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Dónde come McCoy | La imprescindible visita a Javier Cabrera en su Arrayán
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EXPERIENCIA GASTRONÓMICA

Dónde come McCoy | La imprescindible visita a Javier Cabrera en su Arrayán

El restaurante está a medio camino entre la creatividad y la tradición, con algunas sorpresas impactantes y buenas resoluciones de clásicos de ayer y hoy

Foto: Ayarrán.
Ayarrán.

En este mundo traidor de la gastronomía en el que nada es verdad ni es mentira sino que todo depende del interés personal con que se mira. Asesores de restaurantes postean panegíricos de ellos como si su opinión fuera objetiva mientras que ciertos personajes prometen la(s) luna(s) a cambio de no pagar las facturas que airean en las redes. Por eso hoy, por ser honesto con ustedes, me veo obligado a arrancar con un ‘disclaimer’: he visitado Arrayán invitado por mi amigo Félix Puebla, uno de los impulsores del proyecto. De ahí que lo que les cuente no sea esta vez la experiencia de un ‘visitante de a pie’ sino la de un agasajado, con todo lo que eso puede suponer en términos de distorsión de la realidad.

Dicho esto, visitar a su chef Javier Cabrera merece la pena. No solo por su historia, tan extensamente recogida en su web, que se ha movido entre el deseo de conquistar una ‘novia guapa’, la guitarra, debiendo contentarse con 'la fea', la cocina; estamos, pues, ante un artista. Tampoco por el hecho de que es el único chef al que le he visto cocinar con camisa y corbata, que afloran por debajo de su traje de faena, poniendo dignidad donde otros despachan viandas. No. Es que lo que sale de sus fogones es susceptible, por sí mismo, de ser conocido. Menú bien construido, con elaboraciones más que notables, en un entorno que sorprende. Suficiente.

Foto: Taberna San Mamés. Opinión

El otro día arrancamos de manera espectacular, con un pollo al coñac de aperitivo en el que se sirve por separado el caldo y la carne desmenuzada del ave -esta última sobre hojaldre-, absolutamente demencial. Gran comienzo. A la misma altura, un clásico de la casa, presente en la carta desde sus orígenes: el ajoblanco con sorbete de vino tinto, sardina ahumada, uvas y hojas de pimpinela. Muy, muy, muy, muy bueno. Seguimos enchufados. Para concluir los entrantes, un buen foie gras frío a media cocción con peras, higo y un toque de Pedro Ximénez al que la vajilla no acompañaba, lo que impidió disfrutarlo como correspondiera. Detalle a corregir.

Después de subir a la cima del placer gastro con los tres primeros pases, dos platos de transición. Una original brandada de bacalao y buñuelo con tallos de pad choi y trufa negra resuelta de manera más que correcta a la que, en mi opinión, le faltaba un ‘algo’ para pasar del notable al sobresaliente y unos ñoquis de gouda con sopa de alcachofas y pistachos donde eché de menos algo más de sopa que empapara la pasta, siendo quizás lo que menos me gustó.

La atención en mesa fue de las que ya no quedan en términos de diligencia, asesoramiento y atención

Un pasito atrás, pues, como toma de impulso para el remate final. De comer cien y pedir más, los filetes de raya a la mostaza con verduritas, salsa holandesa y foie gras. Un plato, como el ajoblanco, de plantarse en la puerta y esperar a que abran para comerlo antes de que se agote. Se me quedó corto, sin embargo, el cordero en caldereta sobre una base de cuscús donde pienso que pieza de carne y salsa deben ir más de la mano y no por separado, como en la presentación original, para que sea más redondo. En cualquier caso, una buena opción. Concluimos con el ‘catañacho’, postre compuesto por una mezcla curiosa de castañas, helado de leche de oveja, gajos cítricos con romero y gel de aceite. Bien, sin más. Viendo las alternativas, hubiera preferido otras opciones.

Mención aparte merecen bodega, servicio y sala. La primera con una pléyade de referencias internacionales, que suponen cerca del 40% de la carta, y una muy cuidada selección de cepas nacionales. En nuestro caso disfrutamos de un espectacular Ridge Estate 2017, cabernet sauvignon californiano, para comenzar y del Pioneer Block 2018, vino neozelandés de uva pinot noir, algo más suave, en los principales y postres. Probablemente nos equivocamos en el orden al tener más cuerpo el primero que el segundo. La atención en mesa fue de las que ya no quedan en términos de diligencia, asesoramiento y atención. Un diez. El local, por último, recuerda a algunos comedores de cierta prestancia pasada a los que el afán por el diseño moderno condujo a la extinción. Recuperar entornos de este tipo, y poder disfrutarlos, es una gran noticia. Espacio de sala, barra y copas unidos en un marco abierto a exposiciones temporales y eventos de todo tipo.

Arrayán, en contra de lo que dicen algunos, no es lugar para ‘diverxianos’, ni tampoco para ‘horcheleros’. Está a medio camino entre la creatividad y la tradición, con algunas sorpresas impactantes y buenas resoluciones de clásicos de ayer y hoy. Para mi, más que suficiente. A mi me ha merecido la pena. Y, si se atreven, no dejen de llevarse la guitarra: el chef con corbata les fascinará.

La semana que viene más y, seguro, mejor.

Todo esto y mucho más en mi Instagram @_albertoartero.

En este mundo traidor de la gastronomía en el que nada es verdad ni es mentira sino que todo depende del interés personal con que se mira. Asesores de restaurantes postean panegíricos de ellos como si su opinión fuera objetiva mientras que ciertos personajes prometen la(s) luna(s) a cambio de no pagar las facturas que airean en las redes. Por eso hoy, por ser honesto con ustedes, me veo obligado a arrancar con un ‘disclaimer’: he visitado Arrayán invitado por mi amigo Félix Puebla, uno de los impulsores del proyecto. De ahí que lo que les cuente no sea esta vez la experiencia de un ‘visitante de a pie’ sino la de un agasajado, con todo lo que eso puede suponer en términos de distorsión de la realidad.

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