Un año del estado de alarma

El anuncio que cambió un país para siempre

Un año del estado de alarma
Un reportaje de Berta Tena
Fotografía Sergio Beleña
Vídeo Patricia Seijas | Giulio Piantadosi

“Estimados compatriotas, en el día de hoy, acabo de comunicar al jefe de Estado la celebración mañana de un Consejo de Ministros extraordinario para decretar el estado de alarma en todo nuestro país”, comenzaba así el discurso del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, aquel 13 de marzo con el que cambiaría para siempre el mundo tal y como lo conocíamos. Era en torno al mediodía y, a pesar de llevar una semana intentando esquivar esta drástica medida, el incesante goteo de contagios de coronavirus desde principios de febrero era ya insoportable.

José Antonio Aparicio aún recuerda el ‘shock’ y el escalofrío que sentía mientras recorría los escasos metros que separan la Puerta del Sol de su bar en la Plaza Mayor tras recibir la noticia. “Tenéis que ser los primeros en recoger por el simbolismo que representa la hostelería de esta plaza para el resto del país”, le dijeron desde el ayuntamiento y, casi sin pensar, como un autómata, levantó a los últimos clientes que le quedaban antes de echar la persiana. “Era una pareja de franceses y pensé… ‘No sé cuándo voy a volver a verles”.

Silvia estaba como cada día en el supermercado Carrefour en la zona del barrio del Pilar, en Madrid, atendiendo la línea de cajas cuando uno de los responsables le dijo que se iba a declarar un estado de alarma. “Fue un jarro de agua fría porque hasta entonces no se había tomado en serio. Nos preguntábamos: ‘Pero esto qué significa para nosotros, qué va a pasar mañana, podré venir a trabajar o me encontraré con el Ejército”, recuerda. Algo sospechaba ya desde aquella misma mañana cuando llegó a las ocho para preparar la apertura de la tienda y se quedó perpleja al ver las inmensas colas en la puerta. En cinco minutos todos los productos se habían terminado y se respiraba un ambiente de desesperación, como si “una catástrofe estuviera a punto de llegar”.

Documental | Los 15 días que España no olvidará

Mientras que al doctor Manuel Cortés, del Hospital 12 de Octubre, le mandaron un wasap para avisarle porque estaba justo reunido preparando las guardias y la organización de su departamento, a la directora del colegio María Inmaculada de Madrid, Sor Concepción, le llamó un compañero. “Estaba yendo a reciclar unas botellas de cristal al contenedor y yo creo que de la impresión que me dio me corté con una de ellas”, recuerda mientras muestra la herida en la palma de su mano. “Es una de esas marcas que nunca se olvidan”. Juan y Charo salieron a aplaudir esa misma tarde a la ventana, ambos eran personas de riesgo, tenían más de 60 y vivían con la madre de ella, de 92 años. Aún no lo sabían, pero los tres estaban ya contagiados.

Desde el anuncio de la medida a su entrada en vigor pasaron poco más de 24 horas, sin embargo, fue tiempo suficiente para que hospitales, Policía, funerarias, colegios y demás servicios esenciales dieran un vuelco a su forma de trabajar para adaptarse al teletrabajo, en algunos casos, o para dejar atrás libranzas y turnos de 10 horas y ponerse a disposición de la causa.

En primera línea se encontraban los servicios de emergencias o SUMMA. Ahí estaba Navid Behzadi que, como médico de UVI móvil, pasó la primera ola a caballo entre domicilios, residencias y hospitales, y como voluntario en IFEMA. “Había información de la OMS, pero cruzamos los dedos para que no viniera aquí”, pensó cuando se detectó el primer caso en nuestras fronteras el 31 de enero en La Gomera. Su deseo tardó apenas unos días en desvanecerse, los contagios comenzaron a crecer de forma exponencial y los pacientes graves fueron llenando los hospitales. Fue entonces cuando España comprendió la verdadera dimensión del virus.

