Toros en la Feria de San Isidro | Enhorabuena, Victorino
Corrida homenaje in memorian de Victorino Martín
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Lleno de no hay billetes. Gran homenaje rendido por la empresa y la afición llenando hasta el no hay billetes la corrida homenaje al gran ganadero de Galapagar que encontró en su hijo un más que digno sucesor. Lucían en las bocanas de los tendidos murales con la foto de Victorino padre y con el hierro sobre los colores de la divisa de la ganadería en un homenaje, que yo conozca, sin precedentes en esta plaza.
Seis toros de Victorino Martín, de entre 523 y 593 kilos. Impecablemente presentados, en el tipo de la ganadería, ni gordos, ni altos en exceso, largos, cárdenos en sus diferentes tonalidades y todos con impresionantes arboladuras. Íntegros, astifinos, serios y con embestidas complicadas, pidiendo el carnet a los toreros, exigiendo entrega a la vez que técnica y habilidad. Toda la corrida también muy pareja de comportamiento. Por abajo el lote de Ureña y por arriba sin duda el quinto toro que embistió con ese temple humillado que caracteriza la singularidad de esta afamada e importantísima ganadería. El sexto, Milhijas, un toro con todo lo mejor de la ganadería. Vibración, emoción, peligro a la vez que nobleza, humillado, con temple, pero sin permitir un error. Se le dio una gloriosa y merecidísima vuelta al ruedo
-Paco Ureña, de salmón y oro, silencio y silencio.
-Emilio de Justo, de blanco y oro, silencio y oreja tras unánime petición
-Borja Jimenez, de caña y oro, silencio y dos orejas tras atronadora petición.
Gran tarde de banderilleros ante toros con gran dificultad en los primeros tercios y especialmente complicados en banderillas.
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Puede que sea el primer enfado que recuerdo con mi padre. Nueve de junio de 1975. Hace exactamente cincuenta años. No lo recuerdo por rencoroso, quiero creer, pero puedo reseñarles hasta la hora. Las cuatro de la tarde de aquel inolvidable sábado. El día empezó temprano, a la hora en que el sol invadía el rincón de aquella nave en Pioz donde acertaron a desparramar unos colchones. Simulaba aquella parcela, toda por construir, el palacio que nuestra humilde economía se reclamaba. Arrancamos con tostadas y colacao, la energía necesaria para acometer con fortaleza las tareas asignadas a la chiquillería esa mañana. Creo recordar que andábamos liados en pintar de añil los postes de nuestra valla.
Ese día trabajamos, como siempre, con entrega y responsabilidad. La adquirida a la sombra de ese monumento a la ética del trabajo que es mi padre. Me atreví a media mañana a poner una condición. Tendríamos que terminar a las tres y media de la tarde porque me esperaban en el cubil mis compañeros de manada. Cuando manada aún se podía decir para definir a los más pequeños de los boys scouts. Mi padre me prometió el cumplimiento del horario asi que cumplí sin problema, más ilusionado todavía que de costumbre, mi precoz horario de trabajo de los sábados.
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Salimos con tiempo de la parcela y mi sonrisa correspondía a la comprensión de mi padre. Nos desviamos a la plaza de Pioz tras la propuesta de aperitivo rápido y llegada puntual al local de Salesianos en Guadalajara que recuerdo como si lo estuviera viendo ahora. A la segunda caña mi talante empezó a acusar la tranquilidad de mi progenitor para su puesta en marcha. Resulta que estaban televisando, en diferido, la corrida del siglo. Un acontecimiento de la semana anterior que alcanzó tal grado de paroxismo en los tendidos de la plaza de toros de las ventas, y en los televidentes que la siguieron en directo, que RTVE decidió repetirla en horario de máxima audiencia de aquellos años. Tras el telediario del mediodía de los sábados.
A las cinco de la tarde hubiera cometido el parricidio, consciente de forma plena de que aquella tarde no cumpliría mi promesa de acudir con mis amigos a aquellas reuniones semanales que tanto y tan bueno aportaron a mi yo de los siguientes años. Mi padre se enganchó a la retrasmisión con el atractivo añadido de que toreaba su paisano, único torero famoso de soria que yo conozca, Jose Luis Palomar. Completaban el cartel un pletórico Francisco Ruiz Miguel y un inolvidable Luis Francisco Esplá. La anécdota, si viene al cuento, es porque ese día se lidiaron seis impresionantes toros del paleto de Galapagar.
