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'Las leyendas de Suresnes': cómo Felipe González llevó al PSOE al poder
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'Las leyendas de Suresnes': cómo Felipe González llevó al PSOE al poder

Ignacio Varela analiza la agitada década que condujo al poder al Partido Socialista en su nuevo libro 'Por el cambio', del cual publicamos un extracto dedicado al Congreso de Suresnes

Foto: Imagen: L. M.
Imagen: L. M.

Ignacio Varela (Madrid, 1954), analista, consultor político y columnista de El Confidencial, publica el 26 de octubre 'Por el cambio. 1972-1982: cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder' (Ed. Deusto). En él, relata la década que convirtió al Partido Socialista en la formación que lideró la política española y llevó a González a la Moncloa, un camino que conoció de primera mano. Varela ingresó en el PSOE en 1974 y en 1978 se incorporó a su equipo electoral. Tras la victoria de Felipe González en 1982, trabajó once años en la Moncloa como subdirector del gabinete de la Presidencia del Gobierno.

El Confidencial publica en exclusiva un extracto del Capítulo 3, titulado "Las leyendas de Suresnes", en el que se recoge lo sucedido en el Congreso de Suresnes de 1974, que eligió a Felipe González como líder del PSOE.

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Es tarea casi imposible reconstruir la intrahistoria de lo que realmente sucedió en el congreso que el PSOE celebró entre el 11 y el 13 de octubre de 1974 en el municipio parisino de Suresnes. No solo los relatos de los protagonistas difieren entre sí, sino que cada uno de ellos ha ido modificando su propio recuerdo, quizá para mejor adaptarlo a los avatares posteriores de la política. A lo largo de los años he hablado con muchos de los más de doscientos asistentes y no he encontrado dos historias idénticas; lo mismo sucede con los múltiples testimonios escritos de los actores principales. En este caso, el «yo estuve allí» confunde más que aclara.

Solo hay dos cosas indiscutidas, por objetivas: que allí nació un liderazgo político que marcaría la historia de España durante al menos treinta años y que, una vez más, aquello sucedió sin que la sociedad española se enterara y sin que los propios actores fueran conscientes de su trascendencia. Solo cuando Felipe González emergió como una figura clave de la democracia y el PSOE se convirtió en la maquinaria política más poderosa del país empezó a crearse la mitología de Suresnes como el «momento fundacional». Quizá por ello la historiografía posterior ha ido modelando el suceso hasta convertirlo no en una leyenda, sino en varias superpuestas entre sí.

Teatro Jean Vilar (Suresnes, París): se abre el telón

En Suresnes, bajo el lema «Conquistar las libertades», se congregaron 247 delegados que representaban a 3.597 afiliados.

Felipe González llegó al congreso tras un itinerario diabólico. Viajó de Sevilla a Valladolid para asesorar como abogado a los trabajadores de FASA Renault que estaban en huelga. A continuación, acompañó a Ángeles Yáñez —hermana de Luis y a quien entonces perseguía la policía por asuntos que nada tenían que ver con el partido— hasta la frontera portuguesa con Orense, que atravesaron clandestinamente. Desde allí, siempre en coche, a la frontera de Hendaya y hasta París. Por si algo faltara, en pleno congreso sufrió un trastorno estomacal acompañado de fiebre que lo dejó derrengado. Ello no le impidió hacer el discurso estelar del congreso, tutelar la resolución política y cerrar el acto como nuevo líder del partido. De lo demás se encargaron otros.

Se eligió por aclamación una mesa con José Martínez Cobo —factótum de los renovadores del exilio— como presidente y Alfonso Guerra como vicepresidente: primer gol de los sevillanos por la escuadra. Martínez Cobo admite en sus memorias que decidió dar a Guerra el máximo protagonismo en la conducción del congreso y mantenerse en segundo plano por si surgía alguna situación conflictiva que requiriera su arbitraje (como efectivamente sucedió en un par de ocasiones).

placeholder 'Por el cambio', de Ignacio Varela.
'Por el cambio', de Ignacio Varela.

