Andrés Trapiello: “En Madrid, hasta lo feo acaba siendo bonito”
Una conversación con el autor sobre la ciudad que lo hizo escritor, los paseos que lo acompañan desde hace décadas, y la memoria de un Madrid desordenado, hospitalario y cada vez más irreconocible
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Andrés Trapiello, leonés de nacimiento y madrileño por elección desde 1975, es uno de esos escritores que ha hecho de la capital su patria literaria. Poeta, novelista, ensayista y diarista infatigable, ha tejido una obra monumental que mezcla memoria, historia y observación cotidiana. Sus diarios, Salón de pasos perdidos, con más de veinte volúmenes, son una crónica íntima y lúcida de la vida cultural y personal en España. Ahora es más fácil acceder a ellos gracias a Fractal (2024), una deliciosa antología de los grandes éxitos que componen la serie. En títulos como Madrid (2020) y Me piden que regrese (2024), Trapiello no solo retrata la ciudad, sino que la vive, la pasea y piensa en torno a ella, convirtiéndola en personaje y escenario de sus reflexiones.
La entrevista transcurre en su casa, un espacio que refleja su mundo interior: estanterías repletas, cuadros que dialogan entre sí y un sofá blanco, amplio y mullido, que invita a la conversación sin prisas. Trapiello, relajado y con esa mezcla de ironía y sabiduría que le caracteriza, habla de su llegada a Madrid, de sus paseos, de sus libros y de esa ciudad que, como él mismo dice, acoge sin preguntar.
PREGUNTA. ¿Paseas mucho?
RESPUESTA. Antes paseaba más. Ahora menos, no porque me cueste, me encanta pasear. Pero tengo más trabajo, supongo. Antes, casi todas las tardes me tiraba horas por ahí.
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P. ¿Cuándo llegaste por primera vez a Madrid?
R. Yo llegué en dos vuelcos. El primero fue en 1971, en circunstancias difíciles: mi padre nos echó de casa a mi hermano Pedro y a mí. Y yo venía, sobre todo, por una chica. Era mi prima, mayor que yo. Yo tenía 17, ella 22. Era el amor de mi vida. Mi hermano se volvió al mes. Yo me quedé.
P. ¿Cómo era Madrid entonces?
R. Hostil. Y además se mezcló con el fracaso amoroso. No estaba desencantado, pero aquello no tenía recorrido. La ciudad me imponía: era la prueba de que no tenía nada. Ni dinero, ni sitio fijo para dormir. Y a veces ni para comer. No lo digo para dar pena: con salud, el hambre es pasajero. Madrid era tan inestable y precaria como yo. Pero en esos cinco o seis meses, conocí bastante bien la ciudad.
P. ¿Por dónde te movías?
R. Vivía en Carabanchel Alto, pero bajaba al centro a trabajar, entre comillas.
P. Carabanchel entonces era casi otro pueblo, ¿no?
R. Sí. Viví en dos casas, las dos daban al campo. Había casitas de labranza, rebaños pastando. La vida era de pueblo. Mucha gente venía de Extremadura, de Andalucía. Transportaban su pueblo a Madrid. Madrid era una extensión del agro.
P. ¿Y el centro?
P. Vendía libros por la calle. Cafeterías, pisos, terrazas. Si me dejaban entrar los porteros, claro. Pero sobre todo terrazas. Era buen tiempo.
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P. ¿Gran Vía? ¿Serrano?
R. Sí, mis dos caladeros. La venta ambulante de libros no era habitual y la gente era receptiva. Yo iba con mi carpetita de catálogos. Me escuchaban con curiosidad. A veces me invitaban a sentarme, a una cerveza. No era raro que pidieran 5, 6, 10 libros. No me pagaban a mí, yo llevaba los datos a la editorial, que estaba por Argüelles. Ellos enviaban los libros, y me daban mi comisión. Eran pedidos firmes, no para quitarte de en medio.
P. ¿Cómo era ese ambiente de Serrano en los años setenta?
R. Había tiendas más cercanas. Mantequerías, creo que eran las leonesas. Los pequeños suizos. Tiendas de castellanos. También estaba Diana, un lugar suntuoso para cazadores. Y bares pequeños donde los del barrio tomaban sus aperitivos. Lo recuerdo porque lo viví, aunque solo fueran unos meses.
