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Primer día sin mascarillas en interiores: la vida sigue (casi) igual
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Primer día sin mascarillas en interiores: la vida sigue (casi) igual

Hoy, 20 de abril, es el día en el que nos podemos quitar la mascarilla. Tras más de dos años desde el inicio de la pandemia por el coronavirus, la protección deja de ser necesaria

Foto: Foto: EFE/Marta Pérez.
Foto: EFE/Marta Pérez.

Frutería cercana a la calle Princesa. Los dueños, una pareja que vive a escasos metros de su negocio, recibían esta mañana con alegría y sin mascarilla a algunas de las clientas. “¡Hombre, encantada de conocerla! ¡Ahora ya sé qué cara tiene!”, bromeaba ella mientras seleccionaba espinacas. En el interior, dos clientas con la mascarilla puesta y un cliente sin ella que se queda en la puerta, esperando instrucciones. “¡Pase, por favor, si ya no hace falta llevarla!”, recuerda la encargada, una mujer rubia con enormes ojos azules que hoy llevaba los labios pintados de fucsia. Su pareja, vecino del barrio desde hace años, reconocía que es normal que aún haya gente con la cara cubierta.

“En el confinamiento yo tenía permiso para salir por trabajo y no se me olvidan los coches de las funerarias y las ambulancias haciendo cola a las puertas de la residencia de aquí al lado. Eso no se olvida fácilmente”, explica.

Creo que va siendo hora de pintarnos los labios.

Foto: Foto:  EFE/Miguel Osés

Esta primera mañana sin mascarilla obligatoria en interiores se ha parecido mucho a la de ayer, cuando debíamos llevarla. Como si aún hubiera algo que nos impidiera dar el paso. Como si costara desprenderse del hábito que es cogerla al salir de casa del lugar en el que uno sabe que está la suya. La mía en la mesilla de noche, entre libros, dos botellas de medio litro de agua, una pulsera que me he comprado en vacaciones de Semana Santa y un autógrafo de Ricardo Darín en el que me llama “cariño”.

Por las calles del madrileño barrio de Argüelles, estaban los mismos animales urbanos de todos los días. Gente que parece que habla sola, pero de sus orejas emergen dos auriculares. Gente que parece que habla sola y lo hace de verdad. Estudiantes que se vacilan y hablan a voces, mujeres vestidas con uniforme de empleada del hogar yendo juntas con el periódico, la revista '¡Hola!' de cada miércoles y una barra de pan a sus respectivos trabajos. La misma señora que vive en la calle, guarecida por una sucursal del Banco Santander, que esta mañana llevaba su mascarilla higiénica de color rosa.

Parejas de señoras mayores como las que hay en todos los barrios de España. Que van dadas del brazo, se apoyan una en la otra y caminan sin rumbo fijo o para hacer los recados de cada día. “Dame los panes redonditos de siempre para cuando vaya a recoger a mis nietos al colegio”, decía una de ellas a la panadera del mercado municipal. Clienta sin mascarilla. Quien le dio la merienda infantil y la barra de siempre, con ella.

En el interior de algunos comercios había un curioso juego de miradas. En la planta baja de la cadena de grandes almacenes de siempre había de todo. Mujeres pimpantes en la sección de cosmética felices de volver a mostrar una piel de nácar que servirá de reclamo para que te dejes los dineros. Otras con la suya puesta. Como si nada pasara por llevarla o no llevarla.

Foto: Una mascarilla en la calzada de la localidad de Ferreries, en Menorca. (EFE/David Arquimbau Sintes)

La misma sensación que los que pululábamos por ahí para resguardarnos de la lluvia y aprovechar para oler perfumes que no compraremos. ¿No la llevas puesta? Por fin. ¿La llevas? Eres de los míos. La que escribe pertenece al segundo grupo no tanto por prudencia o temor al contagio, sino más bien por coquetería. Demasiada palidez.

En la boca del metro, algunos viajeros comentaban la sensación tan extraña que produce ver a gente sin mascarilla en los andenes. En las marquesinas, ancianos con ellas al aire libre esperando a que llegue su autobús y peluquerías en las que también chirría, al menos por ahora, que un señor repase con las tijeras las puntas de la clienta sin que ninguno de ellos cubra parte de su rostro.

Los empleados de los comercios seguían con la cara cubierta, algunos despachando traseros de pollo con cierta desgana (o sueño) y pidiendo disculpas por tener estropeada la máquina de carne picada. Y en los bares pasaba lo de siempre. Gente sin mascarilla y bien cerca todos con su café con leche y la tostada. Al menos ahora nos evitamos la estupidez de ponérnosla para ir al baño para quitárnosla nada más volver y continuar con la conversación que dejamos a medias.

Tampoco habían cambiado las cosas en la misa de las diez y media. El sacerdote se puso la mascarilla y se lavó las manos con gel hidroalcohólico antes de repartir la comunión y el cestillo volvió a llenarse con más billetes que monedas por parte de la treintena de fieles que acudieron esta mañana.

La vida sigue (casi) igual.

Frutería cercana a la calle Princesa. Los dueños, una pareja que vive a escasos metros de su negocio, recibían esta mañana con alegría y sin mascarilla a algunas de las clientas. “¡Hombre, encantada de conocerla! ¡Ahora ya sé qué cara tiene!”, bromeaba ella mientras seleccionaba espinacas. En el interior, dos clientas con la mascarilla puesta y un cliente sin ella que se queda en la puerta, esperando instrucciones. “¡Pase, por favor, si ya no hace falta llevarla!”, recuerda la encargada, una mujer rubia con enormes ojos azules que hoy llevaba los labios pintados de fucsia. Su pareja, vecino del barrio desde hace años, reconocía que es normal que aún haya gente con la cara cubierta.

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