Ruta en moto por la ratonera de Madrid en la tarde de los transistores
Hordas de gente cruzan los puentes de la M-30, un vendedor ambulante oferta "pilas y velas", radares apagados y canciones de Misa en la puerta de un colegio mayor: "Dios está aquí", pero la luz no
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En las primeras horas de este apocalipsis energético nada como recorrer el centro de Madrid en moto (de gasolina) para descubrir que hay una lógica en el caos. La ciudad es, de repente, distinta. La gente ha bajado a los coches para escuchar la radio, que una vez más se ha convertido en refugio. No todo el mundo tiene una de las de toda la vida, que además necesitan pilas. Un vendedor ambulante ha sido listo y está haciendo negocio cerca de Nuevos Ministerios: "Pilas y velas". Es como los que venden paraguas a la puerta del Metro cuando cae una tormenta repentina, gente avispada para los negocios. Esta es la historia de la tarde de los transistores.
Con el apagón la gente se ha echado a la calle, porque las casas se quedan oscuras y fuera hace un soleado y templado día primaveral. Hay mucha gente en las aceras, personas por todas partes. Las paradas de autobuses están llenas, porque el Metro no funciona y lo han evacuado (como los museos), pero los autobuses sí circulan. Lo que más se ve es gente caminando. No sé si vuelven a casa o a las estaciones de transportes, pero llevan paso de ruta larga y tienen cara de haberse armado de valor para llegar a casa a pie.
En los colegios los profesores han mandado a los niños al patio a la espera de que los padres vengan a buscarlos. “Hemos tenido suerte porque la comida ya estaba preparada y han podido comer”, dice una profesora en la puerta del centro mientras va entregando a los alumnos por goteo. “La madre se lo ha llevado hace media hora”, le explica a un padre que ha ido también a por el crío porque en casa no se habían repartido las tareas esta mañana. Es la hora normal de salida del cole y en Padre Damián, donde cada tarde se monta un pollo de tráfico importante, no hay atasco en la puerta ni coches en segunda y tercera fila. Pero en el supermercado de enfrente empieza a haber mucha gente y pocas existencias.
Guardias civiles dirigiendo el tráfico
En la puerta de un colegio mayor en la ciudad universitaria, veinte o treinta chavales han sacado las sillas a la acera y están cantando canciones de misa. "Dios está aquí", pero la luz no. Por la calle, un adolescente le explica a otro a gritos que va corriendo a casa de su abuela para ver qué tal está. Dos chicos van en moto con un mochilón dando botellitas de agua a los agentes, que no solo son de la Policía Municipal: los de movilidad también dirigen el tráfico, y algo más extraño en el centro de Madrid, guardias civiles. Pero no hay tantos uniformados como cruces de calles y a medida que avanza la tarde ciudadanos de a pie colaboran ataviados con sus chalecos amarillos.
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Peatones y conductores autogestionan el tráfico con buenas dosis de educación, mucha paciencia y algún que otro pique. Una chica se agobia en medio de la calzada porque no ha conseguido acabar de cruzar y no puede ir ni para adelante ni para atrás. Dos conductores se pitan haciendo aspavientos por la ventana. Poco nos pasa para estar medio Madrid en las calles sin que se encienda un solo semáforo.
-No es el fin del mundo, te estás viniendo arriba -le dice un chico a su novia saliendo del súper cargados de bolsas, papel higiénico incluido.
-Esto no había pasado nunca, es el apocalipsis -insiste ella, medio en broma, medio en serio.
-Como tantas veces últimamente -responde él en implícita referencia a la pandemia, al volcán o la visita de Filomena.
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Tiene razón el chaval. No es la primera vez que vemos colas en los supermercados, pero todo el mundo espera que esta pesadilla acabe pronto. ¿Y los hospitales? De eso hablan los madrileños en las paradas de los autobuses:
-Hay gente que vive porque están conectadas a un respirador. Imagínate qué angustia deben estar pasando.
-Pero los hospitales tienen generadores eléctricos, ahí es donde menos problema hay.
-Yo si me coge esto en un ascensor me muero -explica una señora a quien la quiera escuchar.
Conducir sin radares
En la Castellana, frente al Bernabéu, esperando en un paso de cebra, escucho a alguien que comparte una radio a todo volumen que los trabajadores del turno de tarde tienen permiso para quedarse en casa con el fin de no colapsar las carreteras. Pero ya están colapsadas. No hay forma de salir de la ciudad: retenciones de las de freno de mano en todas las calles que conducen a las arterias principales, también en la M-30 y hasta en la M-40, con un inexplicable parón en la salida de Ventisquero de la condesa. En los puentes que cruzan la calle 30 hay mucha gente; es una estampa extraña.
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En una terraza una señora lamenta que tiene que cancelar por segunda vez una comida de trabajo: "El lunes pasado se murió el Papa, y ahora esto. Estamos gafados". Mientras, el camarero le dice que como mucho le puede ofrecer un vino, "y va a estar caliente", porque la cerveza no la puede tirar como se tiran las cañas en Madrid.
Pero todo tiene su parte positiva: he cruzado el túnel de Costa Rica a 70 km/hora, y me reconforta hacerlo consciente de las multas que he pagado al Ayuntamiento. Hay que hacer de la necesidad, virtud, y la felicidad está en los pequeños detalles. Como los que aprovecharon Filomena para esquiar la Castellana desde Plaza de Castilla a Colón y convirtieron el Metro en un forfait. En todo caso, espero que el radar no funcione, o que el alcalde no lea esta crónica.
También espero que todo quede en una pesadilla, y que sea un accidente y no un ciberataque. Tal vez tenía razón Álvaro Pombo en su discurso al recoger el Premio Cervantes el miércoles pasado: la fragilidad. La del ser humano y la de la sociedad que hemos construido. Y yo sin dinero en la cartera, sin linterna y sin navaja de Albacete. Me planteo seriamente hacer una visita al vendedor ambulante de Nuevos Ministerios y me conjuro conmigo mismo a comprar el kit de supervivencia que presentó hace un par de semanas la Comisión Europea, porque hay una lógica en el caos, pero conviene que te coja preparado. Porque cuando uno cruza el túnel de Azca sin que haya una sola luz dentro, se da cuenta de que, aunque vivamos en unas maravillosas ciudades estupendamente iluminadas, en realidad todo está muy oscuro. Y la oscuridad da mucho miedo, aunque sea sólo por unas horas y a nuestros niños les parezca divertido porque en el cole los han sacado al patio, como cuando se murió Franco:
-Papá, ¿mañana va a haber también apagón?
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