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Teresa Rodríguez dimitió sin que la echaran. ¿Por qué es tan raro ver algo así en España?
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SE PIDEN DIMISIONES, PERO NO SE DAN

Teresa Rodríguez dimitió sin que la echaran. ¿Por qué es tan raro ver algo así en España?

La líder de Adelante Andalucía ha dejado su escaño tras ocho años, como prometió. Algo inusual en la política española, donde las renuncias suelen estar dictadas por los partidos

Foto: Teresa Rodríguez se despide del Parlamento. (EFE/Julio Muñoz)
Teresa Rodríguez se despide del Parlamento. (EFE/Julio Muñoz)

La noticia ha pasado casi desapercibida en esta vorágine de litigios constitucionales y medidas contra la inflación, pero ha sido algo extraordinario: Teresa Rodríguez, líder de Adelante Andalucía, ha dimitido de su cargo como diputada en el Parlamento autonómico para volver a dar clase en un instituto gaditano. No lo ha hecho como reacción a un mal resultado electoral ni tras un error, simplemente prometió que su andadura en la política duraría ocho años y así lo ha hecho. José María González Kichi, alcalde de Cádiz y pareja de Rodríguez, tomó la misma decisión a finales de noviembre y anunció que no se presentará a la reelección en 2023.

Ella ha sido mucho más drástica: al salir como eurodiputada en 2014, se puso ese horizonte de ocho años y antes de que el cronómetro llegue a cero se ha despedido. Pese a la aparente normalidad del gesto, han tenido que pasar muchos años en la política española, donde a diario se piden dimisiones desde todos los partidos, para contemplar algo así: un político dimitiendo y marchándose a su casa sin que nadie se lo pida.

El comienzo de una época

El 19 de abril de 1994, Felipe González encaraba el debate sobre el estado de la nación más duro de cuantos tuvo que afrontar en sus años como presidente. La crisis económica, el escándalo Filesa o la crisis de Ibercorp le tenían acorralado. Aquel aciago día para el mandatario socialista, el joven aspirante de la derecha, José María Aznar, pronunciaría una frase que España acabó grabando a fuego en la mollera y que hoy, 28 años más tarde, aún resuena: "En las actuales circunstancias, no le queda más que una salida honorable," -le espetó- "presentar su renuncia al Rey y aconsejarle respecto a qué miembro de su partido reúne las mejores condiciones para sustituirle. Váyase, señor González".

El tono en el Congreso podía ser bronco en ocasiones, pero no era nada habitual dirigirse tan directamente al jefe del Ejecutivo para pedir, simple y llanamente, que dimitiera. El impacto del discurso de Aznar fue inmediato. En ese mismo debate, Vicente González Lizondo, diputado de Unión Valenciana en el Grupo Mixto, hizo suyas esas mismas palabras y repitió desde la tribuna: "Dimita usted, señor González; váyase". Desde ahí, la invectiva pasó a formar parte del folclore patrio y años más tarde, en Aquí no hay quien viva, declamaban un "váyase, señor Cuesta" casi en cada capítulo.

Tres décadas después, España vive instalada en una continua exigencia de dimisiones. Bobinemos hasta las últimas sesiones del Congreso de los Diputados que han tenido lugar en los últimos días. El pasado 21 de diciembre, la diputada Marga Prohens dijo: "Dimita, señora Montero, no porque se lo pide el Partido Popular, no porque se lo pide el movimiento feminista en las calles, dimita por respeto a las víctimas y por dignidad"; y la diputada Ana Vázquez señaló: "Por respeto a la verdad, por respeto a la decencia política y por respeto a nuestra democracia, váyase ya, señor Marlaska". La semana anterior, Inés Cañizares, de Vox, le dijo a Irene Montero: "Si le queda un poco de dignidad, sí o sí, dimita". Un día antes, de nuevo Prohens a Montero: "No voy a caer en insultos ni en ataques personales que desvíen el foco de lo que realmente es el motivo para apoyar su reprobación y volver a pedir su dimisión". La jornada previa, 12 de diciembre, el senador Fernando Martínez-Maíllo: "Vuelvo a insistir en que Marlaska no puede seguir siendo ministro ni un minuto más en España, ni un minuto más". En la sesión anterior a esa, el Grupo Parlamentario Popular vuelve a recordar a Irene Montero que aún no ha dimitido. 24 horas antes, le decían: "Espero que recapacite, y al llegar a su despacho empiece a redactar su carta de dimisión". En la anterior, Cañizares vuelve a interpelar a la ministra de Igualdad con un "¿Por qué no ha dimitido?". El día anterior, Maíllo volvía a pedir al ministro de Interior: "Usted tendría que venir aquí y conjugar el verbo dimitir, el señor Marlaska y todo su equipo, por un poquito de decencia política".