La presencia de Mitterrand en el congreso era extremadamente importante, y no solo por su gancho mediático (gracias a ella el congreso de los socialistas españoles fue noticia en los principales periódicos de Francia). El espaldarazo que supuso su presencia en el congreso les supo a gloria, y aún más el profético tenor de sus palabras:

A nosotros nos parece que sois un partido con buena salud, lleno de ardor y que sabe prepararse para responsabilidades que todo demuestra que están próximas, y cuando decimos próximas no hablamos de un mes o semanas, sino de años, quizá dos, tres o cuatro. Lo importante es saber que esta generación no pasará sin afrontar las responsabilidades del poder.

La elección de un líder: un drama en varios actos

Todo el mundo sabía antes de empezar que lo importante de ese congreso seria completar el traslado íntegro de la dirección del partido a España y poner fin al experimento fallido de la dirección colegiada para elegir un líder que, con toda probabilidad, sería el rostro con el que el PSOE comparecería en el posfranquismo y competiría en las primeras elecciones democráticas.

Mientras los delegados hacían como si se afanaran en el debate de las ponencias, la atención de todos estaba fijada en el pequeño puñado de personas que cocinaron la elección del nuevo líder. La fumata blanca tardó en aparecer, y el cónclave dejó tras de sí un poso de cuentas pendientes que prolongó sus efectos durante los veinte años siguientes.

En la primera sesión se produjo un hecho insólito: cuando llegó el momento de que la ejecutiva saliente presentara su informe ante el congreso, quien ocupó la tribuna no fue el secretario político (Nicolás Redondo), sino Felipe González, un delegado por Sevilla que perteneció a la dirección apenas unos meses y llevaba un año y medio fuera de ella. Fue Nicolás Redondo quien le encomendó́ personalmente la tarea y le pidió que, en lugar de hacer un rutinario relato de la gestión, realizara un análisis completo de la situación del país, la perspectiva de futuro y la estrategia del partido. De tal forma que aquel fue el discurso más importante del Congreso de Suresnes.

placeholder González, en un acto del PSOE. (Central Press/Hulton)
González, en un acto del PSOE. (Central Press/Hulton)

A esas alturas, había que padecer ceguera voluntaria para no sospechar lo que ocurriría a continuación. Resulta enternecedor el empeño posterior de todos los protagonistas en subrayar la enorme sorpresa que, según ellos, les produjo la renuncia de Nicolás Redondo y la aparición de la candidatura de Felipe González. A la vista de los indicios, un niño lo habría predicho con facilidad.

El discurso de González fue, una vez más, estudiadamente bifronte. Planteó un análisis crudamente realista de la situación, admitiendo el hecho de que, más que pensar en una caída súbita del régimen como en Portugal o Grecia, en España se estaba produciendo un proceso de descomposición progresiva del aparato de poder por sus contradicciones internas y su manifiesta inadecuación a los tiempos. Puesto que progresivo sería el declinar del franquismo hasta su desaparición, progresiva debía ser también la estrategia de los socialistas.

El presupuesto de partida de su estrategia está en este párrafo clave: «El margen es estrecho, pero a la vez puede ser amplio, porque el Partido Socialista, hoy por hoy, es requerido por todos los sectores en esa operación del pacto por la democracia». Que equivalía a decir: hoy somos pocos y débiles, pero todos nos ven como necesarios, lo que nos hace fuertes. Aprovechemos, pues, todas las ventajas que se derivan de ello: hagámonos cada vez más necesarios y terminaremos siendo los más fuertes. Un plan a la medida del orador que se aplicaría rigurosamente en todo el trayecto posterior hasta el 28 de octubre de 1982.

