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"Casi me vuelvo loca", habla la madre de Laia, la niña de 13 años asesinada en Vilanova
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"Casi me vuelvo loca", habla la madre de Laia, la niña de 13 años asesinada en Vilanova

Cuando Sonia descolgó el teléfono aquel maldito lunes, jamás imaginó que su vida, como la había entendido hasta ese momento, había acabado. La maldad había llamado a su puerta

Foto: Laia y su madre, Sonia.
Laia y su madre, Sonia.

Las voces de Sonia y Jordi suenan a dolor, a pena infinita. La tristeza está enraizada en cada palabra que pronuncian. En algunas también se escucha el eco de rabia. Tiene toda la lógica. Son los padres de Laia, la pequeña de 13 años a la que asesinó con crueldad un vecino de la casa de los abuelos. Ocurrió el 4 de junio de 2018 en Vilanova i la Geltrú. “No entiendo por qué no se ha parado el mundo”, susurra Sonia. “La gente vive y el mundo no se detiene. Las personas hacen su vida como si no hubiera ocurrido nada. Se celebran carnavales, las navidades, y para mí cada día que pasa solo significa una cosa: es uno menos para reunirme con mi niña”.

Cuando Sonia descolgó el teléfono aquel maldito lunes, jamás imaginó que su vida, como la había entendido hasta ese momento, había acabado. La maldad había llamado a su puerta. “Me llamó Jordi diciéndome que había ido a buscar a Laia a casa de sus padres y que no aparecía”. En ese momento, lo principal era buscar, por eso no le contó los detalles de cómo había desaparecido. Son estos: “La calle de la casa de mis padres”, explica Jordi, “es muy concurrida, pero la manzana en la que viven ellos es pequeña. Laia estaba con ellos. Normalmente, cuando iba a buscarla, aparcaba en un paso de cebra que queda justo delante del portal. Son tres minutos, bajo, pico al portero, digo: “Que baje la niña”. Ella baja, se monta y nos vamos”.

placeholder Laia.
Laia.

Ese día la mala fortuna hizo que el paso de cebra estuviese ocupado por varios sacos de escombros de alguna obra cercana. “Yo había llamado a mis padres por teléfono para decirles que fuera bajando, pero me encontré que no podía aparcar, así que avancé tres metros hasta un vado. No fue más de un minuto lo que tardé en hacer la maniobra y estacionar, pero durante ese tiempo no vigilé la puerta. Como no bajaba, pico el telefonillo y les explico a mis padres que Laia no baja. Ellos me dicen que sí. ¡Si yo no la he visto! Ellos salen a la puerta y gritan: ¡Laia Laia!, pero nadie responde. Un vecino que sube la escalera les dice que no se ha cruzado con la pequeña. Entonces me entra la duda de si en ese minuto puede haber salido de casa y no haberla visto”. Nervios, adrenalina disparada y poco tiempo para pensar. “La madre de Jordi tenía la costumbre de asomarse al balcón a comprobar que Laia se montaba en el coche y todo iba bien. Ese día nos dijo: “Yo no la he visto salir, pero era tal el caos que no le hicimos mucho caso”, explica Sonia.

Los abuelos de Jordi viven en una segunda planta y solo hay dos casas por planta. Ellos vieron cómo Laia bajaba la escalera. Por tanto, solo podía estar en las dos casas del primero. Uno de los vecinos fue el que les dijo que no se había cruzado con la pequeña y el otro era Antonio. Jordi quiso aporrear la puerta, pero sus padres le quitaron la idea: “Este hombre tenía a su mujer muriéndose en un hospital de Barcelona, se fue por la mañana a estar con ella”, le explicaron. Nadie sabía en ese momento que el hijo había regresado de China para pedirles dinero y llevaba días instalado en el domicilio. “¡Fuimos imbéciles por no llamar a la puerta!”, se lamenta ahora Jordi.

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Laia y su madre.

