor. Solo es más rápida. Y la calidad del pan no la dicta el fermento, sino la harina. Si es blanca, refinada y vacía, engorda más que nutre. Si es integral y de grano completo, tiene fibra, tiene alma, tiene algo que ofrecer. Pero nadie habla de esto. Lo que venden es el mito. Es decir, un producto similar solo que con otro packaging.

En Madrid la competencia es feroz. Precios que oscilan entre lo ridículo y lo escandaloso. Y todo bajo la promesa de una fermentación milagrosa. En Levadura Madre, por ejemplo, una barra gallega ronda los 1,40 euros. Pero si decides comprar una hogaza, prepárate: oscilan entre los 4,45 y los 6,45 euros. En Santa Gloria la baguette asciende a 2,40 euros, y si te lanzas al pan de Payés, te costará 3,50 euros. Costes que deberían incluir una experiencia casi mística, pero que al final se trata de pan bien amasado y promesas vacías de fermentación ancestral.

Los supermercados, por su parte, se encuentran en las antípodas. En Ahorramás, una baguette se consigue por 57 céntimos y la hogaza candeal por 2 euros. En DIA, las cifras son aún más modestas: por apenas 53 céntimos puedes llevarte una baguette y por 99 céntimos una hogaza. ¿El problema? El sabor y la textura, que no son tan buenos.

Y en medio de estos dos universos paralelos se encuentran las panaderías de toda la vida. Porque si las cadenas venden ilusión, las tiendas de barrio venden realidad. Las primeras te cobran por un relato. Las segundas, por un oficio.

¿Masa madre? “Al día siguiente parece chicle”

Juan Ramos, vecino de Moratalaz, lleva más de setenta años comprando pan en el barrio. Lo dice con una sonrisa serena, mientras sostiene una barra envuelta en papel de estraza: “El pan de antes era otra cosa. Aguantaba más, sabía mejor. Hoy, pagas un dineral y al día siguiente parece chicle. No sé si será masa madre o no, pero desde luego no es el pan que yo recuerdo”.

"El pan de antes era otra cosa. Aguantaba más, sabía mejor"

Juan no se queja con amargura, sino con cariño por lo que fue y una pizca de resignación. “Yo sigo bajando a por él por costumbre, por hablar con el panadero, por sentir que no todo ha cambiado. Al final, lo que se vende no es pan, sino confianza". Y es que en realidad hoy, comprar pan es, en el fondo, un acto de resistencia.

Desde la Asociación de Consumidores y Usuarios FACUA, nos advierten de una tendencia generalizada en el mercado alimentario: las subidas de precios muchas veces no responden solo al aumento de los costes reales, sino también a decisiones especulativas. Y lo más preocupante, señalan, es que cuando bajan las materias primas, esas reducciones rara vez se trasladan al consumidor. "Las subidas se consolidan, aumentan los márgenes empresariales y quien acaba pagando más —incluso cuando ya no hay motivo — es el consumidor", afirman. "Lo hemos visto con el aceite de oliva y puede repetirse en cualquier producto esencial. También en el pan".

Si en el año 2000 consumíamos alrededor de 50 kilos de pan al año, hoy esa cifra apenas ronda los 27. Precios aparte, lo cierto es que cada vez más la sociedad moderna ha ido arrinconando a este alimento, relegándolo al rincón de lo prescindible. “Calorías vacías”, “picos de glucosa”, “carbohidratos refinados”, “inflamación intestinal”… Es el nuevo vocabulario del pan-shaming. Aunque algo de verdad hay, no todo el pan es veneno. Ni toda masa madre la salvación.

El pan no tiene la arrogancia del vino ni la sensualidad del chocolate. En su humildad milenaria, se ofrece sin aspavientos. Lo amasa la abuela que perdió el hilo de los nombres pero no el de la receta. Lo hornea el panadero que se levanta antes de que amanezca. Lo reparte alguien que no ha desayunado, pero que lleva el desayuno entre las manos. Y lo parte un niño con las manos sucias, como si abriera un tesoro. Es ese alimento básico al que tienen acceso todos los mortales, que se reparte aunque falte, que se agradece aunque se dé por hecho. O por lo menos lo era hasta que llegaron las panaderías modernas.

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