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Un día limpiando de barro el "apocalipsis" sin esperar a que llegue el Estado: "Necesitamos más manos"
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Un día limpiando de barro el "apocalipsis" sin esperar a que llegue el Estado: "Necesitamos más manos"

Todos somos uno. Y lo seguiremos siendo, incluso cuando nos dispersemos entre La Torre, Benetússer, Alfafar, Sedaví, Albal, Paiporta o Catarroja

Foto: Una marea de voluntarios se dirige a las zonas afectadas para ayudar. (EFE)
Una marea de voluntarios se dirige a las zonas afectadas para ayudar. (EFE)
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Son las 9 de la mañana y estamos esperando a que abran el supermercado. No somos los únicos. Queremos comprar todo lo que podamos para cargarlo en las mochilas y el carrito de la compra antes de irnos para la Horta Sud, la zona cero del desastre provocado por las inundaciones de la DANA del martes 29 de octubre.

No hay casi agua. No hay lo que en todos lados dicen que es lo más importante. Cargamos comidas envasadas, pan, pañales, papel higiénico y algunas cosas más y nos ponemos en marcha. Y tampoco somos los únicos.

Nos dirigimos hacia el barrio de San Marcelino, el barrio de la ciudad que colinda con la pedanía de La Torre, una de las partes más afectadas por la riada. Tenemos que aparcar a casi 20 minutos del barrio, porque muchos otros conciudadanos han hecho lo mismo que nosotros. Hay coches aparcados en las aceras, en las medianas, en los arcenes, en los descampados… Y alrededor de los coches, un ir constante de personas a pie. Parecen brigadas de limpieza mal pertrechadas. Como si montones de grupos de gente se hubieran ido encontrando cosas por el camino y las hubieran ido cogiendo.

Pero no, estamos todos mucho mejor preparados de lo que parecemos. Pala y azada en una mano, mochilas a la espalda y botas de agua a los pies, nos sumamos a la marabunta, camino de la pasarela sobre el río Turia que nos lleva al lugar donde nuestros vecinos, amigos y familiares tenían sus vidas hasta que llegó el agua.

Foto: Miles de personas se desplazan desde Valencia a La Torre. (EFE/Ana Escobar)

Y de camino hacia allí, antes de ver lo que vamos a ver y sentir lo que vamos a sentir, ver la pasarela absolutamente a rebosar de gente desfilando cubo, escoba y pala en mano, te hace sentir que no podías estar en otro sitio, ni haciendo otra cosa. Todos somos uno. Y lo seguiremos siendo, incluso cuando luego nos dispersemos entre La Torre, Benetússer, Alfafar, Sedaví, Albal, Paiporta o Catarroja.

Valencia queda atrás y sobre la pasarela las conversaciones que escucharemos repetirse toda la jornada: “Yo no es que no entiendo cómo emitieron la señal de alarma tan tarde. Si es que Aemet lo avisó y también la Confederación (Hidrográfica) del Júcar. Chico, a mí que me lo expliquen”. Hay un cabreo grande con eso y pocos se lo guardan.

placeholder Vecinos hacen lo posible por sacar el barro de sus calles. (ET)
Vecinos hacen lo posible por sacar el barro de sus calles. (ET)

Y entonces pisamos el barro, como si fuera la primera vez. Y vamos caminando, dejando atrás La Torre, camino de Paiporta. Y empezamos a grabar y hacer fotos, sorprendidos, sobrecogidos, hasta que entendemos que esa calle llena de coches volcados, o que esa familia empujando barro del portal o sacando agua del garaje, no son momentos únicos, extraños, sino que acabamos de entrar en una nueva normalidad.

Caminamos en enormes grupos por lo que hasta el martes eran circunvalaciones para el tráfico. Ahora, de vez en cuando, un vehículo de la UME (uno o dos), uno de la policía (uno) y algún que otro particular cargado con productos necesarios moviéndose entre pueblos.

Somos un río incesante de ayuda en camino pisando sobre lo que destruyó la riada destructora. Una destrucción que aquí tiene forma de coche volcado, triturado, estampado o hecho amasijos. Porque los hay de todos los tamaños, colores, formas y marcas que uno quiera.