El sector sanitario

La punta de lanza

En el SUMMA los horarios no variaron y, aunque muchos habían hecho ya una formación en protección de enfermedades infecciosas durante la crisis del ébola, nunca se había puesto en práctica. “Al día teníamos que cambiar de EPI (equipo de protección individual) y limpiarnos unas 10 o 15 veces”, explica Behzadi y aclara que el riesgo no estaba solo a la hora de atender a un paciente, sino cuánto tiempo estabas expuesto y la forma de quitarte la protección. “Cualquier pequeño error podía hacer que nos contagiáramos”. A las ocho de la mañana comenzaba a sonar el teléfono, así todas las guardias, que eran de 24 horas. Los avisos pasaron de ser de unos 40 minutos antes de la pandemia a ser de casi dos horas cada uno por la complejidad de la logística. “Fueron jornadas de trabajo muy duras, muchas horas y mucho colapso. Teníamos que plantearnos bien si debíamos trasladar a alguien o no en función de su cuadro clínico y de cómo estaba la presión en los hospitales”, afirma con pesar.

Recuerda con especial crudeza los casos de familias enteras contagiadas, entrar en la vivienda y que la persona más joven fuera la que peor estaba. Además, la gente con otras patologías dejó de llamar por miedo a contagiarse y, cuando llegaba el aviso, ya era demasiado tarde y habían sufrido una parada cardiorrespiratoria. “Llevamos muchos años en el manejo de la incertidumbre, el estrés es habitual, pero a nivel de equipo ha sido muy duro, sobre todo psíquicamente, porque intentabas no correr riesgos, pero a veces la necesidad era tal que corrías y no te daba tiempo a ponerte todo el equipamiento”, admite y aclara: “Te metías sin pensar porque te necesitaban”.

Navid Behazdi, médico de UVI móvil
Navid Behazdi, médico de UVI móvil: “Fueron jornadas de trabajo muy duras, muchas horas y mucho colapso”.

Esto le llevó a tomar decisiones personales drásticas por el miedo a infectar a su familia y pasó hasta dos meses sin ver a sus hijos. “Fue duro, pero tienes que sacrificar cosas por el bienestar común”. Aun así, él y todo su equipo (una enfermera y dos técnicos) “se han librado” del virus. “Algo habremos hecho bien”, comenta entre risas. En aquellos meses de la primera ola quiso hacer más y se presentó como voluntario en IFEMA. “Esto es como cuando te metes en un mar: no puedes pretender no mojarte”. Así, se fue turnando con compañeros para ir una o dos veces por semana. “Ver aquello fue desolador. Cuando las circunstancias superan todas las previsiones lo haces lo mejor que puedes, pero realmente no es lo mejor que puedes ofrecer a tus pacientes en situación normal”.

La falta de material fue una de sus mayores preocupaciones, por lo que recurrieron al ingenio y modificaron las máscaras de buceo de Decathlon (donadas por la empresa) para ventilar a los enfermos graves y salvar el mayor número de vidas. Todavía se le pone la piel de gallina al recordar los aplausos de las 20:00 horas. “En ningún momento nos sentimos héroes, estábamos haciendo nuestra función, pero los escuchabas y te daba esperanza de que los valores se estuvieran por fin desviando y de que la sanidad estuviera cobrando importancia”.

El equipo de Behzadi se moviliza para atender a pacientes
El equipo de Behzadi se moviliza para atender a pacientes
El equipo de Behzadi se moviliza para atender a pacientes que requieren de asistencia médica, en marzo de 2021 en Madrid.

Lo mismo le ocurrió al jefe de Medicina Intensiva, el doctor Juan Carlos Montejo, del Hospital 12 de Octubre. “No nos lo esperábamos y fue muy emocionante porque no sentíamos que estuviéramos haciendo nada especial, era nuestro trabajo”, expresa. Sin embargo, lamenta que, aunque en ese momento “quizás fue algo exagerado”, ahora han dejado de sentir el apoyo de la sociedad. “Ya no hacen caso de las recomendaciones sanitarias o, por lo menos, no como deberían y es una situación que comienza a tener muchas espinas”, sentencia. Montejo recuerda aquellos días previos al estado de alarma cómo un ir y venir de reuniones frenéticas, de personas e ideas para conseguir duplicar o cuadruplicar el número de camas UCI. Al final, consiguieron tener más de 90, llegando incluso a ocupar los quirófanos. “En seguida nos dimos cuenta de que con los recursos que teníamos nos íbamos a quedar cortos a todos los niveles. Tuvimos que ir aprendiendo día a día”.

