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Calle Ferraz: una cicatriz de Madrid que nunca se cierra
La sede del PSOE transforma y trastorna la vida de un barrio conservador sobresaltado por los socialistas sin fe y los patrioteros fanáticos, todo ello bajo medidas policiales extremas y atrincheramiento sanchista
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Madrid no tiene playa, pero tiene Ferraz. Y Ferraz no tiene olas, pero sí marejadas irresistibles. Es un paseo marítimo del resentimiento. Un bulevar truncado donde el PSOE sale a manifestarse contra el PSOE, donde los antidisturbios protegen la sede de quienes mandan a los antidisturbios, donde Pedro Sánchez ejerce de víctima y de verdugo. No hay contradicción: hay socialismo.
Se diría que Ferraz no es una sede, sino un síntoma. Una inflamación crónica del partido que se autodevora en nombre de la unidad. Por eso, cada vez que Sánchez sube en el ascensor de la calle Ferraz, alguien baja en espiral por las escaleras. A veces es un ministro, a veces una idea. La historia del socialismo español cabe en esa imagen: subir sin saber por qué y bajar sin saber cómo.
Lo que desconcierta —o quizás lo que entretiene— es el punto kitsch de todo el ritual. Ferraz es el único sitio de España donde un señor con camiseta del Che puede abrazarse a una señora con laca azul para maldecir a un presidente socialista. No hay ideología, hay un clima emocional. Y ese clima es el del despecho. El de los militantes que votaron un comité federal y se encontraron con Puigdemont en el BOE. El de los que cantaban “No es no” y terminaron cantando “SÍ es sí”, sin cambiar de letra, pero sí de sentido.
Dicen que no hay nada más español que una guerra civil. Pues bien: Ferraz es una guerra civil estilizada. Un campo de batalla con banderas del puño y la rosa frente a los patriotas que entonan el rosario y avientan al aguilucho. Un callejón sin salida donde el único que sonríe es el propio Sánchez, convencido de que cuanto más ruido hay en la calle, más autoridad tiene en el despacho.
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Y así, cada noche, la calle Ferraz se convierte en un espejo grotesco donde se refleja no solo el PSOE, sino el país entero No se sabe ya si se defiende desde dentro o si se asedia desde fuera. Si se custodia como una reliquia o si se blinda como una comisaría. Los policías nacionales vigilan las puertas del socialismo como si fuera un banco. O una embajada. Y los manifestantes que protestan en sus aceras son los propios y son los otros.
Se congrega una fauna que parece salida de una novela de Cela. Hay nostálgicos, indignados, neonostálgicos, militares jubilados, curas desobedientes, hijos de expolicías, madres de mártires imaginarios y un contingente de influencers patrióticos que retransmiten la “resistencia” con más filtros que convicciones. Se reza, se grita, se canta el “Que te vote Txapote” como si fuera un villancico patriótico. Y se agita la bandera bicolor como si pudiera expulsar los demonios.
Ferraz es también una contradicción con farolas. Se asoma a Pintor Rosales, como si quisiera pedirle consejo al horizonte. Como si necesitara aire después de tanto pasillo cerrado, de tanto comité federal convertido en sainete. La sede no es de mármol ni de granito: está hecha con la argamasa del desconcierto. Un edificio donde se respira miedo. No el miedo a la derecha, ni a la ultraderecha, sino el miedo al espejo.
Ferraz no es ya una calle. Es un organismo autónomo. Una burbuja de tensión permanente, como un músculo que nunca se relaja. El resto de la ciudad sigue su vida —conciertos, terrazas, rebajas de verano antes del verano mismo— mientras a escasos metros se debate el concepto mismo de convivencia. Madrid es así: puede convivir con su esquizofrenia sin despeinarse.
Madrid no tiene playa, pero tiene Ferraz. Y Ferraz no tiene olas, pero sí marejadas irresistibles. Es un paseo marítimo del resentimiento. Un bulevar truncado donde el PSOE sale a manifestarse contra el PSOE, donde los antidisturbios protegen la sede de quienes mandan a los antidisturbios, donde Pedro Sánchez ejerce de víctima y de verdugo. No hay contradicción: hay socialismo.