Por lo demás, el compañero «Isidoro» no se privó de salpicar su intervención de golpes verbales cargados de calculado radicalismo para hacerse con la emoción del auditorio. Con todos esos ingredientes, el producto quedó perfectamente empaquetado.

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Foto: Getty Images/Alex Bowie.

Tras la performance espectacular de Felipe en la tribuna, llegó el momento de abrir el melón. En cuanto empezaron los primeros contactos para formar la nueva dirección, Nicolás Redondo soltó al fin la bomba que se había guardado durante dos años: él no sería el próximo secretario general del partido. Hubo un alud de presiones, pero se tardó poco en comprobar que la decisión del vizcaíno era inconmovible.

Por un momento, apareció en el congreso el 'horror vacui'. Antes de que comenzara el baile de nombres, Sevilla decidió activar sin demora el plan B y, en una reunión de los cabezas de delegación, Luis Yáñez propuso formalmente a Felipe González como secretario general. Se hizo pronto evidente que la propuesta era muy del agrado de Redondo. Además de coincidir con lo que venía madurando hace tiempo, al autoexcluirse y crear un vació de poder «él estaba más acuciado que ningún otro a cerrar cuanto antes el problema» (Santos Juliá). Para ello solo necesitaba, además de su propia convicción y el apoyo descontado de los andaluces, la conformidad de Ramón Rubial. Este dudó inicialmente —Felipe solo tenía treinta y dos años— y trató de persuadir a Nicolás de que reconsiderara su negativa, pero dio su imprescindible bendición. Asegurados los padrinazgos principales, Yáñez se lanzó a hacer campaña entre los delegados del interior y los hermanos Martínez Cobo se ocuparon de convencer a los del exilio.

Nicolás Redondo nunca explicitó antes su preferencia por Felipe González como futuro líder, pero sí había señalado en su círculo más íntimo a sus no candidatos: Pablo Castellano y Enrique Múgica. Puesto que era un hecho asumido que Alfonso Guerra iba en el pack con Felipe, ello solo dejaba un candidato vivo. 'Stricto sensu', Felipe González no miente cuando repite que lo eligieron «por exclusión»: quien hizo la exclusión fue el propio Redondo.

A todo esto, el protagonista seguía en el lecho del dolor. Redondo le comunicó la doble noticia: su propia renuncia y la decisión de proponerle para encabezar el partido. «Vamos, no jodas», fue la primera respuesta del sevillano. Pero la evidencia de que no había otra solución viable y coherente con lo que había pasado hasta aquel momento lo condujo a aceptar: en realidad, él había modelado toda la propuesta estratégica del congreso. Descartado Nicolás, lo lógico era que se encargara de llevarla a la práctica.

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Foto: Christine Spengler/Sygma.

En cuanto se puso sobre la mesa el nombre de Felipe González, emergieron las tensiones y rivalidades que condujeron al fracaso a la anterior dirección colegiada. Los madrileños intentaron bloquear la votación proponiendo que la elección se delegara en el Comité Nacional «por razones de seguridad». Propuesta rechazada. Según Martínez Cobo, Alfonso Guerra le pasó una nota en la mesa señalando el nombre de Enrique Múgica: «Si está este, yo no acepto». Pablo Castellano y el propio Múgica, secundados por Juan Iglesias —vasco del exilio— hicieron saber en términos tajantes que no entrarían en una ejecutiva dirigida por Felipe González.

Mientras, la candidatura de González siguió ganando adhesiones. Se llegó a una situación paradójica: había líder, pero no equipo. Así que Nicolás Redondo, siempre amparado por Rubial, tomó los mandos y se puso a la tarea de hacerle la ejecutiva a Felipe. Aparentemente, convenció a Castellano (después se vería que no). Luego reunió a los vascos, verdaderos capos del congreso y del partido. Alfonso Guerra asegura haber escuchado a través de una pared una discusión entre ellos con la presencia inicial de Pablo Castellano, que abandonó la habitación, iracundo. Aquella fue la primera de las noches legendarias de los congresos del PSOE, que duraban hasta el amanecer y se sabía cómo empezaban, pero nunca cómo terminarían.