placeholder El senador del PP Fernando Martínez-Maíllo, en un pleno del Senado. (EFE/Kiko Huesca)
El senador del PP Fernando Martínez-Maíllo, en un pleno del Senado. (EFE/Kiko Huesca)

Evidentemente, que los ministros de Interior e Igualdad capitalicen la petición de dimisiones en estas dos últimas semanas tiene su explicación: la ley del solo sí es sí, uno de los grandes proyectos de Montero para esta legislatura, ya ha logrado que más de 125 agresores sexuales obtengan rebajas de condena, algo que la ministra subrayó que no iba a suceder ni una sola vez. Por su parte, Grande-Marlaska sigue encarando las consecuencias de lo que sucedió el pasado 24 de junio en la frontera entre España y Marruecos: una acción coordinada entre la gendarmería marroquí y la Policía Nacional que se saldó con 40 fallecidos como consecuencia de un aplastamiento mortal que, según una investigación internacional reciente, se produjo en territorio español.

Pero pueden tomar cualquier semana de este año y el panorama en el hemiciclo es idéntico: en cualquier momento, la oposición pide la dimisión de algún miembro del Gobierno.

El ministro de Universidades —sí, existe y se llama Joan Subirats— debió dimitir por haber votado en el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. El de Seguridad Social y Migraciones debió dimitir por decir que "no hay una crisis migratoria en Canarias" o por, según miles de pensionistas que salieron a la calle hace unos meses, querer privatizar sus pensiones. Alberto Garzón debió dimitir varias veces, pero especialmente hace un año, cuando criticó las macrogranjas y provocó que pidieran su cabeza: la derecha, los ganaderos, la Mesa del Turismo, los veterinarios, la Federación de Mujeres Rurales e incluso el barón socialista Javier Lambán. Ione Belarra, pese a tener contadas sus atribuciones, también debió dimitir, según los hoteleros, cuando prorrogó el Imserso sin revisar los precios al alza, o especialmente cuando censuró que España ayudara militarmente a Ucrania, momento en el cual incluso Carmen Calvo la retó a dejarlo y ser ejemplo de "honestidad y gallardía política". A Carolina Darias la han invitado a marcharse los MIR, aspirantes a médicos o enfermeros, la coordinadora de mareas blancas o los no fumadores por su "incapacidad para sacar adelante el Nuevo Plan Integral de Tabaquismo". El Partido Popular ha exhortado a marcharse varias veces al ministro de Presidencia, Félix Bolaños, por decir que los jueces no pueden elegir a los jueces o ser el supuesto ideólogo de una trama que perseguía la moción de censura del alcalde de Murcia. El ministro de Agricultura, Luis Planas, es uno de los que más peticiones de dimisión acumulan, ya sea por el resultado de sus negociaciones de la PAC, por la guerra del cava entre Extremadura y Cataluña o por haber sido investigado por un robo de agua en Doñana.

Foto: Una persona cruza una calle anegada de agua esta semana en Madrid. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

La lista es extensible a voluntad —solo las peticiones a Irene Montero en el último mes requerirían un artículo en paralelo— y por supuesto por encima de todas las dimisiones está el presidente Sánchez, hacedor y muñidor, siempre salpicado por obra u omisión y que, por tanto, también debe dimitir. Algunas de estas peticiones pueden resultar oportunistas, otras están más justificadas, pero todas tienen algo en común: no han provocado ni una sola dimisión. Sin duda, en la España de 2022 abusamos de la fórmula popularizada por Aznar, ¿pero de verdad ninguno de estos actos era realmente merecedor de que su promotor abandonara su puesto?

