¿Da igual que la economía vaya bien? Por qué la gente ya no se cree nada
Hay diversas tesis que insisten en la escasa relevancia del funcionamiento de la economía para explicar la desafección hacia las instituciones. Lo que importa es la política. Pero quizá haya que pensar la situación de nuevo
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Desde los entornos liberales, se insiste por diferentes caminos, ya sea desde posiciones esnobs o académicas, en la reducida relevancia de la economía a la hora de entender las disfunciones que están sufriendo las democracias occidentales. Los problemas principales trascienden con mucho las dificultades materiales, y se sitúan en la falta de amor o de clase (entendida esta en su aspecto de distinción en las formas), o en la descreencia respecto de los actores institucionales tradicionales. Y si no, como afirmaba Manuel Castells, la economía no importa, es todo lucha ideológica. Esa separación entre economía y política es parte de una intención torcida en abordar ambas esferas como si fueran algo claramente diferenciado. La realidad dista mucho de ello.
Pero, más allá de este aspecto de fondo, la falta de confianza en los mediadores tradicionales es una constante en las sociedades de Occidente. La desintermediación es producto de una ruptura mucho más profunda de lo que parece. Esto no va de clases perjudicadas por la globalización que han comenzado a dar su confianza a actores políticos excéntricos y que se fían de las noticias que les llegan por la red. La desorganización va mucho más allá.
Simpatía por el asesino
Un buen ejemplo es el caso de Luigi Mangione, el estadounidense acusado de asesinar al CEO de una empresa sanitaria, United Healthcare. Más allá del caso en sí, lo que puede afirmarse sin género de dudas es que su acción generó una llamativa simpatía entre algunos sectores de la población estadounidense. Una encuesta del Emerson College daba como resultado que un 41% de los jóvenes (18 a 29 años) consideraba aceptable el delito.
Comprender esta empatía con el asesino tiene mucho que ver con la sociedad en la que se produjo el crimen, en la que confluyen diversos factores. En primera instancia, y por más que sea un hecho integrado en la mentalidad estadounidense, se trata de una sociedad en la que, si no se poseen los recursos suficientes, no se recibirá atención médica. Hay población atendida por Medicare, pero buena parte de ella debe pagar cantidades significativas para obtener cobertura, lo que subraya una situación de inseguridad vital de partida.
Fallan tres esferas: la que debería garantizar la asistencia médica, la que debería impedir los abusos y la que debería sancionarlos
En segundo lugar, ha habido empresas aseguradoras que han incurrido en prácticas poco éticas, en abusos y, en ocasiones, en fraudes a la hora de prestar la asistencia firmada en la póliza. Se denegaban pruebas o intervenciones a las que, según el contrato, parecían tener derecho los asegurados. Cuando estas prácticas han tenido lugar, las instituciones no las han frenado o prohibido, lo que subraya una desprotección significativa.
Y, como tercer elemento, los mecanismos institucionales previstos para detener o sancionar esos abusos, los judiciales, son costosos y no garantizan una resolución satisfactoria. De modo que hay tres esferas que fallan: la que debería garantizar la atención sanitaria, la que debería impedir que los abusos se produjeran y la que debería sancionar tales conductas.
Los medios tradicionales apenas han prestado atención a los abusos de las aseguradoras, por lo que los ciudadanos no se han sentido protegidos
En ese escenario, es obvio que muchos ciudadanos están descontentos porque se ven solos y abandonados frente al poder. No creen en las instituciones, porque estas hacen poco para que confíen en ellas. Y tampoco los mediadores comunicativos, los medios tradicionales, han prestado demasiada atención a ese asunto, por lo que los ciudadanos ni siquiera se han sentido protegidos por la capacidad de denuncia pública. Puede argumentarse, además, la conexión entre lo político y lo económico: todo eso ocurre para incrementar los beneficios.
Si se juntan todos estos factores (desprotección, sensación de abandono, funcionamiento muy deficiente de las instituciones) en una sociedad individualista, con fácil acceso a las armas y violenta, el resultado puede ser que alguien entienda que se debe tomar la justicia por su mano. El hecho de que el asesinato sea condenable no evita la reflexión de fondo ni la comprensión del deterioro institucional de partida. Ambas cosas son compatibles.