“Tuvimos un exceso de confianza, de superioridad, de pensar que esto era una cosa china, pero aquí no va a llegar”

Montejo llegaba al hospital cada mañana y se reunía para evaluar la situación del hospital, cuántos pacientes críticos había, qué capacidad de ingreso tenían, cuántas altas… De la reunión salían con una hoja de ruta para el día, aunque admite que también había mucha improvisación. “Realmente, al pensar que tenías un papel importante te daba hasta cierto punto de inseguridad, de si serías capaz de poder con esto. Pero luego, llegabas al hospital y lo que no se le ocurría a uno se le ocurría a otro. Ahí veías que todos juntos íbamos a poder con la situación”.

Aquellos días de pico de contagios en marzo y abril se habló mucho de medicina de guerra, de tomar decisiones sobre la marcha y de tener que realizar un triaje para determinar qué paciente tenía más posibilidades de sobrevivir y así destinarle el escaso material disponible. No obstante, Montejo corrige: se trata de medicina de catástrofe y lo compara con los atentados del 11 de marzo en Madrid o con el accidente de Spanair en 2008. “La diferencia con ese momento es que aquello fue una de demanda asistencial muy importante, pero durante una mañana o un día. Esto es que era todos los días. Todos los días intentando adecuar los recursos a las necesidades de los pacientes”. Admite que es una decisión muy costosa desde el punto de vista profesional, pero también desde el personal.

Manuel Cortés, jefe de Anestesia del Hospital 12 de Octubre: " Recuerdo las rayas rojas separando a los pacientes covid, los enfermos boca abajo... Era desconcertante"

En La Paz, el intensivista Manuel Quintana cuenta que habitualmente se puede tomar este tipo de decisiones sobre dos o tres pacientes al día, pero que en aquel momento eran hasta 40 y a diario. “Te planteas muchas cosas: si realmente no hay alternativa o si la hay, pero no depende de ti”, recuerda Montejo y dice que tuvieron que buscar recursos hasta debajo de las piedras, incluso para cubrir al personal de baja por contagio.

Uno de ellos fue su compañero en el hospital, el jefe de Anestesia Manuel Cortés, que tuvo que ser ingresado por neumonía bilateral el lunes siguiente al anuncio de Sánchez. Tras más de un mes de convalecencia, entró en el que había sido su centro de trabajo durante años y no lo reconoció. Las salas llenas de enfermos, las líneas rojas que separaban las zonas covid de las zonas seguras, los pacientes bocabajo, el agobio en el rostro de sus compañeros… “Era desconcertante, había momentos desesperantes, pero había que seguir”.

Vista del Hospital 12 de Octubre
Vista del Hospital 12 de Octubre, en Madrid, en la primera ola de covid-19. (Carmen Castellón)

El doctor Quintana, de La Paz, se temió lo peor cuando el 3 o 4 de marzo las urgencias del hospital estaban ya llenas. “Tuvimos un exceso de confianza, de superioridad, de pensar que esto era una cosa china, pero aquí no va a llegar”. Quintana recuerda recorrer los largos pasillos repletos de objetos y máquinas que se habían sacado de las salas rápidamente para convertirlas en UCI y que no había dado tiempo a recoger. “Daba auténtico miedo”.

En un primer momento sintieron pánico, sobre todo porque parecía que nunca iba a parar y no sabían cuánto iban a aguantar a ese ritmo. “Costó reorientarse, ordenar la cabeza. No pudimos dar respuesta a todo el mundo, pero creo que lo importante es que aprendimos que la capacidad de improvisación tan latina que tenemos no siempre funciona. Hay que tener planificación”.