El senador popular Antonio Alarcó usó con Escrivá un clásico de este género: "En un país democrático y normal, este ministro no dudaría ni cinco minutos".

El país normal donde todos dimiten

En octubre de 1995, un informe del Parlamento sueco reveló que la entonces vicepresidenta, Mona Sahlin, había usado la tarjeta de empresa gubernamental, destinada solo a gastos laborales, para hacer compras personales por valor de unas 50.000 coronas suecas (al cambio, 4.600 euros) y, entre ellas, un Toblerone en un aeropuerto. Más tarde, confesó que también había dejado sin pagar varias multas de tráfico y aún debía varias mensualidades de la guardería de sus hijos. Sahlin dimitió de su puesto dando lugar al llamado affaire del Toblerone. Su caso ha servido desde entonces como agravio comparativo en todas partes de Europa o del mundo: "En Suecia, una ministra dimite por una chocolatina; sin embargo, aquí...".

Encima, para cuando el fiscal general sueco, Jan Danielsson, concluyó meses más tarde que Sahlin no había incurrido en ningún comportamiento punible, la política ya había puesto tierra de por medio.

placeholder La líder del Partido Socialdemócrata en 2010, Mona Sahlin. (EFE/Niklas Larsson)
La líder del Partido Socialdemócrata en 2010, Mona Sahlin. (EFE/Niklas Larsson)

El politólogo Víctor Lapuente, investigador en la Universidad de Göteborg, recuerda muy bien aquel episodio, pero aclara que su dimisión no fue, en ningún caso, un punto y final. "Esta política dimitió y devolvió el dinero, estuvo unos años en la nevera, luego volvió y se convirtió en la líder del partido socialdemócrata", explica a El Confidencial.

Del caso Toblerone se pueden extraer varias lecturas aplicables a nuestro país. En primer lugar, hace falta que alguien dé un paso al frente y, de este modo, establezca el umbral a partir del cual es admisible dimitir. En España, no tenemos ningún ejemplo similar. Sahlin declaró además que tomó su decisión libremente, en ningún caso interpelada por el partido, y, de este modo, mandó un poderoso mensaje al resto de políticos, amigos o enemigos.

Por supuesto que en España ha habido dimisiones, pero nunca han respondido a un error cometido durante el ejercicio de su cargo.

Son sus costumbres, ¿hay que respetarlas?

Los pocos ejemplos que tenemos en nuestro país explican bien cómo funcionan las cosas. Las dimisiones de políticos en España, más que a una decisión libre, se parecen más a esas escenas de las novelas de piratería en las que uno va avanzando por una plancha a ciegas mientras el Barbarroja de turno le empuja hacia su destino con la punta de la espada.

En julio, Adriana Lastra dimitió como número dos del PSOE por estar embarazada. Antes, Pablo Casado dimitió como presidente del PP por orquestar una trama de espionaje a Ayuso, aunque, bueno, oficialmente lo que hizo fue convocar un congreso extraordinario varias semanas más tarde al que no se presentó. Hubo, eso sí, un breve lapso durante la primera legislatura de Sánchez en que el Ejecutivo adoptó un perfil nórdico: tanto Màxim Huerta como Carmen Montón dimitieron de sus cargos en Cultura y Sanidad por manchas curriculares a las pocas semanas de estrenar la cartera. Realmente no fue tanto fallo de los ministros salientes como del que los seleccionó, pero el PSOE acababa de expulsar a Rajoy de la Moncloa por un escándalo de corrupción y había que mostrarse inflexible.

Más allá de ese abrir y cerrar de ojos, el único motivo real para que un político en España lo deje inmediatamente es una catástrofe electoral. Pablo Iglesias dejó la política (ejem) tras el fracaso de la izquierda en las elecciones de mayo de 2021. Albert Rivera hizo lo propio un día después del batacazo de Cs en las elecciones de noviembre de 2019. Ahí está el umbral, por encima de eso un político puede protagonizar cualquier escándalo, resultar imputado, incluso condenado, y seguir en su cargo.

placeholder Albert Rivera, el día de su dimisión. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Albert Rivera, el día de su dimisión. (EFE/Rodrigo Jiménez)

