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En el cuarto aniversario del fin de ETA
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Eduardo Madina

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En el cuarto aniversario del fin de ETA

El País Vasco es un lugar distinto. Lo es, en primer lugar, para todos esos vascos que vivieron durante décadas amenazados, con renuncias y precios altísimos, pagados por huir de la indiferencia

Foto: Fotografçia de archivo de una manifestación convocada por la coordinadora Gesto por la Paz. (EFE)
Fotografçia de archivo de una manifestación convocada por la coordinadora Gesto por la Paz. (EFE)

Se cumplen cuatro años del anuncio por parte de ETA de cese definitivo de la actividad terrrorista. Fueron 52 años de vida de una organización que nació en plena dictadura franquista, que asesinó a más de 800 personas y que dejó miles y miles de personas heridas y afectadas de diversas formas.

ETA fue una organización terrorista con pretensiones totalitarias. Tenía su propia visión particular de lo que debía ser Euskadi, y pretendió elevar esa visión particular a categoría de total mediante el asesinato de todos aquellos que consideró que no tenían sitio en esa especie de anticiudad que ETA soñó.

Durante décadas se llevó mucho de lo mejor que teníamos, hombres y mujeres, de distintas procedencias y visiones vitales, con formas de vida distintas y plurales. Vidas humanas, únicas, irremplazables. Muchas de ellas con nombres muy conocidos, otras muchas con nombres ya casi olvidados.

Se llevó, además, la dignidad de miles de vascos, los que callaron, los que ante los asesinatos nunca sintieron nada, los que nada hicieron salvo mirar para otro lado.

En ese “silencio cómplice de las buenas personas”, ETA encontró el campo abierto para su continuidad en el tiempo, quizá no tan importante como el apoyo social que tuvo pero fundamental para su instalación entre nosotros como una organización tan arraigada como temida.

Tras el lento despertar de la sociedad vasca, el recorrido a lo largo de 35 años de democracia convirtió a esta en un enorme proceso de paz. Los pasos, lentos pero sólidos, fueron colocando a la organización terrorista contra las cuerdas, y desde la caída en 1992 de la cúpula de ETA en la localidad francesa de Bidart hasta su anuncio de cese definitivo, ETA entró en un declive constante con cada vez mayores muestras de debilidad. El 20 de octubre del año 2011, los terroristas anunciaron su derrota y su final.

Y desde entonces, el País Vasco es un lugar distinto. Lo es, en primer lugar, para todos esos vascos que vivieron durante décadas amenazados, escoltados, con renuncias y precios altísimos pagados por huir de la indiferencia.

Pero en el fondo, lo es para todos de una u otra manera.

Euskadi es hoy una sociedad en paz y en libertad. Con pluralidad de voces y de sentimientos identitarios vividos por fin en libertad.

Y aunque la sociedad vasca tiene por delante enormes retos colectivos, está en condiciones sólidas de afrontarlos.

El primero de ellos está en asegurar la convivencia. Que seamos capaces de aceptar que tenemos formas distintas de entender la vida, formas dispares de entender qué es Euskadi y en qué consiste ser vasco, formas a veces diametralmente opuestas de interpretar el futuro de nuestro país, pero que todo ello solo puede ser discutido desde el respeto a nuestra pluralidad y desde nuestra necesidad de memoria.

Para ello, Euskadi quizá deba protegerse de sí misma. Desde la consciencia de su propia historia de sangre, evitar el olvido, blindar sus recuerdos y sus hechos vividos, asegurarse a sí misma que nunca más volverá a producir dentro de sí la posibilidad de repetir una tentativa totalitaria de asesinatos y extorsión.

Debe hacerlo en las tribunas públicas y en los consensos políticos, en las aulas de los colegios y las escuelas, en su historiografía y sus homenajes, en sus días señalados y en el paisaje de sus ciudades y pueblos, en su Estatuto de Autonomía y en las leyes que ordenen su convivencia.

