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En primera persona: "Vinieron los bomberos a rescatarme a casa por el covid-19"
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En primera persona: "Vinieron los bomberos a rescatarme a casa por el covid-19"

Jamás imagine que me vería en la tesitura de que un día tendría que narrar mi propia historia: los devaneos con el covid-19, una pesadilla tan dura que casi me arrastra

Foto: Amparo de la Gama. (EC)
Amparo de la Gama. (EC)

Soy uno de los números, con nombre y apellidos, que se ocultan tras los 89.250 enfermos recuperados de la turbadora pandemia del coronavirus. Una cifra más de los muchos infectados, hasta hoy, que en la PCR ya he dado negativo. Desde ahora, vuelvo a tener nombre propio y dejo de ser una mera estadística.

Me llamo Amparo de la Gama, soy periodista de este medio de comunicación y lo que más me gusta en el mundo es contar historias de los que tengo enfrente. Cosas de la vida. Jamás imaginé que me vería en la tesitura de que un día tendría que narrar la mía propia: los devaneos con el covid-19, una pesadilla tan dura que casi me arrastra.

Ahora que mi organismo empieza a detectar los anticuerpos IgG, el optimismo asoma a mis ojos y el coraje me hace dejar atrás aquel 15 de marzo, en el que mi cuerpo comenzó a cimbrear con fuertes dolores musculares, fiebre, dolor de cabeza, tos seca, diarreas y una asfixia que confundí con ansiedad. Eran los primeros días en que los hospitales se convirtieron en un auténtico avispero de enfermos de esta pandemia.

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Yo lo pasaba en casa, tenía paracetamol y algún antibiótico en un cajón perdido, para curarme. Con un método autodidacta, yo misma inicié la medicación como si se tratase de una gripe normal. Pero pronto vi que esto era algo más, los síntomas no remitían, la fiebre subía cada vez más, tenía unos escalofríos que, por más mantas que me pusiera, no me hacían entrar en calor. La tos seca me ahogaba, pero desde la inconsciencia me decía a mi misma: “Yo no salgo de mi casa. En un hospital, con la que está cayendo, fijo que con las defensas tan bajas que tengo me pillo el virus”.

Con este ignorante pensamiento, fueron pasando los días entre el miedo y las dudas no resueltas que me ahogaban por dentro. El día 20 me decidí a llamar a los números de teléfono oficiales que aparecían para consultar los problemas del coronavirus. Nada. Todos colapsados, nadie respondía. Yo seguía empeorando y, al día siguiente, alguien del 061 me dijo que continuara con la medicación que estaba tomando, es decir, el paracetamol. Insistía en que los hospitales estaban casi colapsados, que era mejor quedarme en casa.

Ángeles de la guarda

El lunes 23 de marzo recibí uno de los sustos más grandes de mi vida. Al despertar, en mi dormitorio, un hombre que parecía un astronauta de blanco deambulaba por la habitación susurrando: “Señora, no tenga miedo, somos los bomberos. ¿Cómo se encuentra? ¿Está bien?”. Yo no entendía nada.

Carol, mi vecina y ángel de la guarda que vive frente a mí, empezó a golpear la puerta de casa sin respuesta. Al ver que no abría, llamó a la policía

La enfermedad fue degenerando y los delirios de la fiebre me habían ido devorando los días anteriores. Ese lunes ya ni respondía al teléfono a los amigos, que, sabiendo que vivo sola, no paraban de llamarme. Fue entonces cuando Carol, mi vecina y ángel de la guarda, empezó a golpear la puerta de casa sin obtener respuesta. Al ver que no abría, llamó a la policía y ellos, a su vez, a los bomberos, que entraron por una de las ventanas de la casa y me espabilaron para llevarme al hospital.

placeholder El taxista Alfonso Oballe. (EC)
El taxista Alfonso Oballe. (EC)

Llegar allí fue otra odisea. Nadie quiere llevar a un infeccioso. Lógico. Todas las ambulancias estaban ocupadas y las que estaban libres no requerían las características para transportar a enfermos del coronavirus. Por eso llamé a Alfonso Oballe que, más que un taxista, ha sido otro de mis ángeles de la guarda. Aun sabedor de que tenía el covid-19, desinfectó su coche y me dijo: "¿Adónde hay que llevarte?". Una carrera que no tiene precio y que brotó del corazón y de la solidaridad de un hombre bueno.

Conductores solidarios

"¿Hay una cama donde me pueda acostar?

Llegar al Hospital Quirónsalud de Marbella fue un auténtico bálsamo. El doctor Javier Moreno, jefe de medicina interna y experto en infecciosas, lo tuvo muy claro nada más verme. Desde el minuto cero, aplicó el protocolo del covid-19 con un criterio totalmente certero. Antes te toca pasar por Urgencias, donde te hacen todo tipo de pruebas: un TAC, donde te diagnostican derrame pleural bilateral y neumonía atípica, analíticas, la PCR, y preguntas, muchas preguntas, que tú ya casi ni puedes contestar y, susurrando, solo te atreves a decir: “Por favor, ¿hay una cama donde me pueda acostar? No puedo más”.