Foto: Felipe González y Gorbachov durante el Congreso de la Internacional Socialista de Berlín, en 1992. (Getty/Corbis/Matias Nieto)

Así pues, Felipe González definió políticamente aquel congreso, y Nicolás Redondo no solo impuso al líder de su preferencia, sino que le compuso la ejecutiva, además de dejar claro que la UGT era de su incumbencia. Finalmente, se completó una lista con cuatro vascos (Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Eduardo López Albizu y Txiki Benegas), tres andaluces (Felipe González, Alfonso Guerra y Guillermo Galeote), dos madrileños (Pablo Castellano y Francisco Bustelo), un asturiano (Agustín González) y uno del exterior (Juan Iglesias). Nadie presentó una candidatura alternativa.

Concluida la votación, vino el estrambote final. Castellano, Bustelo e Iglesias alegaron que se les había incluido en la lista contra su voluntad e intentaron tomar el micrófono para dimitir allí mismo. Con los empleados del Ayuntamiento de Suresnes desmontando la sala, alguien (se discute si fue Alfonso Guerra o José Martínez Cobo) ordenó que se desenchufara el sonido y los delegados rompieron a entonar La Internacional antes de disolverse.

Madrid perdió aquel congreso, y la herida supuró durante muchos años. Pablo Castellano y Francisco Bustelo nunca llegaron a ejercer realmente sus funciones y se largaron de la ejecutiva pocos meses después para organizar la oposición interna. Ese fue el germen de lo que luego se llamó Izquierda Socialista, que no fue otra cosa que el sindicato de los perdedores de Suresnes.

El balance de Suresnes: ¿Congreso 26, 13 o 1?

Ha habido un gran empeño en fijar un relato oficial según el cual todo el partido entró en Suresnes con la convicción y el consenso de que el secretario general sería Nicolás Redondo, por lo que la cuestión del liderazgo parecía resuelta de antemano; que la renuncia de este pilló a todo el mundo por sorpresa; y que hubo que improvisar una solución, de resultas de lo cual Felipe González se vio nominado como secretario general sin comerlo ni beberlo y casi por accidente, sin que nadie hubiera imaginado antes semejante desenlace.

Solo la primera parte de esa elaboración 'ex post' es verdadera. Ciertamente, el nombre de Nicolás Redondo se admitía como indiscutible. Elegirlo no habría sido sino formalizar lo que ya existía desde la caída de Llopis, con el vizcaíno como cabeza orgánica del partido y del sindicato. Si él hubiera querido ser secretario general del PSOE, habría bastado una señal por su parte para dejar el asunto resuelto de entrada.

Pero Redondo nunca emitió esa señal. Y no lo hizo porque, en mi opinión, jamás tuvo la intención de ser el primer líder del PSOE en la democracia que se avecinaba. Era una persona agudamente consciente de sus limitaciones y, así como se veía capaz para dirigir el sindicato, desde que se percibió que el final del franquismo era inminente supo que él no sería la persona idónea para ejercer el liderazgo social que requiere una competición electoral.

Redondo jamás tuvo la intención de ser el primer líder del PSOE en la democracia que se avecinaba. Era consciente de sus limitaciones

Es cierto que él nunca confirmó que pretendiera ser secretario general del PSOE, pero tampoco lo negó. Más bien dejó correr la especie de que lo sería inevitablemente, sin confirmar ni desmentir. Analizado 'a posteriori', creo que lo hizo, sobre todo, porque conocía bien su organización y sabía que abrir prematuramente la cuestión del liderazgo tendría un efecto desestabilizador y divisivo. El consenso en torno a su nombre actuó como tapón de un debate indeseable, por eso aguardó hasta el último momento para desvelar sus intenciones. Su medido silencio sirvió también para proteger al candidato que había elegido desde tiempo atrás.