La DANA
Más allá de EEUU y de un caso puntual, esa misma desconfianza con las instituciones aparece, con distintos grados, tonos y colores, a lo largo de la política occidental. En España hemos vivido el caso de la DANA. Lo cierto es que hubo una mala reacción institucional a la hora de avisar, pero también una respuesta escasa y tardía cuando se tuvo que ayudar a los ciudadanos perjudicados. La posterior pelea política sobre atribución de responsabilidades puede dañar a alguno de los actores implicados, y es probable que Mazón sea el primero de ellos, pero el sentimiento de desprotección y desamparo no finaliza cuando se identifica un culpable. Es lógico que se extienda la sensación de que el sistema no funciona. Aquí también hay una conexión entre lo político y lo económico: muchas cosas fallaron, pero los recursos disponibles para hacer frente a la catástrofe eran menores de los que resultaban precisos.
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Las expectativas rotas
Un tercer ejemplo relevante respecto de la desafección institucional proviene de ese declive en el nivel de vida que ha sido achacado a un exceso de expectativas. Las poblaciones occidentales, que crecieron en tiempos de bonanza, han sufrido los embates del cambio tecnológico, de la competencia que trajo la globalización y de la falta de cualificación. Han visto caer sus ingresos y se resienten de las malas perspectivas de futuro. Son esas mismas poblaciones las que eligen líderes disfuncionales o las que se alejan de los medios tradicionales.
No se extiende un descontento ligado a la sobrevaloración de las posibilidades personales, sino la sensación de estar siendo estafados
Sin embargo, las expectativas quebradas son una explicación que reconforta a quien la enuncia y no una descripción del momento occidental. Buena parte de quienes se resienten de la falta de futuro no son ya trabajadores descualificados que viven en los territorios rurales, sino urbanitas con formación que constatan cómo sus ingresos no les permiten mantener un nivel de vida digno: hoy son las rentas más que los salarios las que proporcionan una existencia materialmente estable.
El sentimiento que se extiende no es el del descontento ligado a la sobrevaloración de las posibilidades personales, sino el de estar siendo estafados. Y se ancla, con mucha frecuencia, en una sensación de injusticia: hicieron lo que se les pedía y les vale de poco. En consecuencia, comienzan a votar a favor del cambio político en lugar de respaldar a partidos sistémicos.
Si las instituciones funcionan de manera insuficiente, o lo hacen de forma injusta, la cohesión social queda dañada
Este malestar puede articularse desde distintas perspectivas. El caso de Milei es significativo, en la medida en que señaló al Estado como gran ladrón y a los políticos como corruptos. En distintos grados, esta idea está resultando exitosa: la visión de unas instituciones mal gestionadas, ya sea en interés de los políticos, ya por el despilfarro que generan, lleva a entender que si se reducen al máximo las prestaciones institucionales se puede liberar dinero a favor de los ciudadanos. En esa idea están creciendo las nuevas derechas.
En cualquier caso, la idea de una existencia precaria, sin grandes redes de seguridad, salvo la familiar, es enormemente perniciosa para las democracias. En cierto sentido porque la confianza en la institucionalidad también emana de la eficacia de esta y, en segundo lugar, porque la idea de que las estructuras existentes están funcionando de manera insuficiente, o de que lo hacen de forma injusta, daña la cohesión de cualquier sociedad. En esta dificultad existencial se ancla el desprecio por los políticos y por la política y el descreimiento en los mediadores tradicionales; ahí crecen los malestares antisistema. Este momento está presente en España, no pertenece solo a las sociedades del todo o nada, como la estadounidense. Y si alguien sabe qué teclas políticas pulsar, es evidente que obtendría una notable rentabilidad electoral. Porque la sensación de que las cosas no funcionan es ya común.
Desde los entornos liberales, se insiste por diferentes caminos, ya sea desde posiciones esnobs o académicas, en la reducida relevancia de la economía a la hora de entender las disfunciones que están sufriendo las democracias occidentales. Los problemas principales trascienden con mucho las dificultades materiales, y se sitúan en la falta de amor o de clase (entendida esta en su aspecto de distinción en las formas), o en la descreencia respecto de los actores institucionales tradicionales. Y si no, como afirmaba Manuel Castells, la economía no importa, es todo lucha ideológica. Esa separación entre economía y política es parte de una intención torcida en abordar ambas esferas como si fueran algo claramente diferenciado. La realidad dista mucho de ello.