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La historia de amor/odio de España con las mascarillas: antaño deseadas, ya ni regaladas
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ADIÓS A UN ICONO PANDÉMICO

La historia de amor/odio de España con las mascarillas: antaño deseadas, ya ni regaladas

En este país hemos cometido muchas locuras por una mascarilla. Vinieron para protegernos del coronavirus, pero han acabado sacando al pequeño autócrata que todos llevamos dentro

Foto: Una mascarilla en la calzada de la localidad de Ferreries, en Menorca. (EFE/David Arquimbau Sintes)
Una mascarilla en la calzada de la localidad de Ferreries, en Menorca. (EFE/David Arquimbau Sintes)

En agosto de 2020, poco después de salir del primer estado de alarma y mientras España se desplazaba hacia lo que inocentemente creímos que sería la nueva normalidad, la Policía Local de Mérida se acercó a una mujer por la calle para exigirle que se pusiera la mascarilla. Esta respondió que estaba exenta porque padecía de problemas respiratorios, así que la pareja de agentes le pidió un documento que lo acreditara. La mujer salió entonces corriendo, pero acabó siendo detenida a las puertas del Museo de Arte Romano. Al tratar de zafarse empujó a uno de los agentes y fue detenida por atentar contra la autoridad. Mientras la esposaban, gritaba "¡habeas corpus!" a los cuatro vientos.

Este recurso —tan peliculero, aunque la razón les amparaba— fue empleado también por un joven que atravesaba aquel verano la plaza de Callao sin mascarilla y acabó con la cara pegada a una furgoneta de la Unidad de Intervención Policial, rodeado por cuatro agentes y esposado. Segundos antes les había dicho que no podía ponerse la mascarilla porque no llevaba ninguna encima, y que no podían detenerle, solo multarle.

Foto: Foto:  EFE/Miguel Osés

La España de entonces vivía aún con el miedo en el cuerpo y aún estaba a varios meses de encontrar una vacuna al SARS-CoV-2 o, mejor dicho, aún desconocíamos si la vacuna acabaría por llegar o sería tan efectiva como ha acabado siendo. Lo único que teníamos era la mascarilla.

Durante meses, ningún español vio una mascarilla de cerca porque directamente no había. En febrero de 2020, incluso antes de que los primeros muertos por covid-19 en España fueran contabilizados, la demanda en farmacias se multiplicó por 8.000 y los que buscaban en Amazon se encontraban las quirúrgicas traídas de China por un potosí. Además, por aquel entonces se despreciaban las mascarillas caseras y la creencia común era que solamente las FFP2 o FFP3 eran capaces de frenar al virus.

placeholder Un hombre con una mascarilla para evitar la propagación del coronavirus en el paseo marítimo de Hong Kong. (EFE)
Un hombre con una mascarilla para evitar la propagación del coronavirus en el paseo marítimo de Hong Kong. (EFE)

Hoy, cuando medio país está deseando poder dejar la mascarilla en el bolsillo, puede resultar llamativa la cantidad de gente que se arriesgó a ir —o incluso entró, antecedentes penales mediante— al talego por negarse a llevarla. Un hombre de 43 años que en enero de 2021 fue detenido en Las Palmas de Gran Canaria acusado de un delito de desobediencia grave a agentes de la autoridad por exactamente esto. O el avilesino de 55 años que en mayo del año pasado fue sacado a la fuerza de un autobús por la policía local al no querer viajar con la mascarilla puesta a petición del conductor, entre muchos otros.

La mascarilla fue incluso el detonante de una tremenda persecución policial de un marroquí con antecedentes, que al ser exhortado en un autobús de Zaragoza a que se colocara bien el cubrebocas, le propinó una paliza a un agente que iba de paisano. Más tarde huyó y se atrincheró en un piso de Alicante, hasta que la Policía le detuvo ocho días más tarde cuando pretendía huir a Italia en un coche.

En España se impusieron más de 1,3 millones de multas, casi la mitad por las mascarillas

En la mayor parte de los casos, la relación de las fuerzas del orden con las mascarillas no fue tan trágica, y en ocasiones entró en el terreno del surrealismo. Después de que el Tribunal Constitucional declarara inconstitucionales los dos estados de alarma decretados por el Gobierno, casi todas las sanciones que se interpusieron por no llevar mascarilla quedaron en papel mojado.

En toda España se impusieron, entre ambos periodos, más de 1,3 millones de multas. Según los datos de Cataluña, el 41% de las denuncias presentadas fue por no llevar mascarilla, las que más. Las multas oscilaban entre los 100 y los 6.000 euros.

A una de los que pusieron la máxima sanción fue la productora del grupo La Polla Récords, condenados por el Gobierno vasco al no exigir la protección a los asistentes a sus conciertos, a quienes tampoco se les pidió el pasaporte covid al entrar al recinto.

Más allá de lo legal, lo social

Sin que tuvieran que mediar las autoridades, los conflictos por la mascarilla han sido constantes. Casi todos, en algún momento, hemos estado en alguno de los dos extremos, o reclamando a alguien que se la ponga o siendo interpelados por no llevarla o llevarla mal colocada. Hemos señalado desde los balcones y nos han señalado. Hemos visto o compartido fotos de paseos marítimos exclamando "¡qué vergüenza, ni uno solo lleva mascarilla!", pese a que ya se sabía que el riesgo de contagio en exteriores es mínimo. Hemos sido cómplices, cuando no instigadores, de un estado de vigilancia 'orwelliana' de nuestros vecinos.

