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La mampara de cristal de las personas sin hogar: entre el olvido y la burocracia
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Tras la pandemia

La mampara de cristal de las personas sin hogar: entre el olvido y la burocracia

El 30% de las personas que acuden hoy a los centros de acogida son jóvenes de entre 18 y 30 años. Aumenta el número de mujeres, muchas de ellas víctimas de violencia de género

Foto: Un hombre duerme en el exterior de la estación de Príncipe Pío, en Madrid. (Alejandro Martínez Vélez)
Un hombre duerme en el exterior de la estación de Príncipe Pío, en Madrid. (Alejandro Martínez Vélez)

Apenas 400 metros separan la Puerta del Sol del Comedor Ave María. Es un sitio pequeño, discreto, del que dice una reseña de Google que “el comedor como tal está muy limpio”. El edificio es vecino de los Cines Ideal y de otros locales de la calle Doctor Cortezo donde dicen las crónicas que los Reyes de España han cenado después de ver su dosis de peli en versión original.

Pero, a primera hora de la mañana de jueves, no hay garitos abiertos y los teatros y los cines aún descansan de la noche anterior. Sin embargo, hay una hilera de personas en las puertas de ese comedor que esperan su desayuno. De ahí llega Carlos, a sus 64 años, con una bolsa que contiene mandarinas, un bollo, pan y café. “Hoy no me dio tiempo a desayunar, pero al ir me he dado cuenta de que están los de siempre. Un 95% de ellos no son españoles y más de un 80% ya no están sanos mentalmente”, explica.

placeholder Acto en recuerdo de las personas sin hogar que han muerto en el último año en Barcelona. (EFE)
Acto en recuerdo de las personas sin hogar que han muerto en el último año en Barcelona. (EFE)

Carlos coloca la bolsa debajo de la mesa, se quita la mascarilla y comienza a hablar. Delante, un montón de periodistas dispuestos a escuchar su relato y ponerle rostro a la Campaña de Personas Sin Hogar 2021. Su gesto y su voz denotan cansancio, también una pizca de resignación, como si no tuviera demasiada fe en el cambio que pueda producir su historia. Son 29 años, dicen los responsables de Cáritas, poniéndole nombre y rostro al sinhogarismo, recordándole a las administraciones que las políticas públicas no son suficientes. “¿Ha cambiado algo en todo este tiempo?”, se pregunta Carlos.

Trabajaba como responsable de auditoría en una empresa, tenía mujer e hijos. Y entró en un triángulo del que es difícil salir: divorcio, paro (perdió el empleo por culpa de la crisis de 2008) y depresión. “El juez dijo que tenía que dejar mi casa de Villanueva de la Cañada. Cogí la maleta y estuve tres años viviendo en un Renault Clio. Mis hijos me preguntaban dónde iba a ir y les tuve que contestar. De vez en cuando me traían comida”, cuenta con voz muy baja.

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Se pone la mascarilla de nuevo para no romperse. Se repone de inmediato y enlaza su estado de ánimo actual con el que le provocó una ruptura sentimental del pasado. “Tuve una novia que al dejarme me dijo: ya no te admiro. Y luego me di cuenta de que la admiración forma parte del amor. Cuando estás en la calle es como te sientes, rechazado y desamado”, cuenta.

María Jesús tiene el pelo largo y luce una diadema llena de perlas. Habla con la prisa del que quiere contarlo todo en poco tiempo, del que no quiere quebrarse y esquivar detalle alguno. “Yo tenía muchas llaves. De mi casa, de mis coches, de un trastero. Pero me enamoré de una persona y lo dejé todo. También a mi marido y a mi hija”, dice. Los primeros dos años, cuenta, fueron increíbles, llenos de “todo y más”. Pero llegaron el alcohol y las pastillas. Se acabaron los viajes y se acabó la vida. Primero una bofetada, luego otra, y llegó la correa. Hoy luce 32 cicatrices por las 32 puñaladas que le asestó el verdugo, que fue condenado a 10 años y dos meses de prisión. Pasados los primeros 60 días, se ahorcó en la celda. “El padre de mi hija me llamó y me dijo: por fin podrás dormir tranquila”, dice.