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P. ¿Y los madrileños de entonces? ¿Eran distintos?
R. Venía mucha gente de fuera. Ahora también, pero entonces todo era más inocente. El mundo ha cambiado. Está más maliciado. Entonces te podías acercar a alguien, y si le pillabas de paso, te llevaba caminando hasta el sitio. No recelaban. No había visto tanta pillería el mundo aún.
P. ¿Y eso era algo de Madrid, o se vivía en general?
R. Madrid, en aquel momento, estaba más desocupada de ciertas cosas. Apenas había mendigos ni pequeños rateros. Alguna gitana que pedía, un vagabundo... pero muy poco. Y eso hacía que la ciudad fuese más confiada. No tenías la sensación de que te fueran a dar el golpe por la calle. Hoy en día, alguien te pregunta algo y ya piensas que es una distracción, que te van a levantar la cartera.
P. ¿Eso también marca el carácter de Madrid?
R. Claro. Madrid es una ciudad que suma. Aquí todo el mundo viene ya llorado, de su terruño, porque quiere algo más. Nadie te pregunta por qué vienes. Se da por hecho que vienes como todos: a buscarte la vida. Y eso une mucho. Le da a esta ciudad algo muy especial.
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P. ¿Qué hace especial a Madrid?
R. Que nadie pregunta por qué has venido. Se da por hecho que todos venimos por lo mismo: porque nuestra tierra se nos quedó estrecha. Eso crea una comunidad muy peculiar. El otro día, en una charla con Jonás Trueba y Rafael Moneo, dijo Rafael una cosa muy bonita: que Madrid es una ciudad humilde. Y es cierto. El madrileño no se da importancia. Puede parecer altivo, chulapo, pero no es verdad. Tiene más desparpajo porque aquí hay que espabilarse más. La vida va más deprisa, eso sí. Pero en general, no hay soberbia.
P. ¿Y en cuanto a la noche? ¿Salías?
R. Nunca he sido muy nocturno. En los años previos al cambio político, la noche madrileña estaba concentrada en cuatro sitios: Gran Vía, la Cuesta de las Perdices, Costa Fleming... Lugares de señoritos algo calaveras. Pero con la muerte de Franco, la ciudad se apaciguó. Se vaciaba por las noches. Durante cinco o seis años, fue una ciudad muy tranquila. La gente estaba expectante, muy recogida. Eso sí, se comía y se cenaba muy bien y muy barato. Había muchos sitios. Y al mismo tiempo, como no había delincuencia apenas, podías andar tranquilo.
P. ¿Y por dónde te movías en esos años?
R. Muy al principio conocí a Miriam [Moreno, su mujer], a [Juan Manuel] Bonet, a los de La Movida, [Guillermo] Pérez Villalta, la galería Buades… Todo un pequeño cogollo. Miriam cantó en Agua Viva, luego en Radio Futura, de donde la echaron porque querían una imagen gay. Después, con la novia de Juan Manuel, formaron Las Chinas. Era un grupo donde se mezclaba el rock, la pintura de vanguardia y la literatura moderna. Un grupo muy reducido. Nos movíamos por la trasera de Telefónica, calle del Carmen, Peligros... Ese núcleo.
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Tengo una novela que se llama La malandanza (1996) donde hablo de ese mundo. Era muy grato. Andabas con confianza. El ambiente era muy acogedor. Se vivía con poco dinero, pero se vivía bien. Y sobre todo, había trabajo. Mucho por hacer. Surgían revistas, periódicos, galerías. Se vendía más arte. Había demanda. Todo el final de los setenta y primeros ochenta fue culturalmente muy satisfactorio.
P. ¿Y fuera de Madrid? ¿Cómo se percibía todo esto?
R. Madrid se volvió una especie de tierra prometida. En cuanto a pujanza, empezó el declive de Barcelona y el auge de Madrid. Hasta entonces, Barcelona era la ciudad moderna por excelencia. Las mejores salas de cine, los mejores restaurantes, las tiendas más europeas... Parecía que allí hablaban con otro horizonte. Y aquí, en cambio, todo era más manchego. Pero de pronto, sin decir nada, Madrid se impuso.