Debe hacerlo apelando a su plena sinceridad. En Euskadi hubo un tiempo en el que una determinada interpretación de lo vasco era más importante que los propios vascos, un tiempo duro como el plomo que dejó por el camino las costuras abiertas de una sociedad deshumanizada, que terminó convertida en una enorme factoría de muerte y de miedo, de indiferencia y de tristeza.

Hay, entre nosotros, una historia de la indiferencia que está por escribir. Y por ser contada. Y hay otra del miedo, y otra del silencio. Como la hay de la valentía y de la dignidad. Hay una historia que va desde el “algo habrá hecho” hasta las grandes manifestaciones que recorrieron las calles de Euskadi en los últimos años de ETA. Hay la narrativa de una victoria lenta contra el terrorismo que se anunció ante nuestros ojos el 20 de octubre de 2011.

¿Qué capacidad tendrán las fuerzas políticas de consensuar principios de convivencia básicos para nuestro futuro? ¿Cómo les contaremos a nuestros hijos todo lo que vivimos? ¿Cómo nos contarán ellos a nosotros todo lo que nos pasó?

¿Cuál será el aprendizaje principal de todos estos años y nuestro legado colectivo para las próximas generaciones de vascos?

A la hora de nuestra verdad más dura y más dolorosa, quizá tan solo tengamos eso: una patria de valores como elemento común para una Euskadi de futuro

He vuelto a visitar, de nuevo en estos días de recuerdo, a Imanol Zubero, un sociólogo vasco, admirado y querido, que en junio de 2004 escribía así en las páginas de 'El País': “En octubre de 1986 comenzó a definirse en Euskadi un espacio de tiempo que, con el paso de los años, llegó a constituir la verdadera patria de muchas personas. Una patria a la vez interior y exterior a la patria física y política. Una patria elegida. No creo generalizar abusivamente una experiencia personal si digo que el asesinato de María Dolores González Cataráin fue fundamental para la definición de una época que, a la larga, nos dotó de unos rasgos comunes mucho más definitorios y consistentes que el año o el lugar de nacimiento de cada cual. Las iniciativas de condena de ese asesinato, comenzando por el homenaje celebrado en Ordizia el 18 de octubre, en el que la voz de Imanol llenó la plaza del mercado (sus columnas diseñaban, aquella noche lluviosa en un pueblo de ventanas cerradas, un extraño templo), continuando con la impactante campaña Contra el silencio de la Asociación pro Derechos Humanos, los manifiestos de artistas e intelectuales o de exmiembros de ETA, el surgimiento de la Coordinadora Gesto por la Paz y de la Asociación por la Paz de Euskalerria ("Ha comenzado en Euskadi una nueva lucha antifascista", escribió Juan María Bandrés en 'El País' el 28-10-86), fueron aquellos sectores en los que el bien tuvo su morada en una época de horror y de vergüenza”.

Hoy, algunos años después, cumplimos cuatro años sabiendo que finalmente aquellos sectores en los que el bien tuvo su morada fueron los que ganaron.

Ojalá consigamos que despierte en la sociedad vasca la consciencia de que tuvo dentro de sí esa lucha antifascista a la que debe su libertad y a la que debe rendir tributo.

Ojalá no olvidemos nunca que en Euskadi hemos vivido y hemos muerto envueltos en demasiado horror y demasiada vergüenza.

Ojalá seamos lo suficientemente sinceros como para saber que, tras 50 años de sangre, no tenemos muchos legados dignos que ofrecer a las próximas generaciones de vascos. A la hora de la verdad, de nuestra verdad más dura y más dolorosa, quizá tan solo tengamos eso: una patria de valores como elemento común para una Euskadi de futuro.

Se cumplen cuatro años del anuncio por parte de ETA de cese definitivo de la actividad terrrorista. Fueron 52 años de vida de una organización que nació en plena dictadura franquista, que asesinó a más de 800 personas y que dejó miles y miles de personas heridas y afectadas de diversas formas.