placeholder Una persona sin techo duerme tapada con un edredón en una calle de Valencia. (EFE)
Una persona sin techo duerme tapada con un edredón en una calle de Valencia. (EFE)

Coge una servilleta, se seca las lágrimas, porque, lejos del punto y seguido, comienza a desgranar escenas dantescas. Una tras otra. Como cuando se colocó en un andén de la estación de Atocha con la intención de suicidarse, presa de la culpabilidad y la nula autoestima. Otra mujer sin hogar llegó a tiempo y le quitó la idea de la cabeza. Primero vivieron en un coche y luego en un cajero, donde una panda de chavales les dio una paliza. Vivió en un hostal durante cuatro años y recuerda con nitidez despertarse una mañana. “Lo primero que vi fue un señor vestido con la ropa del covid. Yo no recordaba nada. Luego supe que, yendo en el metro, me dio un ictus, que nadie me socorrió, que me robaron el poco dinero que llevaba y hasta el abrigo. Me recogieron en las cocheras del metro”, dice con rabia. Arrastra dos coágulos en el cerebro y pesadillas. “Ahora recibo una renta vital y tengo una pareja desde hace siete meses, al que conocí en el albergue. Tenía miedo de que me tocaran, cualquier tipo de afecto, pero él…”, cuenta. Su pareja se llama Jose y está sentado en primera fila, escuchando sus palabras y con la cabeza muy alta. “Yo no quería mirarme en el espejo y ver las cicatrices. Aún, cuando un psiquiatra me pide que dibuje algo, me sale un león chorreando sangre, porque es como le recuerdo al que me pegaba”, añade. Lleva 11 años sin saber nada de su familia.

Foto: Foto: EFE.
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El 30% de las personas que acuden hoy a los centros de acogida son jóvenes de entre 18 y 30 años. Aumenta el número de mujeres, muchas de ellas víctimas de violencia de género y también de violencia desde que eran pequeñas. Apenas un tercio reciben algún tipo de ingreso y solo el 5,6% ha conseguido el ingreso mínimo vital. Algo no funciona, explica Susana Hernández, presidenta de la Red Faciam (Federación de Asociaciones y Centros de Ayuda a personas marginadas). Solo en la ciudad de Madrid, señala, hay 650 personas viviendo en la calle y casi 1.000 más en los centros. “Pero sabemos que queda gente fuera del recuento y que hay muchos casos que se topan con una mampara de cristal llena de obstáculos, condicionantes y burocracia de la que es muy difícil salir”, declara.

Los trámites llevan tiempo haciéndosele cuesta arriba a Dubraska, una venezolana de 47 años con nacionalidad española

Los trámites llevan tiempo haciéndosele cuesta arriba a Dubraska, una venezolana de 47 años con nacionalidad española. Su hija María tiene siete años, síndrome de Down y una enfermedad cardiovascular. Sube y baja las escaleras de la librería San Pablo mientras su madre cuenta la historia de ambas. Lo difícil que fue conseguirle pasaporte y DNI a la que llama su “guerrerita”. Una niña que lleva varias operaciones a pesar de que al principio fue desahuciada, que sigue necesitando revisiones periódicas y que aún no sabe lo que es un hogar. “No puedo trabajar porque necesito cuidar a mi hija y, aunque me han concedido la renta mínima de inserción, no me da para pagar a alguien que se ocupe de ella. Y, como no tengo nómina, no puedo alquilar nada…”, dice.

Elly será la encargada de leer minutos después un manifiesto en la Plaza de Callao. Pide un vaso de agua porque los nervios y la emoción le juegan una mala pasada, pero decide saltarse el guion para interpelar a los presentes con unas palabras de San Vicente de Paúl: “No sabemos sufrir con los que sufren, rehusamos llorar con los que lloran”.

Apenas 400 metros separan la Puerta del Sol del Comedor Ave María. Es un sitio pequeño, discreto, del que dice una reseña de Google que “el comedor como tal está muy limpio”. El edificio es vecino de los Cines Ideal y de otros locales de la calle Doctor Cortezo donde dicen las crónicas que los Reyes de España han cenado después de ver su dosis de peli en versión original.

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