P. Cuando llegan los primeros años de la Movida, ¿crees que cambia la relación entre Madrid y Barcelona?
R. Sí, ahí se invierte. Madrid deja de mirar a Barcelona y empieza a mirarse a sí misma. Y Barcelona, que seguía mirándose también, no entiende qué le pasa. Eso lo canaliza exacerbando su espíritu nacionalista. Hay, digamos, un cierto resentimiento. Como si hubiera pasado de princesa a cenicienta. Y no entiende su papel en ese nuevo cuento. En cambio, en Madrid, ni se lo plantean. Le da igual.
Siempre pongo el ejemplo del fútbol. Si ganaba el Madrid, salía pequeñito en portada, si salía. Si ganaba el Barcelona, en La Vanguardia era noticia de cinco columnas. En Madrid, la gente es de muchos equipos. El de aquí y el del pueblo. Eso también le da a esta ciudad algo muy simpático. Es bilingüe en lo futbolístico.
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P. Te has movido entre la modernidad y lo clásico. ¿Cómo era esa vida cultural en el Madrid de entonces?
R. Durante unos años salíamos todas las noches, de lunes a viernes. Sábado y domingo se lo dejábamos a los demás. Era agotador. Siempre los mismos bares, las mismas conversaciones. El Junco, las traseras de Chicote, los restaurantes de la calle Echegaray, San Bernardo, la Corredera... Éramos un grupo pequeño. Pero al tiempo se volvió repetitivo. Cuando nació nuestro hijo, me sentí liberado.
Ahí di un giro. Dejé la modernidad. Me había dado cuenta de que había mucho cuento. La poesía que me gustaba era otra: Juan Ramón, Machado, Cervantes... Los novísimos me aburrían. Vendí todos mis cuadros modernos para poner un tejado en una casa que compramos en Extremadura. Se vio como una deserción. Pero seguí mi camino.
P. Y fundas Trieste con un nombre que fue llamativo en su momento: Biblioteca de Autores Españoles.
R. Sabía que esa palabra era sospechosa, y lo hice a conciencia. Publicaba tanto exiliados como autores de derechas. Algunos estaban cancelados. La izquierda cultural lo veía con recelo. Pero me daba igual. Hacía lo que creía que debía hacer, sin mirar ni a un lado ni al otro.
P. ¿Madrid no agota con los años? ¿No llega a aburrir?
P. Madrid es un milagro. No necesita ser bonita para ser fascinante. Con casas buenas, malas, feas, improvisadas... Como nosotros. Tiene un carácter muy próximo. Muy simpático. Madrid es como una biblioteca vivida. No de esas con tomos iguales. Una con libros viejos, brillantes, mates, mezclados. Las casas, igual: pocas del siglo XVI, unas del XVII, más del XVIII, muchas del XIX y XX. Y dentro del XX, todos los estilos. Todo mezclado.
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P. Hablabas de mezcla social. ¿Madrid sigue siendo interclasista?
R. En el centro, sí. Antes de tirar la cerca en 1868, la ciudad no podía crecer hacia fuera, solo en altura. En una misma casa vivía el marqués en el piso principal, el médico encima, luego los empleados y arriba del todo, los menestrales. Eso creó una mezcla que aún se nota. Aquí puedes pasear sin sentirte fuera de lugar.
P. Pero eso está cambiando, ¿no?
R. Sí. Ahora hay un problema serio. La gentrificación está vaciando las ciudades por dentro. Como si les quitaras la savia. Queda el tronco, pero seco. Este barrio tenía de todo: lecherías, tapiceros, pescaderías, botonerías... Ahora, apenas nada. Todo turistas. Comercios clónicos. Eso da tristeza.
Aun así, sigo paseando. Pero ya sin la obligación de contarlo. Si me pierdo algo, mejor. No tengo que meterlo en el libro. Hoy, por ejemplo, entré en la iglesia del Carmen. Pensé: menos mal que no la vi antes, porque habría tenido que decir algo antipático.
P. Cuando cierran tus lugares favoritos, ¿te afecta?
R. Mucho. El otro día comíamos en El Almirez, donde [Fernando] Savater lleva comiendo 35 años. La encargada, que también lleva 35, nos dijo que cerraban. Han comprado el edificio. Se te cae el alma como un cántaro roto.