Alfonso Palomares narra una conversación retrospectiva con Redondo, un año y medio después de Suresnes, en la que se manifiesta así:

Ya tenía decidido que no aceptaría ser secretario general, que lo mío era la UGT. Me siento más cómodo en el mundo sindical, pero es posible que al oír hablar a Felipe y ver su visión de los acontecimientos y cómo tenían que afrontarse me llevara a pensar que él debía ser quien dirigiera el partido.

Foto: Foto: Archivo de Historia del Trabajo de la Fundación 1º de Mayo.

Por otra parte, sabemos, por los relatos de Alfonso Guerra y Luis Yáñez, que los andaluces, reunidos en el domicilio de Felipe González semanas antes del congreso, habían considerado la eventualidad de que Nicolás Redondo no aceptara el cargo y viajaron a París con un plan B y una candidatura alternativa, no explicitada pero muy claramente presentida. Al margen de los vizcaínos y dado el caos madrileño, los sevillanos eran los únicos capaces de promover organizadamente una candidatura.

Es igualmente cierto que ni en esa reunión ni en ningún otro momento antes de Suresnes mostró Felipe interés en postularse. Al contrario, en algún momento pidió a Luis Yáñez —que desde el principio fue el más entusiasta con la idea— que dejara de moverse. Él esperaba sinceramente que Nicolás aceptaría, pero es imposible creer que, a la vista de los indicios, no fuera consciente de que el primer nombre de la lista sería el suyo.

Es puramente especulativo plantearse a estas alturas qué habría sucedido —no solo con el PSOE, sino con España— si en aquel acto se hubiera elegido un líder que no fuera Felipe González. Con todo respeto por el veterano dirigente, no imagino a millones de españoles llevando en volandas a Nicolás Redondo a la Moncloa, ni a este gobernando durante casi catorce años. Él tampoco lo imaginaba, por eso hizo lo que hizo: en eso fue el más clarividente en el momento justo.

Foto: Leopoldo Calvo-Sotelo, con una cámara tras una entrevista en la Moncloa. (Getty/Cover/Aurora Fierro)

En realidad, la renovación/refundación del PSOE no puede reducirse a un hecho puntual. Más bien fue un proceso de varios años, no dibujado previamente por nadie en ninguna pizarra. A grandes rasgos, quizá puedan distinguirse cuatro fases:

• La renovación orgánica arrancó en el Congreso de la UGT de 1971 y, ciertamente, tuvo su instante pivotal en Suresnes, aunque el PSOE no comenzó a ser una organización de masas hasta las elecciones municipales de 1979.

• La renovación estratégica se fue elaborando sobre la marcha durante toda la Transición hasta las elecciones de 1982, con el pacto constitucional como eje principal.

• La renovación ideológica tuvo que esperar a 1979 para cristalizar, cuando Felipe González decidió poner fin a la disociación entre discurso y praxis y alinear las dos cosas entre sí y ambas con la sociedad. Para ello tuvo que lanzar un órdago a su propio partido en el famoso congreso del marxismo.

• Por último, la conversión del PSOE en un instrumento eficiente de Gobierno se produjo desde el propio ejercicio del poder. Primero en los ayuntamientos, donde decenas de miles de socialistas aprendieron a gestionar intereses públicos. Después, en las comunidades autónomas y en el Gobierno nacional.

De aquel municipio parisino salió un partido dotado de una dirección y un liderazgo desvinculados biográficamente de la guerra civil. Despojado de los complejos incubados durante tres eternas décadas de destierro impotente y autocontemplativo. Dispuesto a salir al encuentro de una sociedad modernizada y de competir por la mayoría social con confianza en sus propias fuerzas, y a jugar el juego con sus propias reglas. Lastrado, sí, por un enorme depósito de residuos ideológicos y retórica vacuamente revolucionaria del que tardaría varios años en desprenderse; pero, a la vez, capaz de hacer compatibles discurso radical y práctica moderada con sorprendente soltura de cuerpo. Y armado de un plan estratégico quizá rudimentario, pero con objetivos claros y anclado en un análisis realista y consistente de la realidad española.