Incluso creamos una industria del chivatazo en torno a la mascarilla, como cuando la Junta de Andalucía contrató a 3.000 'informantes' para recorrer sus 1.000 kilómetros de costa en el verano de 2020 y denunciar a aquellos bañistas que no llevaran la prenda cuando estuvieran a solas en su toalla. El único lugar permitido para estar sin mascarilla era la orilla de la playa, por lo que mucha gente metía apenas los tobillos en el mar para estar a salvo. Estos puestos estuvieron enormemente solicitados, porque cobraban 1.900 euros netos por pasear por la playa, una tarea para la cual recibieron una formación 'online' de 20 horas.

placeholder Un hombre con mascarilla pasea este martes por Madrid. (EFE)
Un hombre con mascarilla pasea este martes por Madrid. (EFE)

Con la desaparición de la obligatoriedad el verano siguiente, estas fantasías laborales pandémicas se perdieron como lágrimas en la lluvia, aunque su recuerdo sigue refulgiendo en nuestras mentes como rayos-C cerca de la Puerta de Tannhäuser.

Pero también hubo momentos de gran emotividad alrededor de estas prendas de polipropileno y celulosa. En los momentos de mayor necesidad, cuando los sanitarios tenían que estar semanas usando la misma FFP2, numerosos colectivos de todo el país como la asociación cultural Hilando Vida (Higueruelas, Valencia) o el Centro de Formación Profesional Claudio Galeno (Murcia) se unieron para coser mascarillas en casa. Eran mascarillas de tela, muy sencillas y probablemente ineficaces para proteger a alguien mucho tiempo del virus, pero siempre eran mejor que nada en un momento en que no había nada con lo que taparse.

Al otro lado del espectro tecnológico también hubo una carrera por desarrollar la mascarilla definitiva. Mascarillas con grafeno o hilo de cobre, materiales que prometían una superior eficacia contra el terrible coronavirus, otras que directamente garantizaban inactivar el virus. El CSIC, junto a la empresa Bioinicia, desarrolló una con un filtro viricida que tuvo bastante buena acogida, aunque una vez se abrieron las fronteras y los modelos asiáticos comenzaron a inundar las estanterías, competir se hizo imposible.

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Clientas de una pescadería, con mascarilla. (EFE/Brais Lorenzo)

"Parte de la caída en ventas se ha originado por la llegada masiva otra vez de materiales y mascarillas de origen asiático con precios muy bajos, algunas ya con certificación buena, pero muchas con malas propiedades, o que simplemente no cumplían", me explicaba hace unos meses el investigador del CSIC José María Lagarón, impulsor de Bioinicia. "Es muy difícil regular este tema, ya que hay grandes empresas y cadenas de distribución nacionales, incluyendo cadenas de supermercados, que han seguido apostando por precio en vez de por calidad, seguridad y cercanía".

En un momento dado, las mascarillas fueron también objeto de debate sobre la falta de industria nacional de determinados productos. Pero, como suele pasar, una vez el problema se soluciona con nuevas importaciones, se acabó el hablar de ello. "Nosotros nos hemos inventado un filtro innovador que se fabrica aquí con I+D propia y del CSIC, al contrario que la mayoría de las mascarillas, que si bien algunas se pueden producir aquí, el filtro sigue siendo de origen asiático", decía Lagarón. "De esa forma nunca podremos competir, ya que hacer el mismo producto que se hace en, por ejemplo, China, en España no va a ser nunca competitivo".

Aunque, como demuestran las últimas noticias sobre los comisionistas Medina y Luceño, no será competitivo pero sí lucrativo. Por aquel entonces su labor se desarrollaba en la sombra, como la de tantos otros. El 17 de marzo, el Ministerio de Sanidad envió una nota de prensa anunciando que "esta tarde ha llegado al aeropuerto de Zaragoza un avión de carga procedente de Shanghái (China) con 500.000 mascarillas que han sido donadas", no se sabe por quién, y que fueron repartidas por toda España. Días más tarde, los aviones privados siguieron llegando con iniciativas que bordeaban el altruismo con la publicidad. Un grupo turístico italiano anunció la llegada de un Boeing 787 Dreamliner con 2,5 millones de mascarillas. Un grupo a través de Forocoches logró recaudar 25.000 euros para traer mascarillas desde China.

En aquel momento, todas estas iniciativas eran aplaudidas a rabiar, hoy hemos aprendido que no todo era trigo limpio.

La de los españoles con las mascarillas ha sido una relación tempestuosa, dos años intensos que para muchos acabarán hoy, con la publicación en el BOE de la nueva reglamentación. Pero para muchas personas esta historia está aún lejos de terminar. Para empezar, muchos la seguirán llevando por convicción personal, por paranoia o por razones políticas y otros, por ocupar puestos de trabajo donde aún es obligatoria. Lo que hace dos años fue un símbolo de estatus —entre los 'early adopters' que viajaban a menudo a China y se permitieron adquirir varias en un momento en que nadie las tenía— hoy se convierte en todo lo contrario, un resquicio estigmático que señala a aquellas personas que aún no han llegado a la fase endémica y siguen en pandemia.

En agosto de 2020, poco después de salir del primer estado de alarma y mientras España se desplazaba hacia lo que inocentemente creímos que sería la nueva normalidad, la Policía Local de Mérida se acercó a una mujer por la calle para exigirle que se pusiera la mascarilla. Esta respondió que estaba exenta porque padecía de problemas respiratorios, así que la pareja de agentes le pidió un documento que lo acreditara. La mujer salió entonces corriendo, pero acabó siendo detenida a las puertas del Museo de Arte Romano. Al tratar de zafarse empujó a uno de los agentes y fue detenida por atentar contra la autoridad. Mientras la esposaban, gritaba "¡habeas corpus!" a los cuatro vientos.

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