Desde 1911, un restaurante donde comer como en un estrella Michelin fuera de los barrios pijos de Madrid

Por A. G. L
El chef del restaurante Desde 1911, Diego Murciego. Foto: Jorge Álvaro

Barrio de Salamanca, Retiro, Justicia, Recoletos... Si atendemos a la lista de los 24 restaurantes que ostentan estrellas Michelín en Madrid capital, podemos observar que solo se ubican en las zonas más exclusivas. Un restaurante del barrio de Cuatro Caminos, sin embargo, se ha embarcado en el difícil mundo de la alta cocina fuera del circuito tradicional. ¿Se han vuelto locos o se ha quedado obsoleta la guía roja en la capital de España?

En Confesiones de un chef —una guía muy recomendable para todos aquellos amantes de la cocina—, Anthony Bourdain narró el instante en el que descubrió por qué la comida es algo más que un anodino trámite para llenar el estómago: “Supe que aquello era la magia hasta entonces apenas vislumbrada entre las tinieblas, de la cual únicamente era consciente a medias". Para, a continuación, reconocer lo tremendamente narcisista que se había vuelto la alta cocina, empezando por él mismo, a quien le habría venido bien "una buena patada en el culo".

Algo parecido le ocurre a la Guía Michelín. Pensada originariamente como un cuaderno de viaje con recomendaciones de dónde dormir y comer de forma exquisita y a buen precio, sus presentaciones se han convertido en shows mediáticos en los que se pueden ver desfilar a chefs recién encumbrados, otros ignorados, ofendidos que renuncian a sus estrellas e incluso los que se van y protestan. El famoso crítico gastronómico A. A. Gill llegó a afirmar que la famosa libreta estaba “fuera de contacto con la forma en que la gente realmente quiere comer”, sintiéndose más cómoda recompensando restaurantes pensados exclusivamente para los ciudadanos más adinerados. ¿Se ha vuelto la guía un poco sorda con la edad?

El chef del restaurante Desde 1911, Diego Murciego. Foto: Jorge Álvaro

Si atendemos por ejemplo a la lista de los 24 restaurantes que actualmente ostentan estrellas Michelín en el centro de Madrid, no hace falta ser un lince para observar que se ubican exclusivamente en las zonas más caras de la capital: el barrio de Salamanca, Justicia, Retiro, Chamartín, Las Letras… Ni rastro de un Carabanchel, Usera, Canillejas o un Puente de Vallecas. El único con tres estrellas Michelín, DiverXO, de Dabid Muñoz, quien abriera su primer local en el humilde barrio de Tetuán para después trasladarlo a Cuzco, planea ahora mudarse a La Finca. Una de las urbanizaciones con mayor renta per cápita.

Quizás estén pensando que es una locura abrir un restaurante de alta cocina en un barrio obrero. Pero lo cierto es que es normal fuera de España. Jiro Ono, que hasta hace nada contaba con tres estrellas Michelín, tiene su pequeño establecimiento en la estación de metro de Ginza (Tokyo). Otro ejemplo: en la lujosa Singapur se sirve uno de los platos con estrella Michelín más baratos del mundo. En concreto, el Soya Sauce Chicken Rice del restaurante Liao Fan Hawker Chan. Una mezcla entre un puesto callejero y un local de comida rápida.

Pues bien, un restaurante del barrio de Cuatro Caminos se ha embarcado en el difícil mundo de la alta cocina lejos de los lujosos barrios de la ciudad. Y lo ha hecho compitiendo en la misma liga de carta y servicio —y por desgracia, también de precio— que los estrellas Michelín. Con alguna que otra diferencia: no cuentan con ningún chef glamuroso, se han cargado de un plumazo toda la parafernalia que sobrevuela a este tipo de cocinas y, como reconocen ellos mismos, lo han hecho “en un claro homenaje a la familia”, que también lo es a los pescadores y, por qué no decirlo, a la gente sencilla.

Sala del restaurante Desde 1911. Foto: cortesía
Sala del restaurante Desde 1911. Foto: cortesía

Alta cocina en la avenida de Pablo Iglesias

Porque cuando uno entra en Desde 1911 de lo primero que se da cuenta es que allí todo va de otra cosa. Primero, su cocina. Existe la creencia de que los entresijos de este tipo de restaurantes transcurren entre fogones, una presión infinita, pinches de aspecto patibulario, manipulaciones de la comida no siempre confesables y chefs poco ortodoxos. Algo parecido a lo que nos muestran en la serie The Bear, en la que un reconocido cocinero transforma una tienda cutre de bocadillos de Chicago en una joya gastronómica. Nos metemos en esta y, para nuestra decepción, nos damos cuenta de que todo fluye con una naturalidad pasmosa. Tanto, que creemos haber mascado más tensión en una partida de bingo de un viernes por la tarde entre señoras. Y la culpa de esto la tiene su chef.

Diego Murciego es de esas personas humildes que no necesita hablar de sí mismo para sentirse reconocido —más que nada, porque su trabajo ya lo dice todo—, y que, a diferencia de los flamantes chefs que pululan por la televisión y resto de medios, ni muestra interés en salir en este artículo porque lo que a él realmente le apasiona es la comida. Hablamos con él y nos reconoce que allí lo que importa son las personas. Pero no solo las que trabajan, sino también las que se sientan a la mesa.