Cuando te trasladan a planta, todo es como lo que has visto en la televisión. En tu misma habitación hay un contenedor y, casi siempre, las enfermeras te hablan desde detrás de la puerta. Te metes en la cama con el mismo pijama que llevas puesto 'tropecientos' días, y entonces tus miedos se minimizan y se te viene a la cabeza eso de que si todos pensáramos que hoy podría ser el día en que morimos, actuaríamos de otra manera... Y eso da sentido a la vida, sin más.

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Tu brazo se convierte en el cobijo de una vía de goma por donde van entrando todo tipo de medicamentos de forma continuada: desde hidroxicloroquina hasta metronidazol, antitérmicos, ceftriaxona y mucho suero para nutrir tu organismo. Así, 14 días de hospital con el oxígeno, los primeros no son buenos. Los niveles de ferritina no bajan y eso no le gusta nada al doctor Carmona, que te espeta la información mientras tu pánico sigue arrullándote por dentro.

Los médicos salen de la habitación, pero tú te quedas sola con esta enfermedad en la que te toca rumiar cada pensamiento en soledad. Donde te curas o te mueres sola. Donde lloras o ríes sola. Siempre sola. Por eso, cada día que despiertas tienes la mayor de las alegrías, al darte cuenta de que te han regalado 24 horas más. Y te dices: “En definitiva, vivir es esto, no vamos a estar aquí mil años”.

Foto: El periodista David Tejera, cuando presentaba el informativo de Cuatro.
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Y Dios se te antoja inmenso. Para los que somos creyentes, hay un segundo antibiótico: la fe, la gran suerte de podernos cobijar en el pecho de Cristo. En esas noches aciagas, con el rosario del "Jesús de la huerta chica" prendido en mis manos, después de rezar el padrenuestro, le decía a Jesús, casi a hurtadillas: “Anda, ¡jo!, déjame estar un tiempecito más por aquí... ¡Y yo que pensaba que ya lo había hecho casi todo! ¡Creo que aún me falta tanto por vivir! Seguiremos un día y luego otro día, y otro más... Quiero que esa sea nuestra maravillosa realidad”.

Dentro de todos los sinsentidos del virus, el mejor de mis sustentos espirituales han sido las misas improvisadas por un teléfono móvil del padre Rafael Vázquez que, desde su humilde parroquia en San José en Fuengirola, transmite diariamente el Evangelio. Rafa, otro de mis ángeles de la guarda, que tanto ha pedido por mí y que me ha hecho creer que podía vencer la enfermedad.

El poder de los amigos

No se sabe lo importante que es tener buenos amigos hasta que llegan momentos como este. Chusa hace un seguimiento de las personas con las que me he relacionado antes del covid-19 para avisar, y se convierte en 'la informadora oficial de mi enfermedad', porque yo no tengo voz. Teresa me manda un pijama vía 'online' porque el que llevo se cae ya a trozos después de tantos días de uso… Y tu iPhone echa chispas con la cantidad de wasaps que recibe tratando de infundir amor y paciencia.

Hay alguna de mis amistades que me escribía esto: “Gracias por ser fuerte, luchar y superarlo. Qué alegría me llevo. Te juro que me daba miedo preguntarte por si no respondías...”. Pero, gracias a la vida, he podido responder a cada uno de ellos. Mi duende de la suerte ha vuelto a hacer trampa y, gracias a su argucia, tendré dos aniversarios: el día en que nací y el día en que ahora he despertado a la vida... y sin temor.

Me arriesgo de nuevo a algo tan maravilloso como es vivir. El tiempo que me quede voy a intentar ser mejor, reír, amar, cantar... Disfrutar del momento

Con mis recién estrenados anticuerpos, me arriesgo de nuevo a algo tan maravilloso como es vivir. El tiempo que me quede voy a intentar ser mejor, enamorarme, jugar, reír, amar, gritar, cantar... En definitiva, disfrutar del momento. Y, hasta siendo positiva, quiero darle las gracias al covid-19, porque también me trajo algo bueno: me devolvió la sonrisa de mi hermano Ángel, ya que, por cosas de la vida, el destino nos había alejado. Cuando supo que estaba enferma, no dejó ni un solo día de llamarme para decirme: “Te quiero, hermana”.

Soy uno de los números, con nombre y apellidos, que se ocultan tras los 89.250 enfermos recuperados de la turbadora pandemia del coronavirus. Una cifra más de los muchos infectados, hasta hoy, que en la PCR ya he dado negativo. Desde ahora, vuelvo a tener nombre propio y dejo de ser una mera estadística.

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