Conclusión y punto de partida: el triángulo

Es probable que toda la historia que comenzó en 1972 y se prolongó hasta 1997 pueda seguirse a la luz de una relación triangular (siempre compleja, fértil y productiva primero y finalmente amarga y destructiva) entre tres personajes centrales: Felipe González, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo. A lo largo de los años, los acontecimientos giraron sistemáticamente en torno a la interacción de estos tres polos, mientras todos los demás componentes de la galaxia socialista —dirigentes, ministros, colaboradores y asesores, militantes— no seriamos sino satélites orbitando en torno al ámbito de influencia de alguno de ellos y participando, como tales, de sus sucesivos encuentros y desencuentros.

La cuestión es que esa relación triangular devino asimétrica desde el momento en que uno de sus vértices, Felipe González, se proyectó mucho más allá de ella, haciendo prevalecer su alianza con la mayoría social y su compromiso con un proyecto político de largo alcance sobre la servidumbre del espacio doméstico.

Quien ocupó la cúspide del triángulo sintió́ la necesidad de emanciparse de él para desarrollar su función al frente del país

A partir de cierto punto, quien ocupó la cúspide del triángulo sintió la necesidad de emanciparse de él para desarrollar plenamente su función al frente del país. Compatibilizar la armonía del triángulo con un amplio espacio de autonomía para el líder —lo que incluía necesariamente disponer de un universo propio de relaciones, colaboraciones, afinidades y lealtades en función de las necesidades del proyecto en cada momento y de su propia evolución ideológica y personal— funcionó inicialmente, pero se fue haciendo progresivamente conflictivo, hasta que las zonas de rozamiento resultaron insuperables.

Dicho de otra forma: el esquema triangular que resultó eficaz para refundar un partido, conducirlo a través de una Transición milagrosa y convertirlo en una maquinaria política formidable comenzó a resultar disfuncional cuando hubo que desarrollar desde el Gobierno una tarea que trascendía con mucho el ámbito del binomio partido-sindicato.

El Congreso de Suresnes de 1974 marcó el punto en que el triángulo incubado en los años anteriores fraguó y se puso a rendir a toda potencia, con éxito incontestable. No pretendo reducir el análisis de un periodo crucial de la historia de España al relato de la relación entre tres personas: entre otros motivos porque la trascendencia de uno de ellos, contemplada en términos históricos, desbordó ampliamente ese marco (quizá ahí radicó el problema desde el principio). Pero puede que esta perspectiva sea de alguna utilidad para completar la interpretación de lo sucedido en el PSOE y en España a partir de aquel congreso.

Presentación del libro

En la presentación del libro 'Por el cambio', participarán su autor, Ignacio VarelaJosé Antonio Zarzalejos, periodista, escritor y autor del prólogo; Javier Fernández Fernández, político; y Santiago Satrústegui, presidente de Abante, que moderará el coloquio.

Fecha:
Martes, 25 de octubre, a las 19.00 horas.

Lugar:
Auditorio Abante
Plaza de la Independencia, 6
28001 Madrid

Ignacio Varela (Madrid, 1954), analista, consultor político y columnista de El Confidencial, publica el 26 de octubre 'Por el cambio. 1972-1982: cómo Felipe González refundó el PSOE y lo llevó al poder' (Ed. Deusto). En él, relata la década que convirtió al Partido Socialista en la formación que lideró la política española y llevó a González a la Moncloa, un camino que conoció de primera mano. Varela ingresó en el PSOE en 1974 y en 1978 se incorporó a su equipo electoral. Tras la victoria de Felipe González en 1982, trabajó once años en la Moncloa como subdirector del gabinete de la Presidencia del Gobierno.

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