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Hacia las democracias con testosterona
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Hacia las democracias con testosterona

En el siglo de las mujeres —qué paradoja—, pareciera que los ciudadanos flaqueasen en sus convicciones y aspirasen a la protección de hombres fuertes, a los 'cirujanos de hierro'

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Las sociedades occidentales tienen miedo porque han llegado a la muy transversal convicción de que sus sistemas democráticos debilitan sus estilos de vida, diluyen su personalidad cultural, difuminan sus rasgos históricos y quedan arrumbadas por los ajenos, que llegan de lugares alejados, pero con energía, creencias trascendentes que les infunden coraje y disposición personal y colectiva para reproducirse y llegar a crear minorías dominantes. Este es un diagnóstico destilado de los muchos que hacen sociólogos, demógrafos y politólogos, que ha retomado el concepto keynesiano de la incertidumbre radical, aquel que en los años treinta del siglo pasado formuló John Maynard Keynes en su obra de referencia Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero.

La incertidumbre —¿qué pasará?— anticipa frecuentemente hechos catastróficos —cisnes negros, en la teoría de Nicholas Taleb— que nos retrotraen en la historia. Donde hubo pandemia (la gripe española de 1918-20, hoy pandemia de coronavirus); donde hubo crisis económica (la gran recesión de 1929, hoy se han encadenado dos, la financiera de 2008 y la energética de 2022), y donde hubo guerra (la primera y la segunda en el siglo XX, vuelve a haberla en Ucrania), de tal manera que los ciudadanos confortables de 2022 miran atrás, por un retrovisor mental, y no hacia delante. Y desconfían de que las democracias posteriores a 1945 sean capaces de soportar los requerimientos de protección de sociedades que se siente acosadas.

El populismo es la corriente transversal que recorre estas sociedades occidentales, porque es una teoría reduccionista y endogámica

Cuando este fenómeno se ha extendido como mancha de aceite, la democracia liberal comienza a dudar, le tiemblan las piernas y las gentes aspiran a los líderes fuertes, a aquellos que, rotundos, relativizan los aspectos aparentemente más frágiles de los sistemas de libertad individual y colectiva, e imponen recetas autoritarias.

El populismo es la corriente transversal que recorre estas sociedades occidentales, porque es una teoría reduccionista y endogámica que trata de crear seguridades mediante la interpretación de dirigentes viriles que introducen la hormona de la testosterona en sus discursos y en sus decisiones.

El historiador Juan Francisco Fuentes, en su excelente trabajo Historia y simbología en los populismos europeos del siglo XXI, ha listado hasta 46 partidos políticos populistas en Europa cuya ideología "es muy difícil definir", aunque detecta —citando a otros autores— que en este movimiento hay un componente "irracional" y que la definición de lo que sea el populismo requiere de una "aproximación intuitiva más que normativa". Genera, según los muchos autores que han estudiado el fenómeno y que Fuentes refiere en su ensayo,"una auténtica corrupción cognitiva en la ciudadanía", en la que se produce una "carga emocional en su discurso y en su práctica política" utilizando lenguajes "simbólicos" (pueblo, élites, gente, casta), siendo propensos a encarnar "la legitimidad popular en liderazgos fuertes y carismáticos o el uso de categorías morales como virtud, pureza o corrupción".

Foto: Aumento de casos de covid en China. (EFE/Alex Plavevski)

Y así, el catedrático de Historia Contemporánea llega a la conclusión de que "el populismo se puede considerar la principal respuesta al desasosiego provocado por la sucesión de calamidades (geo) políticas, económicas y finalmente sanitarias del nuevo milenio, desde el terrorismo islámico hasta la recesión iniciada en 2008 o la pandemia del covid, a menudo asociadas con la globalización".

Aunque las democracias liberales en Europa se mantengan, el hecho de que existan hasta 46 partidos populistas en el continente, en algunos casos ya en el poder alcanzado en las urnas, nos convoca a la reflexión de si lo que estamos viviendo, salvando las distancias, es lo que sucedió en el periodo de entreguerras del siglo pasado: estalinismo, nazismo y fascismo. La historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, pero el populismo del siglo XXI no es una farsa, es una realidad que rima con los regímenes que se impusieron en la URSS, Italia y Alemania entre 1917 y 1945.