Ese mote le pusieron. No se puede ser más malvado. Menos mal que el intuitivo e incansable ganadero, enamorado no se cómo del encaste Albaserrada salvó una punta de vacas condenadas al matadero que hubieran acabado con el linaje al que hoy se homenajea. Aquel que hizo incumplir hace ya cincuenta años su palabra a mi desobediente chófer y no obstante padre.
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Triunfó Victorino con unos toros que nunca tuvieron parangón. Por su viveza de ojos, por sus pitones con vuelta, por ese hocico de rata. Por ese embestir templado que simula el pararse a cada centímetro que avanzan haciendo aún más valorable el torearles despacio. Esos cárdenos de frente fosca, de flequillo y de tez rizada. Con esa testuz, no muy alta, que deja verles de frente la penca del rabo que recupera su altura tras un lomo hecho un poquito cuesta abajo.
Embisten de otra manera los toros de Victorino. Ya lo hicieron aquella tarde en la que para enfatizar mi cabreo apenas presté atención a la pantalla. Salieron los tres matadores a hombros de media plaza. Y también lo hizo el ganadero. El paleto que fue sabio ligando a vacas con toros. En aquella finca Monteviejo, término de Moraleja, en la infranqueable Sierra de Gata. En la tapia que más miedo hemos pasado los tapias. Los intentos de torero que llegábamos a dedo o andando mañanas de frío intenso a robarle muletazos a una utrera gorda como un novillo, astifina, ofensiva y resabiada después de que el matador de turno se entrenara y acabara buscándole los costados para rematar su faena. Miedo perfectamente asimilable al de cualquier novillada. Ocho kilómetros de carril, el hospital a distancia del desangre, aumentaban los temores, confirmaban la locura de querer darles dos tandas.
Menos mal que Victorino al final de esa pesadilla tan deseada que eran los tentaderos de febrero a cero grados, hacía una comida de puchero en su nave congelada y desangelada. Una mesa para matadores, banderilleros y acompañantes. Y otra respetuosa, generosa y nada habitual entre ganaderos de postín a los que llamaban señoritos que es mucho peor que paleto, repleta de todos los maletillas que por algún tipo de enchufe nos enterábamos de la celebración de aquellas jornadas.
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Hoy se ha cerrado un círculo de mi afición. Cincuenta años de traslación. Una vuelta completa de vida alrededor del sol de mi afición. Y no puedo estar más feliz rememorando los tiempos en los que descubrí que los toros de Victorino embestían de otra forma. A su manera. Esa que llena de cornadas y de contratos. Y que hoy, en el programado homenaje, Milhijas, el sexto toro, decidió exacerbar con su bravura y nobleza. Toro de vuelta al ruedo y dos orejas. Y por ese orden. Que si no se pone delante un tipo Borja Jimenez, el toro de Victorino se puede ir de este mundo sin un muletazo limpio.
Faena de emoción y entrega de ambos que recoge el premio ronco del olé de verdad que ruge en las ventas. Olés de atronar, de admirar, de comprender la diferencia de ver a estos bellos animales poniendo al hombre a prueba. Ese morro por el suelo, ese llegar al final, ese saber que pasan sabiendo lo que se dejan atrás, genera las emociones que vivimos en la plaza en el cierre de esta feria, la mejor de muchas fechas.
Miré con desdén la televisión el día de mi cabreo pero recuerdo los oles sonando en el televisor. A Esplá poniendo su corbatín en el pitón de su toro. La gente gritando en el bar sin sujetar la emoción sabiendo incluso lo que ya había pasado.
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Ese temblor que te mandan los toros de Victorino se ha vivido hoy en las Ventas. En la vuelta al ruedo del toro y en la salida a hombros de este profesional sin pega que alcanza su tercera puerta grande y el total reconocimiento.
Podría haber recordado decenas de tardes de magnificos toros, incluyendo aquel en el que curro Vazquez le cortó dos orejas aquella feria de otoño y que me hizo llorar como un niño en el tendido incapaz de sujetar mis emociones. Pero es que hace cincuenta años de aquel incomprensible primer cabreo con mi padre, y se me ha cerrado un círculo. Enhorabuena y gracias, mi estimado Victorino.