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Antoñete: 10 años sin el torero de Madrid
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Antoñete: 10 años sin el torero de Madrid

Antonio Chenel no fue un torero de época, pero sí una época del toreo que encontró en Las Ventas su mejor y mayor caja de resonancia

Foto: Antonio Chenel Albadalejo, "Antoñete". (EFE/Bernardo Rodríguez)
Antonio Chenel Albadalejo, "Antoñete". (EFE/Bernardo Rodríguez)

No ha sido Antoñete un torero de época pese al esfuerzo de las hagiografías. Antoñete ha sido una época del toreo. Y no tanto por la longevidad de su trayectoria, desperdigada en los vaivenes de 50 años, a semejanza de los rebrotes de su mechón plateado, sino por la lealtad con que el maestro había custodiado la ortodoxia, el canon.

Ya decía Juan Belmonte que se torea como se es. Y que se es como se torea, de forma que Antoñete prefería pasar hambre que renegar de la pureza y de la hondura. Tuvo la paciencia de un telonero cuando se imponía la tauromaquia comercial, pero se desquitó con honores senatoriales cuando muchos compañeros de generación ya se habían jubilado.

Fue entonces también, primeros de los 80, cuando Antoñete se convirtió en el timonel de muchos iniciados. Se consagró en el torero de la Movida, en el galán de Charo López, en el santón de la taberna Braulio y en el espejo convexo de una progresía que descubría en Las Ventas no exactamente un torero de los de antes sino un maestro intemporal.

Foto: Primeros trabajos de montaje del acto de clausura de la convención nacional del PP en el plaza de toros de Valencia.

Antoñete empezaba su carrera cuando tenía que haberla terminado, aunque la obstinación con que se mantuvo en los ruedos y la arbitrariedad de las idas y de las venidas no respondía a la ventaja pecuniaria ni al oportunismo como a la prioridad de conjurar el vacío de una vida acomodada, inaprensible en sus convenciones, desprovista del miedo.

Tanto miedo que Antoñete se sorprendió a sí mismo fumando un cigarrillo en cada mano como presagio de la mayor escandalera venteña que recuerdo haber contemplado nunca. Lo sepultaron con almohadillazos igual que a Curro Romero y a Paula, aunque la vehemencia de los espectadores hacia la santísima trinidad alojaba siempre un compromiso indulgente en la conciencia: «La próxima vez va a venir a verte tu madre. Y yo también, Antonio».

"La próxima vez va a venir a verte tu madre. Y yo también, Antonio"

Poco importaban su aspecto abandonado, ni los kilos ni los pulmones renegridos. Antoñete se transformaba en la plaza y se erigía en mediador de la esencialidad: la verónica, la media, el natural, el pase de pecho, la distancia, la dramaturgia, el misterio, la sugestión.

Semejantes verdades conllevaron una extraordinaria influencia en la tauromaquia de finales de siglo. No porque Antoñete mandara ni desempeñara la posición influyente de una primera figura, sino porque aportaba su patrimonio y su ejemplo en el orden doctrinal.

Más que un torero, Antoñete significaba una manera de torear que puso de acuerdo a Ortega Cano en su plenitud, a Julio Robles en su pureza y a Curro Vázquez en su impecable dimensión estética. Ya se ocuparía después César Rincón de restaurar el antoñetismo cuando su valedor se había reciclado de comentarista televisivo con la nobleza taciturna de Romerito.

Así se llama el toro bravo que Antoñete convirtió en criatura doméstica en su finca de Navalagamella. Le daba de comer en la mano y se empleaban juntos en conversaciones interminables. No porque Romerito hablara, sino porque, al parecer, escuchaba muy bien.

Foto: La presidenta de la Comunidad de Madrid, en la pasada feria de San Isidro. (EFE)

Habían adquirido el hermano Antonio y el hermano toro una suerte de relación franciscana que sobrepasaba la distancia beligerante del ídolo y el tótem. Porque Antoñete, como Romerito, tenía cara de bueno y lo era, evocando, otra vez, el aforismo de Belmonte.

Se torea como se es. Y puestos a ser, Antoñete era el torero de Madrid. Parece una obviedad destacarlo porque Antonio Chenel Albaladejo había nacido en el foro, pero ser torero de Madrid en absoluto implica la devoción de Las Ventas. Tantas veces sucede al revés. La “madrileñidad” contraindica la solidaridad territorial de los aficionados. Que se lo digan a El Juli. Y a tantos otros matadores de la capital a quienes se hacen pesar sus orígenes.

Es Madrid una plaza más abierta a procedencias diversas. Fue la plaza de Curro Vázquez (Linares) y de Luis Francisco Esplá (Alicante), como lo fue de Camino y de Romero(Camas) y de El Viti (Vitigudino), por no citar el periodo de gloria de César Rincón (Bogotá) como heredero del toreo de distancias y de pureza que definió el empaque del maestro Chenel.

Murió hace diez años el maestro. Sacamos el féretro a hombros por la Puerta Grande de Las Ventas, pero no fue aquella una despedida masiva, sino descriptiva de una amnesia que conviene corregir ahora que la sombra del torero se agiganta.

No ha sido Antoñete un torero de época pese al esfuerzo de las hagiografías. Antoñete ha sido una época del toreo. Y no tanto por la longevidad de su trayectoria, desperdigada en los vaivenes de 50 años, a semejanza de los rebrotes de su mechón plateado, sino por la lealtad con que el maestro había custodiado la ortodoxia, el canon.

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