El iliberalismo de los populismos tiene como componente esencial el nacionalismo, ese que François Mitterrand definió como una expresión de la guerra. Un nacionalismo que recoge un historicismo épico de los pueblos en los que arraiga (desde Juana de Arco en Francia hasta la opulencia visual soviética en la Federación Rusa), elevando la moral y estimulando los anticuerpos frente a dos fenómenos: la globalización entendida como un nuevo sistema de comercio y relaciones internacionales que relativiza la soberanía de los Estados nación, y la inmigración como una suerte de invasión que hay que detener para proteger la "identidad nacional". Por eso escribe el profesor Fuentes que "el populismo ha hecho del pasado un espectáculo movilizador y banalizador al mismo tiempo, un pastiche histórico lleno de disonancias, pero de probada eficacia a la hora de convertir las emociones en votos. Su capacidad para dar significado a lo insignificante contrasta con sus limitaciones teóricas y doctrinales".

Foto: Buques de la marina de guerra de Rusia. (EFE)

Quizás el acontecimiento más convulsivo de todos los que ha provocado el populismo haya sido el asalto al Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021, instigado por Donald Trump para evitar la proclamación de Joe Biden como nuevo presidente de los EEUU y que, por estrecho margen, le ganó las elecciones en noviembre de 2020. Pero antes, otra democracia icónica como la británica, caía de su pedestal con el Brexit, una expresión radical de populismo nacionalista que se les fue de las manos incluso a aquellos que la propugnaban, como fue el caso de Boris Johnson. Las presidenciales francesas, con Marine Le Pen en la segunda vuelta peleando por la presidencia de la República con Emmanuel Macron, acabaron con el cordón sanitario que los partidos democráticos imponían a los que no lo eran porque el victimismo es consustancial al populismo. Ahora, Le Pen cuenta con 89 escaños en la Asamblea francesa, y en Italia, los partidos de derechas comandados por Hermanos de Italia de Meloni gobiernan con una izquierda destruida. Podríamos listar otros fenómenos similares, como el que ocurrió en Suecia, en donde la socialdemocracia canónica ha quedado relegada a la oposición.

Es obvio que las democracias liberales están asumiendo riesgos porque faltan convicciones. Se han hecho algunas cosas mal. Históricamente torpes, como la constante y perseverante política alemana de relación con Rusia suponiendo que una vinculación comercial de dependencia energética aseguraba la amistad y resolvía por sí sola los conflictos. El fiasco alemán se ha llevado por delante la reputación de una saga de dirigentes socialdemócratas y cristiano demócratas, implosionando la figura, tantos años icónica, de Angela Merkel. Esta situación ha endurecido a todos los países fronterizos con Rusia —con democracias muy nacionalistas desde la caída de la URSS en 1991— y ha provocado que Estados neutrales (también denominados colchones para la estabilidad europea), como Suecia y Finlandia, hayan reclamado su urgente integración en la Organización del Atlántico Norte (OTAN). Todos los países de la UE y del pacto atlántico han comenzado un proceso de rearme mediante exigencias presupuestarias en gastos e inversiones en defensa cuyo suelo —no el techo, que quede claro— se ha situado en el 2% de los respectivos PIB nacionales, sin perjuicio de que las recetas para salir de la crisis económico-energética de 2022 hayan sido bien distintas a las de 2008: expansión del gasto público, fondos europeos mediante transferencias y créditos y relajación de las reglas fiscales.

¿España? Sigue disponiendo de una vertebración política basada en dos grandes partidos, pero la incomprensible incomunicación y hostilidad entre ellos ha permitido que los populismos de izquierda y de derecha adquieran una inusitada relevancia. Vox es la tercera fuerza política y Unidas Podemos, la cuarta. El denominado bibloquismo establece compartimentos estancos y no permite políticas transversales que eviten la colisión formidable entre las concepciones de los populistas de izquierda y de derecha. A lo que deberíamos añadir un factor diferenciador y negativo: los independentismos vasco y catalán —con más de 25 escaños en el Congreso de los Diputados— responden a un origen nativista, y tanto su práctica como sus políticas atienden claramente a los esquemas del peor populismo. La posibilidad de que se supere en un plazo razonable esta hostilidad estéril es escasa. Y resultaría urgente que se solucionase mediante un entendimiento en un terreno central, en un espacio de concurrencia.

