Hasta 1.000 € más al año en la cesta de la compra: España no es país para celíacos
Nuestro país se ha convertido en territorio hostil para los alérgicos e intolerantes autoinmunes al gluten. Sus tarjetas de crédito lloran cada vez que tienen que hacer la compra
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Me encuentro con una persona conocida que es celíaca. Tiene un problema. Mejor dicho, dos. El primero es su intestino delgado. No tolera el gluten. El segundo es su cartera. Su compra es muchísimo más cara que la mía. Sufre por eso, más de lo que quiere reconocer. Echamos cuentas y gasta cerca de 1.000 € más al año que yo en el supermercado. Intento encontrarle sentido, el otro día vi en las noticias que el IVA del pan común está al 4%. Se lo digo. “A veces me planteo no comer pan para que la Agencia Tributaria no me investigue”, me responde riendo. No lo pillo. Esa noche me manda una noticia: “La Agencia Tributaria de España ha anunciado que intensificará las investigaciones sobre personas físicas cuyo nivel de vida y signos externos de riqueza no se correspondan con las rentas y el patrimonio declarado”. Ahora lo entiendo.
Que el pan sea considerado un lujo para los celíacos me parece un chiste malo. Es la base de la pirámide alimenticia, debido a su importancia nutricional. Los posh dicen que engorda. Que ahora se lleva el Plato Harvard. Que si no es integral, ocupa más del 25% del plato o no lo acompañas con proteínas y grasas saludables, es cosa de gochos. Pero el pan ha sido un alimento básico durante siglos y en épocas de escasez su racionamiento era común -por algo será-. En la posguerra española, el régimen franquista impuso una cartilla de racionamiento debido a la crisis económica. Pan, azúcar, aceite. Lo básico. Y cuando aprieta el hambre, el pan es lo primero. ¿Qué come un obrero de la construcción o un niño al salir del cole? Un buen bocata. Y a los celíacos también les apetece. No es un capricho, aunque por el precio lo parezca.
También me cuenta otra cosa. Cada vez que quiere comprar pan o pasta, tiene que coger el coche. En el súper de debajo de su casa o en el bazar hay tres cosas contadas sin gluten. “Encima tengo que gastar gasolina”. Hago cuentas. Me duele. Menuda extirpación de riñón la de Hacienda. Con esto no se podrá ir de vacaciones. Y es cierto. Bueno, sumado al hecho de que en casi ningún restaurante hay comida adaptada. Pero eso es una batalla para otro día.
La sangrante lista de la compra
Miro su lista de la compra. Pan, pasta, leche, huevos, alguna que otra verdura y fruta de temporada. La baguette sin gluten cuesta 2,03 €. La mía 0,57 €. “Será que Mercadona ha subido los precios”, comento. “No”, me dice. “En Carrefour, 2,05 €. En Alcampo, 2,00 €. Y ya si te vas a panaderías especializadas, flipas. En Leon the Baker, 3,95 €”. Un atraco a mano armada. Mi abuelo decía que cualquier barra de pan que pase de 0,60 € es un timo. Abro ChatGPT para buscar la razón del sobreprecio. “Resúmelo en una frase”. Me responde: “Ingredientes caros. Procesos complejos. Producción en menor escala. Certificaciones estrictas”. Vamos, que la rebaja del 4% del IVA apenas reduce unos céntimos. Una salvajada.
¿Realmente son conscientes de que el pan es un alimento básico, uno de los más antiguos de la humanidad? En la universidad me contaron que su origen se remonta al Neolítico, alrededor del 12.000 a.C. Que hace más de 14.000 años ya se molían cereales para hacer pan, y que en pleno 2025 sigue siendo un producto de lujo para algunos. Avances de la humanidad.