Cuando a uno se le quiebra la voz y llora en silencio, el otro sale en su ayuda para rellenar los silencios. “Nos enteramos de que nuestra hija había aparecido mientras poníamos una denuncia en la comisaria de los Mossos”, sigue con el relato Sonia. Un agente recibió un mensaje sin más detalles. “Fuimos para allá. La casa estaba rodeada de gente. A mí me decían que me metiese en la ambulancia, que no podía subir y que no me preocupase que los médicos estaban con Laia. Yo veía a Jordi en el portal gritando y dando patadas a la puerta”. En ese punto retoma el relato el padre de la menor: “Entro al portal, pido subir, me dicen que no, que están los médicos. Cálmate, cálmate, me repetían. Salí fuera, pero entonces el hermano de Sonia me pregunta: 'Jordi, ¿está viva?'. Hostia, ni me lo había planteado. Daba por hecho que sí. Entonces me metí en el portal otra vez y grité: “¡Decidme si está viva, por favor!”.

Nadie respondió y entonces lo supo

No asumo la muerte de mi hija”, reconoce Sonia. “Durante muchos meses no fui consciente de nada. Estoy de baja, medicada. Tengo más pena que rabia. Pena por su ausencia y porque ella se está perdiendo la vida. La rabia intento controlarla. No me aporta nada. Solo me hace daño a mí, no a él. Intento no quedarme estancada en historias oscuras en la cabeza. Tengo otro hijo, Guillem. Es mi responsabilidad criarle y también defender la memoria de Laia. Mi día a día es muy duro. Tengo un ritmo de duelo lento y me cuesta aceptar el ritmo de duelo de los demás. Me cuesta entender que Jordi vuelva a trabajar y que mi pareja me anime a salir a cenar, que vea un partido del Barça. Yo necesito que el mundo entero se detenga. Pero me he dado cuenta de que no me duele más por estar encerrada en casa sin parar de llorar”.

No hace falta preguntar nada, a cada frase que pronuncia Sonia va desnudando cada vez más sus sentimientos, sus miedos, su tristeza. Parece como si fuera una especie de terapia para ella: “Guillen tiene 15 años. Es mi amor por él por lo que yo sigo viviendo. Hubo una vez en que perdí la cabeza y me dijeron que también me iba a quedar sin él, que la única opción era medicarme. Lo hice porque mi hijo podía tener una madre loca o una madre cuerda. Ya había perdido una hermana y yo no tenía derecho a robarle a su madre también. Ahora cada día que termina pienso: es un día más que he pasado con Guillem y un día menos para reunirme con Laia. No quiero vivir en un mundo sin Laia, pero debo hacerlo. Si Guillem no existiese, me tiraría por el balcón, pero sé que tengo que seguir y seguir”.

Jordi y Sonia tienen ganas de que llegue el juicio. Desean poder mirar a la cara a Juan Francisco López Ortiz, el monstruo que destrozó la vida de su hija. “Quiero ir, mirarle a la cara”, anuncia Sonia. “Si he dejado a mi hija en el cementerio, ya soy capaz de todo”.

placeholder Los Mossos, con el detenido en relación al asesinato. (EFE)
Los Mossos, con el detenido en relación al asesinato. (EFE)

Los dos confían en que la Justicia les resarza al menos desde un punto de vista penal con una condena a prisión permanente revisable, “porque justicia moral no la tendré nunca. Le robó toda la vida a mi hija, que hubiese cumplido 14 años este febrero. Le quedada tanto por vivir y sentir”, murmura Sonia.

Al terminar la entrevista, le pido a Sonia fotos suyas con Laia para ilustrarla y le prometo tapar los ojos a su hija. Ella me responde: “No es necesario que la pixeles, que se vean esos ojos preciosos que tiene”. Son fotos de absoluta felicidad, la que ojalá Sonia y Jordi puedan volver a sentir algún día en su vida.

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Las voces de Sonia y Jordi suenan a dolor, a pena infinita. La tristeza está enraizada en cada palabra que pronuncian. En algunas también se escucha el eco de rabia. Tiene toda la lógica. Son los padres de Laia, la pequeña de 13 años a la que asesinó con crueldad un vecino de la casa de los abuelos. Ocurrió el 4 de junio de 2018 en Vilanova i la Geltrú. “No entiendo por qué no se ha parado el mundo”, susurra Sonia. “La gente vive y el mundo no se detiene. Las personas hacen su vida como si no hubiera ocurrido nada. Se celebran carnavales, las navidades, y para mí cada día que pasa solo significa una cosa: es uno menos para reunirme con mi niña”.

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