Por qué la realidad valenciana que plasmó Sorolla no era así de idílica
En el Año Sorolla, el director del Museo de Bellas Artes de Valencia y expertos en su obra cuentan cómo su ficción moldeó una aspiración de clase
Si el alienígena curioso fijara su atención en Valencia, determinaría pronto que el señor más importante de la ciudad es Sorolla. Tras los cien años de su muerte, los fastos se suceden desde el Palau de les Comunicacions (antigua sede de Correos) a través de la exposición De la foscor a la llum; en el Bellas Artes, plasmando el Sorolla más junior con la expo Orígenes; en Fundación Bancaja con Sorolla en negro; desde junio en La Base de La Marina, con la inmersiva Una nova dimensió; o en la propia Bancaja desde octubre con Sorolla a través de la luz.
Sorolla, Sorolla, Sorolla. Este alarde de fervor no se circunscribe solo a la conmemoración. Forma parte de un objetivo intenso por calibrar al pintor como artista valenciano más allá de la presunción de un paso fugaz, más allá de los tópicos manoseados sobre la luz y los niños chapoteando. Busca también, intuitivamente, una reapropiación: la del autor como un elemento vertebrador de la identidad valenciana, ante la posibilidad de que sea visto como un personaje que tomó Valencia como lugar de paso (el hecho de que la casa museo Sorolla esté en Madrid contribuye al desenfoque).
En esa prospección de las profundidades sorollistas, una de las derivadas más interesantes pasa por si Sorolla pintaba la realidad de Valencia tal y como era o, más bien, se trataba de un anhelo; la presunción de un ideal, una búsqueda de una construcción identitaria que, frente a la cotidianidad cruda y rural, embelleciera la escena.
Abría ese melón hace unos días el director del Bellas Artes de Valencia, Pablo González Tornel —y comisionado del Año Sorolla— en una mesa debate desde el Palau de les Comunicacions.
“Su pintura, tradicionalmente entendida como costumbrista, no es exactamente una ficción, más bien es una construcción verosímil de una Valencia idealizada, fabricada a partir de retazos de la realidad cotidiana ensamblados de manera creíble y vestidos con una estética realista”, define ahora González Tornel.
“Sorolla no inventó el campo valenciano, ni sus tradiciones festivas, ni la secular tradición sedera, pero supo conjugarlos potenciando sus aspectos más hermosos y proporcionando al espectador la imagen de una Arcadia soñada”, mantiene. “Es una mirada de la burguesía sobre el mundo del trabajo y las tradiciones. Esta mirada es siempre subjetiva y un tanto superficial y busca recuperar visualmente un cierto esencialismo perdido tras las revoluciones industriales”.
En ese mismo encuentro participaba el escritor Miquel Nadal, quien ahora se pregunta “por qué pensamos que la pintura es espejo de la realidad y no una ficción, como en la literatura. Me da la impresión que Sorolla es de esos pintores que transforman la realidad, y la transforman de una manera tan radical, que es posible que la conviertan en ficción. Hasta el punto que quizá, nosotros mismos hemos asumido ese imaginario valenciano, el de la luz, y creemos verla en la realidad”.
Nadal recuerda, citando al historiador Michel Pastoreau, aquello que Flaubert escribió en 1869: “El rojo de los pintores no es el mismo que el de los burgueses. Y es cierto. Los colores y la luz, y los colores y la luz en Sorolla, como símbolo de una identidad o un carácter colectivo, se han consolidado como marca, y al igual que hay un tipo de visitante o turista que en Arles cree encontrar el trazo y los colores de Van Gogh, y hasta se convence que son así, en el caso de nuestra realidad, hay visitantes que buscan en la playa de la Malvarrosa y la Patacona gasas vaporosas que ya no existen”.
O que tal vez nunca fueron exactamente como creímos. “Me da la impresión —sigue Nadal— que esa servidumbre, esa belleza plástica, técnica y compositiva, o el propio éxito, atrapa a Sorolla, de tal manera que hasta las obras que son alegoría de la oscuridad o del conflicto social, gracias a la belleza, aparecen desposeídas de ese perfil sombrío, y se convierten en una realidad a la que se aspira, y se trata de emular. En un cierto sentido, y puede que eso si fuera un drama, es que su éxito ha acabado por moldear una cierta aspiración de postal de vacaciones, que no existía en el momento”.
A propósito de esa cierta construcción de marca, González Tornel apela al ejemplo de la obra Fiesta Valenciana (1893) donde “se conjugan todos los tópicos que animan la pintura costumbrista valenciana: una naturaleza exuberante y generosa, una clase trabajadora feliz y hermosa y una tradición sedera colorista que viste con las mejores galas posibles a la gente más humilde. Los protagonistas se dedican a los juegos amorosos y a la diversión, como en los lienzos que sobre la Arcadia clásica pintó en el siglo XVII el francés Nicolas Poussin. Con Sorolla una nueva Arcadia mediterránea, llena de vida y de luz, dio forma en gran medida a la manera en que el resto del mundo sigue, todavía hoy, viendo a Valencia”.
La capacidad seductora que sigue intacta en la obra de Sorolla puede que se deba a su potencia para proyectar una realidad anhelada, y por tanto mejor.
Si el alienígena curioso fijara su atención en Valencia, determinaría pronto que el señor más importante de la ciudad es Sorolla. Tras los cien años de su muerte, los fastos se suceden desde el Palau de les Comunicacions (antigua sede de Correos) a través de la exposición De la foscor a la llum; en el Bellas Artes, plasmando el Sorolla más junior con la expo Orígenes; en Fundación Bancaja con Sorolla en negro; desde junio en La Base de La Marina, con la inmersiva Una nova dimensió; o en la propia Bancaja desde octubre con Sorolla a través de la luz.