Al llegar a Paiporta nos fijamos en el cartel. Poble agermanat amb Soliera, Italia. Pueblo hermanado con Soliera. Luego nos enteraremos de que Soliera sufrió la catástrofe del terremoto de Emilia Romaña de 2012.

Nos adentramos en Paiporta y llegamos a la zona del barranco. Y desde allí la primera sensación de estar ante un escenario de apocalipsis. Las paredes del barranco están destrozadas, arrancadas. En las calles no existe el asfalto, desaparecido bajo calles de fango, a veces líquido, a veces denso. Caminar sin resbalar es una aventura. No hay aceras, no existen. Solo hay montañas de barro y escombros que se irán haciendo más grandes conforme avance el día.

La actividad es febril. No paramos de ver gente entrando y saliendo de portales empujando el barro hacia la calle. Grupos de jóvenes colaboran usando baldas o traseras de armarios como si fueran palas de excavadoras para empujar el barro por la calle hacia los pequeños desagües abiertos en las paredes que separan la carretera del cauce del barranco.

Foto: Paiporta, tras la DANA. (Reuters/Eva Máñez)

Otros grupos de jóvenes, estos de instituto, van preguntando a todo el mundo si necesitan agua, mientras empujan varios carritos cargados con botellas.

Vemos pasar, por fin, un camión de bomberos, flanqueado por uno de la Guardia Civil. En las siguientes horas los veremos un par de veces más pasar. Hay sol.

Y llegamos al destino, a la casa de los familiares de un amigo. Y nos ponemos manos a la obra como otro más, todos a una. Hoy no es el día de llevar el gorro de periodista, me digo. Hoy es el día de arrimar el hombro y no parar de empujar este maldito fango hasta que lo hagamos desaparecer de nuestras vidas. Y así estaremos durante siete horas.

Siete horas de empujar barro con unos, amontonar escombros con otros, limpiar, reorganizar, compartir bromas, repartir tareas, intercambiar herramientas y alternar esfuerzos. Entre tarea y tarea, los vecinos, los realmente afectados nos van recordando que "lo que necesitamos es esto, manos, todas las manos posibles, cuantas más mejor, porque llevamos tres días con esto y no podemos más, no tiene fin".

placeholder Voluntarios ayudan a recoger las calles en Paiporta. (Reuters)
Voluntarios ayudan a recoger las calles en Paiporta. (Reuters)

Siete horas más tarde nos despedimos. Toca terminar la jornada. Pronto se hará de noche y tenemos más de una hora de vuelta a pie hasta Valencia y luego a casa. Llenos de fango y cansados, miles de nosotros volvemos de nuevo a la pasarela y a la ciudad que no se inundó el 29 de octubre. Y nos encontramos con los primeros convoyes de militares. Tres camiones, tampoco es para tirar petardos (y ojo que aquí los tiramos por muchísimo menos).

Y bueno, las conversaciones alrededor no son de ánimo al verlos, precisamente. Hay cabreo. "Ahora llegan estos", dice uno en voz alta, a propósito, al pasar. "Es que no les han dejado venir antes", le replica el compañero. "La culpa es de los políticos, no tienen ni idea. Ni saben qué hacer, ni envían ayuda, esto es un desastre y no están haciendo nada bien. Ni unos, ni otros". Hay cansancio y cabreo.

Todos sabemos que, visto lo visto, y vivido lo vivido, aquí no nos hacen falta 1.500 militares, sino 15.000. Y que no hacen falta nuestra palas, escobas, cubos y buena voluntad, sino varios cientos de excavadoras, autobombas, camiones y maquinaria pesada bien organizada.

Y así, hoy nos vamos y nos llevamos algo de barro con nosotros, pero sabiendo que mañana habrá que volver. Y ojalá no tuviéramos que volver. Pero hacen falta manos, todas las que sea posible, para ayudar a nuestros vecinos, nuestros hermanos del otro lado del río, a recuperar cuanto sus casas, sus pueblos y sus vidas.

Son las 9 de la mañana y estamos esperando a que abran el supermercado. No somos los únicos. Queremos comprar todo lo que podamos para cargarlo en las mochilas y el carrito de la compra antes de irnos para la Horta Sud, la zona cero del desastre provocado por las inundaciones de la DANA del martes 29 de octubre.

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