En 2013, cuando el número dos de Esquerra Republicana, Josep Carrapiço, dimitió de su cargo al ser llamado a declarar por un caso de corrupción, la operación Pokémon, el líder de ERC, Oriol Junqueras, salió a ponerse la medalla: "Hay partidos con centenares de imputados, acusados y condenados donde no dimite nadie". Junqueras, como es sabido, fue destituido por el artículo 155, poco después entró en prisión y salió indultado el año pasado. Nunca dimitió. En ningún momento de todo este proceso, ni cuando vulneró la ley en septiembre, ni cuando se frustró su declaración de independencia y por tanto defraudó a sus votantes, ni cuando el Tribunal de Cuentas le señaló por haber malversado 1,9 millones de euros públicos, en ningún momento el político catalán consideró necesario dar un paso atrás y dimitir.

Tampoco Gabriel Rufián, que en una entrevista concedida en diciembre de 2015 a Público expuso célebremente: "En 18 meses dejaré mi escaño para regresar a la república catalana". Desde entonces, han pasado 84 meses. Era una época aquella de mucho lirili. Poco antes, en una entrevista con Jordi Évole antes de su primer envite electoral, Pablo Iglesias le dijo: "Si no gano las próximas elecciones generales, igual me voy".

No existen líneas rojas para irse

Todos estos factores se agregan para que en España sea prácticamente imposible que un político dimita motu proprio, pero para Lapuente hay uno más: "Está claro que en otros sitios son más disciplinados con la dimisión, pero es que, mientras en otros países el político dimite y sufre las consecuencias a nivel personal, en España, donde la política está muy tribalizada, un político coloca a muchísima gente y eso hace muy difícil la dimisión", reflexiona el politólogo. "Las propias personas que los rodean y dependen de ellos les van a convencer diciendo que no han hecho nada malo, así es muy difícil que diagnostiquen el problema de la misma manera que estando ellos solos: la dimisión en España tiene unas externalidades que no tienen en otros países".

"En España, un político coloca a muchísima gente y eso hace muy difícil la dimisión"

Luego está ese otro factor: ¿dimitir para volver a hacer qué? En nuestro país hay una gran cantidad de políticos de carrera, que llegaron a puestos altos desde las juventudes del partido y no conocen otra forma de vida, con cuya dimisión nunca podemos contar. Son, por así decirlo, funcionarios del partido. El politólogo John Rohr, en su libro Ética para burócratas (1978), solo distingue la "dimisión en protesta", cuando un servidor público decide dejar libremente su puesto porque algo ha quebrantado su conciencia. Todo lo demás caería en otras categorías: cese, sanción, cambio... donde la responsabilidad o la orden vienen de otra parte, no de uno mismo. "En su mayor parte, la resignación como protesta es un fenómeno de clase alta", escribe Rohr. "Los que hacen este tipo de cosas a menudo tienen una profesión, negocio o familia prominente a la que recurrir después de su renuncia".

Es una consideración algo clasista, porque al final hay que aspirar a que todas las capas de la sociedad puedan acceder a la representación parlamentaria —algo que no suele suceder en países anglosajones, donde la alta política está dominada por egresados en colegios y universidades prestigiosas—, pero es cierto que cuando alguien se ha vuelto rico o de clase alta gracias a su actividad política, es muy difícil que vaya a abandonar ese barco de privilegios por un arrebato de conciencia.

placeholder Teresa Rodríguez, una 'rara avis' que dejó su puesto como diputada. (EFE/Julio Muñoz)
Teresa Rodríguez, una 'rara avis' que dejó su puesto como diputada. (EFE/Julio Muñoz)

Esta situación con las dimisiones en España genera otros problemas. En un país con un nivel de tolerancia tan alto para los escándalos políticos (siempre que sean de los nuestros, claro) las posibilidades de captar talento fuera de los partidos son muy reducidas. Cuando están muy quemados ante la opinión pública y la oposición, los ministros no dimiten, sino que son recolocados en otros puestos, ayuntamientos o la organización del partido, tal y como sucederá en los próximos meses cuando lleguen las elecciones municipales o Sánchez celebre otra crisis de Gobierno. El partido dominante es un organismo capaz de absorber todos sus hematomas.