En el caso español, la Constitución de 1978 se presenta rígida e inacabada

La cuestión última es si peligran las constituciones democráticas del siglo XX. La respuesta no puede ser negativa del todo. En la centuria anterior, Hitler llegó al poder y liquidó la muy estimable Constitución de Weimar, y la italiana fue violentada por Mussolini. Francia y Alemania cuentan con democracias militantes, lo que es una extraordinaria ventaja democrática. En el caso español, la Constitución de 1978 se presenta rígida e inacabada. La rigidez y la provisionalidad del texto darían para una larga digresión, pero cabe la advertencia: las crisis institucionales que estamos padeciendo tienen que ver con dos factores: 1) la falta de lealtad constitucional de las clases dirigentes —muy mediocres en España desde hace al menos tres lustros— y 2) la fosilización de determinadas prevenciones constitucionales que no se han alterado al ritmo de los tiempos. De tal manera que, en este contexto, los populismos pueden crecer o transformarse, como lo demostraría el hecho de que el principio de representación está deteriorado y surgen por eso los partidos provinciales (también llamados cantonales, evocando así el fracaso de la I República española).

Estamos en la era de los lideres fuertes, viriles, rotundos, asertivos, sin complejos, en democracias con hormonas de testosterona. El lenguaje performativo que apuesta por el disparo semántico que tumbe al contrario se celebra como si se tratase de una lucha de gladiadores romanos. Líderes como Trump o el filipino Duterte se jactan de poder disparar en las calles contra quien quieran y no perder por ello un solo voto. Regresa el culto a la personalidad en democracias como la India, en la que Modi empezó siendo un referente de liberalismo; Hungría y Polonia son países en los que arraigan ya los líderes contundentes, y un Estado gozne entre Europa y Oriente como Turquía ha sacralizado la figura de Erdogan, un autócrata que juega con Rusia, China y la Unión Europea.

Foto: Miles de personas protestan en Turquía por la condena del alcalde de Estambul. (Reuters/Alp Eren Kaya)

De ahí que la suerte de nuestra democracia esté vinculada a la de todos los demás países europeos, pero no solo. Estados como Rusia y China —que no han conocido regímenes de libertades y pluralidad ideológica— se afirman en lo innecesario de que los pueblos y los ciudadanos vivan en democracia, bastando que lo hagan en la suficiencia de recursos. No hemos llegado a ese "fin de la historia" que nos auguró Francis Fukuyama.

En el siglo de las mujeres —qué paradoja—, pareciera que los ciudadanos flaqueasen en sus convicciones y aspirasen a la protección de hombres fuertes, a los cirujanos de hierro. Y un apunte final: mientras las generaciones centrales —de los 50 a los 70 años— asientan firmemente los pies en la democracia tradicional, las jóvenes, azotadas de forma inclemente por sucesivas crisis desde que se iniciase este siglo, prestan oídos a los populismos. Habrá que seguir al Ulises de Homero y atarse al mástil del velero para que el canto de las sirenas de las autocracias no nos confunda en la inacabable ruta de la libertad.

Las sociedades occidentales tienen miedo porque han llegado a la muy transversal convicción de que sus sistemas democráticos debilitan sus estilos de vida, diluyen su personalidad cultural, difuminan sus rasgos históricos y quedan arrumbadas por los ajenos, que llegan de lugares alejados, pero con energía, creencias trascendentes que les infunden coraje y disposición personal y colectiva para reproducirse y llegar a crear minorías dominantes. Este es un diagnóstico destilado de los muchos que hacen sociólogos, demógrafos y politólogos, que ha retomado el concepto keynesiano de la incertidumbre radical, aquel que en los años treinta del siglo pasado formuló John Maynard Keynes en su obra de referencia Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero.

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