P. ¿Existe una literatura madrileña, o Madrid solo es el decorado?
R. Claro que existe. Siempre se ha discutido si Arniches copiaba al pueblo o el pueblo a Arniches. Lo mismo con don Ramón de la Cruz. Con Galdós ocurre algo parecido. Da igual. Lo fija. Como también lo fija Gómez de la Serna, aunque más intelectual, más moderno. Galdós es cervantino, directo, esencial. Y Madrid, al escribirla, se te mete dentro. Es como una esponja. Te empapa. Y si la exprimes, te da.
P. Si pensamos en autores actuales, ¿quién representa ese Madrid?
R. De los modernos, en el sentido moderno, hay un Madrid que no suele contemplarse, pero que a mí me gusta muchísimo: el Madrid de Juan Ramón Jiménez. Juan Ramón le dio muchísima importancia a esta ciudad y la entendió como pocos. Supo captar ese espíritu aristocrático y sobrio que venía de la Institución Libre de Enseñanza. Ese Madrid institucionista, liberal, contenido, está recogido por Juan Ramón mejor que por nadie. También Pedro García Montalvo, que ha escrito novelas finísimas sobre Madrid. Vive en Murcia y no se prodiga. Pero es un gran escritor. Cuerda adaptó una novela suya.
Y Cansinos. Dio como nadie el Madrid de la bohemia, el de los literatos tronados. Sus diarios del 43 y 44 y La novela de un literato son insuperables. Ni Cela lo iguala. Además, sin demagogia, sin caricatura. Eso me molesta mucho: el Madrid de postal, de estereotipo. Madrid es una ciudad que no se deja resumir. No tiene monumentos. Su icono es el edificio Carrión. Y un templo egipcio. No tiene skyline. Pero si esperas, hasta lo feo se vuelve bonito.
P. ¿Madrid te ha cambiado como escritor?
R. No me ha cambiado. Me ha hecho. Yo no era escritor cuando llegué. Lo que soy, lo soy porque me ha hecho Madrid.
"Madrid Río ha sido lo mejor desde el derribo de la cerca. Una obra colosal. La gente la disfruta"
P. ¿Hay algo de Madrid que te moleste, pero que no cambiarías?
P. La plaza de Colón. No la voy a vivir lo bastante para verla bonita. Antes allí estaba la Casa de la Moneda, con sus humeros. Eso era un empaque. Pero bueno, mejor que no lo toquen. Las mejoras suelen ser peores.
P. ¿Madrid tiene suficiente verde?
R. Más de lo que se cree. Los que vienen de fuera lo notan. Hay árboles en muchas calles. En Almirante han plantado árboles del amor. Los castaños de indias de la Plaza de París. El campillo. El Rastro. Madrid tiene muchos árboles. Y buenos parques: el Retiro, la Quinta de la duquesa de Osuna, las quintas de los alrededores. Puede tener más, claro, pero no está mal surtida.
P. ¿Y qué opinas de las reformas recientes?
R. Madrid Río ha sido lo mejor desde el derribo de la cerca. Una obra colosal. La gente la disfruta. También la Plaza de Oriente, al soterrar el tráfico. Y la Plaza de España, con su paseo hasta Oriente. Está bien hecha. Las esculturas, bueno, eso ya es cuestión de arte contemporáneo. Pero en general, muy bien. La ciudad lo acoge todo, hasta lo extravagante. Como la Torre Eiffel o la pirámide del Louvre. Son como hijos raros, pero al final, la ciudad los quiere igual. Madrid es muy maternal. Esa es una de sus virtudes más grandes.
Andrés Trapiello, leonés de nacimiento y madrileño por elección desde 1975, es uno de esos escritores que ha hecho de la capital su patria literaria. Poeta, novelista, ensayista y diarista infatigable, ha tejido una obra monumental que mezcla memoria, historia y observación cotidiana. Sus diarios, Salón de pasos perdidos, con más de veinte volúmenes, son una crónica íntima y lúcida de la vida cultural y personal en España. Ahora es más fácil acceder a ellos gracias a Fractal (2024), una deliciosa antología de los grandes éxitos que componen la serie. En títulos como Madrid (2020) y Me piden que regrese (2024), Trapiello no solo retrata la ciudad, sino que la vive, la pasea y piensa en torno a ella, convirtiéndola en personaje y escenario de sus reflexiones.