"El problema de la dimisión no se puede desagregar de este problema que tenemos en España con la selección de las élites", dice Lapuente. "El umbral está tan bajo que se producen dimisiones ex-ante, gente que no llega a entrar en política simplemente por las exigencias de transparencia y por un escrutinio público que llega a ser un poco vergonzante". Este escrutinio está motivado a menudo por los propios políticos, que recelan de los outsiders.

Y existe un último motivo, quizás el más importante. En España, el que dimite no vuelve a la política. Es quizá la mayor diferencia que tenemos con otros países, donde el electorado, y sobre todo el sistema, permite regresar a quienes un día se vieron obligados a irse.

"En España, una dimisión es una sentencia de muerte política"

"A mí me parece una bendición, porque todo el mundo tiene derecho a una segunda oportunidad, evidentemente tras una reflexión y un arrepentimiento", indica el politólogo español en Suecia. "En España, una dimisión es una sentencia de muerte política, siempre lo ha sido, pero especialmente ahora se echa a la gente de la política a patadas antes de cumplir los 45 años, eso lo hace todo todavía más complicado".

Esto se ha visto especialmente en Podemos y Ciudadanos, partidos que han sufrido innumerables dimisiones debidas a ajustes de cuentas internos. Muchos nombres con potencial para tener protagonismo en la política española dimitieron un día y nunca jamás han vuelto a una lista electoral.

Pero puede cambiar

En Reino Unido, tienen un dicho: "La primera regla de la política es no dimitir nunca". Sin embargo, en los últimos tiempos algo ha cambiado. O más bien, alguien. "No hay ninguna cultura exenta, los británicos eran los más puros, tenían esos códigos de honor y hablaban mucho del servicio público, pero, como se ha visto, todas estas cosas pueden deshacerse como azucarillos", dice Lapuente.

Este pasado verano, Boris Johnson parecía querer atornillarse a la silla pasara lo que pasara. La prensa sacaba escándalos políticos, etílicos y pandémicos de BoJo, pero él se negaba a marcharse. Para forzarle a hacerlo, tuvieron que dimitir en cambio más de 60 de sus parlamentarios y miembros del Gobierno, incluido Rishi Sunak, entonces ministro de Economía y hoy premier del país. En su carta de dimisión dijo: "Reconozco que este puede ser mi último trabajo ministerial, pero creo que merece la pena luchar por estos estándares y por eso dimito".

Al igual que en Suecia, marcharse a tiempo y con la cabeza alta da a un político muchos puntos de cara a su regreso. En Reino Unido como en España, a mayor número de escándalos semanales, mayor es también el nivel de tolerancia del público con la continuidad de los políticos responsables. A quienes pedían la dimisión de Pedro Sánchez por la reforma de la sedición les llegó de repente la malversación y la renovación del CGPJ. Son tantas bolas que resulta imposible devolverlas. Para la oposición es también más sencillo poner el piloto automático: en lugar de proponer soluciones elaboradas a los problemas que suscitan los escándalos, se propone que alguien dimita.

Algo muy parecido pasa con los medios. Un estudio en Alemania, publicado en el Journal of Public Economics, quiso ver si existía correlación entre la cobertura mediática de determinados eventos y que se produjeran dimisiones. Los investigadores, de la Universidad de Hamburgo, encontraron que "las dimisiones son más comunes cuando los medios cubren el caso de forma intensa".

La acumulación de sucesos escandalosos, por tanto, disipa este efecto dejándonos una moraleja muy deprimente: si un político se equivoca y alguien pide su dimisión, la forma más segura de salvar el pellejo es seguir equivocándose.

La noticia ha pasado casi desapercibida en esta vorágine de litigios constitucionales y medidas contra la inflación, pero ha sido algo extraordinario: Teresa Rodríguez, líder de Adelante Andalucía, ha dimitido de su cargo como diputada en el Parlamento autonómico para volver a dar clase en un instituto gaditano. No lo ha hecho como reacción a un mal resultado electoral ni tras un error, simplemente prometió que su andadura en la política duraría ocho años y así lo ha hecho. José María González Kichi, alcalde de Cádiz y pareja de Rodríguez, tomó la misma decisión a finales de noviembre y anunció que no se presentará a la reelección en 2023.

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