Mi abuelo decía que cualquier barra de pan que pase de 0,60 € es un timo
Me dice que a veces fantasea con la idea de no ser celíaca. “Es como una condena de por vida -suelta-, pero sin derecho a apelación”. Ya no es solo el dolor de tripa, es que le sale caro serlo. Cuando tiene que salir a comer fuera con amigos, o lleva tupper o se resigna a pagar tres veces más por un plato que, en muchos casos, es lo mismo pero sin pan o con una pasta más insípida que el cartón. “Y eso cuando tienen opciones. Que la mayoría de los bares no saben ni qué es el gluten”. Hace una pausa. “Aunque es peor cuando creen que lo saben. Una vez me dijeron que el pan de espelta era seguro para celíacos”. Me llevo las manos a la cabeza.
Porque claro, ser celíaco no es una moda, no es una decisión. No es el que deja el gluten porque ha leído en una revista que hincha. No es un capricho como pedir leche de avena porque ahora es más cool que la de vaca. Es que si lo comes, te destroza por dentro. Literalmente. Se te atrofian las vellosidades del intestino y deja de absorber nutrientes. Pérdida de peso, anemia, fatiga, problemas digestivos. Un infierno.
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Y mientras tanto, las marcas siguen vendiendo la milonga de que el sin gluten es gourmet. Que es especial. Y sí, especial es. Especialmente caro. Me meto en la web de Sana Locura. Bagels veganos sin gluten por 3,10 €. Cookies clásicas sin gluten por 3,60 €. Un paquete de galletas, casi lo mismo que una comida de menú del día. Hago el cálculo mental: si el sobrecoste del sin gluten fuera un impuesto, ya habría pedido un crédito.
Le pregunto si ha pensado en comprar online. Me dice que sí, pero que tampoco es la panacea. Hay más variedad, pero los gastos de envío encarecen aún más la cuenta. Que si quieres algo sin gluten que no sea de supermercado, tienes que pagar el doble o el triple. O vivir en una ciudad grande y tener suerte. “En el pueblo de mis padres, olvídate. Si quieres pan sin gluten, o te lo haces tú o te esperas a que alguien vaya a la ciudad”. Le pregunto si ha intentado hacerlo en casa. “Sí, claro. Es un experimento cada vez. A veces sale bien. A veces hago cemento comestible”.
Y luego está la factura emocional. Porque al final, comer es más que alimentarse. Es cultura, es convivencia, es pertenencia. Es poder sentarte en una mesa sin tener que explicar tu trastorno autoinmune cada vez que pides un plato. Es no sentirte un bicho raro. “A veces me da vergüenza salir a cenar con gente nueva”, confiesa. “No quiero ser la persona que tiene que preguntar mil cosas, que tiene que rechazar lo que le ofrecen, que tiene que justificarse”.
Miro otra vez la diferencia de precio entre su compra y la mía. Pienso en lo absurdo que es que en un país donde el pan es cultura, tradición y base de la alimentación, haya quienes no puedan permitírselo porque su organismo no lo tolera y las opciones que tienen son prohibitivas. Que la única opción asequible sea renunciar a él. No es país para celíacos. Ni para mileuristas. Ni para nadie que no pueda permitirse pagar un impuesto invisible por tener un sistema inmunológico con demasiadas manías.
Me encuentro con una persona conocida que es celíaca. Tiene un problema. Mejor dicho, dos. El primero es su intestino delgado. No tolera el gluten. El segundo es su cartera. Su compra es muchísimo más cara que la mía. Sufre por eso, más de lo que quiere reconocer. Echamos cuentas y gasta cerca de 1.000 € más al año que yo en el supermercado. Intento encontrarle sentido, el otro día vi en las noticias que el IVA del pan común está al 4%. Se lo digo. “A veces me planteo no comer pan para que la Agencia Tributaria no me investigue”, me responde riendo. No lo pillo. Esa noche me manda una noticia: “La Agencia Tributaria de España ha anunciado que intensificará las investigaciones sobre personas físicas cuyo nivel de vida y signos externos de riqueza no se correspondan con las rentas y el patrimonio declarado”. Ahora lo entiendo.