No le falta razón. Si lo normal en este tipo de espacios gastronómicos es encontrarnos con menús estrictamente cerrados, aquí se pueden elegir los platos que se quiera. Tampoco te atosigan explicándotelos como si se tratase de un mantra. Si quieres saberlo, preguntas.

La carta de Diego gira alrededor de un mismo hilo conductor: el pescado, que es su punto fuerte, y que cocina con brasa y horno de leña junto con otros productos de estacionalidad. Así como el plato principal, que dependerá de lo que haya sido capturado el día anterior. A veces en menos de 24 horas. Todo esto es posible porque detrás de este proyecto se encuentra otro Diego, en este caso Diego García Azpíroz, al frente de Pescaderías Coruñesas, que de traer el mejor pescado y marisco a Madrid algo sabe y que tampoco tiene ninguna intención de salir en este artículo. Por los mismos motivos, porque todo esto va de otra cosa.

Va de un espacio de inspiración nórdica, de una sala con vistas a un patio central ajardinado con frondosos árboles de hoja caduca, que es una fuente de luminosidad; además de a la cocina a través de un amplio ventanal. De unas mesas de madera de diseño sin manteles —”cómo vamos a taparlas si son tan bonitas”—, de una bodega con tintos exclusivamente nacionales, de 45 empleados para solo 13 mesas, además de unos platos y cubertería distintos que cambian cada día. Va de un santuario gastronómico del que no te quieres ir, en definitiva, ubicado al lado de una tienda que es un homenaje a un legado familiar en lugar de a un grupo de restauración. Lo que se traduce en que a día de hoy sus reservas están completas.

¿Dónde están las estrellas?

Los comensales que vayan se van a encontrar de aperitivo un magnífico salmón ahumado que se corta en sala, más seis entrantes entre los que destaca su marisco y angulas, además de otros excelentes platos de cuchara. De todos estos se podrán elegir tres, cuatro, cinco o seis en función del menú elegido que va desde los 160 a los 220 euros —si esperaban alta cocina a un módico precio al estilo Liao Fan Hawker Chan, este no es el caso—. Después es el turno del plato principal. En nuestro caso, un lenguado Evaristo, marca de la casa, que es una oda a Evaristo García, antepasado de Diego García. Y para rematar, un carro de exquisitos quesos —heredado de Santceloni— con todo tipo de piezas españolas y de diferentes países con distintos grados de afinación, leches y orígenes; más otro de postres. Por su parte, la carta de tintos rinde homenaje a las grandes bodegas nacionales que a lo largo de los años han acompañado a Pescaderías Coruñesas como Castillo de Ygay o Vega Sicilia Único, entre otras. También incluyen añadas antiguas, blancos internacionales y champagnes.

Y con todos estos mimbres lo primero que se le viene a uno a la cabeza es, ¿dónde están las famosas estrellas de la guía roja? Charlamos con Abel Valverde, el jefe de sala que antes estaba en Santceloni (dos estrellas), quien le ha añadido un plus de experiencia a todo Pescaderías Coruñesas y que nos reconoce que Desde 1911 se ha convertido en el I+D. "Cuenta con un concepto único, una carta que varía cada día, dependiendo de lo que se haya pescado, y que combinamos con otros productos que dependen de la estación del año. Si me preguntas por la estrella te diré que es el cliente. Si finalmente llegan, serán bienvenidas”.

Un discurso que nos lleva de nuevo al mismo punto del principio. En Desde 1911 hay una persona dedicada única y exclusivamente a observar a los clientes que cruzan el umbral de la puerta con el propósito de anticiparse a sus necesidades. Cuando estás ahí y te paras a observar, te das cuenta de que la sala está pensada para que sucedan cosas que pueden ser vistas —o no—, dependiendo de si te interesa; que interactúa con el comensal sin ser pesada o pedante: cortes en directo, presentación de panes, trinches flambeados, carros de quesos, técnicas ancestrales ahora recuperadas en un ambiente cercano…

De izquierda a derecha: el jefe de sala Abel Valverde, junto con miembros de su equipo

Sobre la localización del restaurante y si el madrileño se ha vuelto muy snob, Abel se lo toma con humor: “Estamos en la calle más glamurosa de Madrid a la que nunca vendrías a no ser que te hubieses perdido. Es cierto que nos hemos salido de los circuitos gastronómicos. El madrileño siempre asocia el restaurante de lujo a un emplazamiento exclusivo. Pero Santceloni también estaba en un pueblo industrial feo y venía gente de todas partes del mundo. Yo particularmente lo veo como un punto a favor y, en nuestro caso, va con nuestra historia”.

Una historia de un delantal, que es el que usaban María Juliana Azpíroz y Evaristo García cuando comenzaron a traer pescado a la capital allá por 1911. Una historia de una familia con un profundo respeto al mar, que es de donde nace esta auténtica experiencia gastronómica, tenga o no, estrella. Porque como diría Diego García, "eso es lo de menos".