Los servicios funerarios

Una despedida congelada

Cuando una persona fallecía por covid-19 en un hospital o en un domicilio, lo primero que había que hacer tras notificar su ‘exitus’ era cubrirlos con una bolsa estanca, de color blanco, especial para muertes que implicaban un riesgo biológico. Una vez que se cerraba, se sellaba y ya no podía volverse a abrir, por lo que la identificación del cuerpo era esencial. El primer contacto que tenían las familias tras la muerte de un allegado era con asistentes como Mercedes Escudero, que lleva 25 años en la profesión. “De un día para otro, todas las causas de defunción en los informes eran SARS-CoV-2. El trabajo se multiplicó por 10, fue una explosión de repente y nos dejó una sensación de que era inabarcable”.

Aun así, los 80 asistentes pasaban las horas al teléfono (los encuentros presenciales se habían cancelado), hablando con los familiares y “haciendo un poco de psicólogos”. Lo que más le impactó en la primera ola fue el dolor, el ‘shock’ que sentían. Habían visto a su familiar entrar a pie en el hospital y a los días les habían comunicado su defunción. “No es solo que tu madre había muerto, sino que estaba encima en un palacio de hielo y no sabías qué pasaba”, expresa.

Tras ayudar a las familias a completar el proceso o iniciar el traslado del cuerpo a otra comunidad si así lo requerían, en los tanatorios Sur y de la M-30 de la capital se creó un servicio de escucha y se flexibilizaron los ritos de despedida para que los familiares pudieran decir adiós sin estar presentes. “La muerte en pandemia tenía efectos doblemente traumáticos porque, aparte del hecho en sí, no se habían podido despedir ni celebrar el rito del ciclo existencial nuevo”, explica César Cid, experto en la técnica del ‘counselling’ de los Servicios Funerarios de Madrid.

César Cid, experto en 'counselling' de los Servicios Funerarios de Madrid: "Muchas familias no pudieron ver los entierros e incineraciones de sus seres queridos".

A eso hay que sumarle que no podían ver a la persona fallecida porque el féretro tenía que estar sellado permanentemente para evitar riesgos. Así, se crearon las celebraciones vía telemática, en las que se usaban aplicaciones como Skype, Zoom o incluso WhatsApp. “Recuerdo a una joven que había muerto su padre por coronavirus y estaban todos en casa confinados. Me llamó y me pidió que fuera yo al cementerio para hacer una videollamada con la ‘tablet’ y así poder ver cómo el féretro entraba en la tierra. Ella necesitaba eso, ella y muchas otras familias que me lo han pedido porque emocionalmente les servía”.

El responsable del Tanatorio Sur, Pedro Alegre, recuerda que el volumen de fallecidos era tan desmedido que tuvieron que usar tres morgues a la vez: las de los dos tanatorios y la del Cementerio de La Almudena, que está preparada para usarse en catástrofes. Además, como no se celebraban velatorios, en los túmulos de cada sala, donde la temperatura no rebasa los 6º centígrados para que los restos puedan descansar sin que se ponga en marcha el proceso de descomposición, tuvieron que guardar hasta seis féretros a la vez. “La primera ola fue dramática, especialmente para la capital”, recuerda Alegre y afirma que llegaron a atender hasta 380 muertes al día.

“No es solo que tu madre había muerto, sino que estaba encima en un palacio de hielo y no sabías qué pasaba”

Roberto Sanjurjo y José Luis Sanz suman entre los dos más de 60 años enterrando en La Almudena y afirman que jamás han visto nada igual. “Esto es para vivirlo”, expresan ambos en un descanso antes de preparar otra inhumación. Durante marzo y abril los furgones se agolpaban en la entrada principal, no dejaban de venir y cada cuadrilla, unidad habitual de trabajo entre los enterradores, tenía hasta 15 sepulturas abiertas a la vez en las más de 120 hectáreas de extensión.

Cada tumba tiene seis metros cúbicos y eso en toneladas de tierra puede alcanzar unas 15, tierra que solo se puede sacar a palazos. Eran más de 14 horas de trabajo, que en muchos casos se cubría de forma voluntaria, además de tener que contratar refuerzos. Ellos eran el último enlace que tenían las familias antes de ver marchar definitivamente a su familiar. Así, las imágenes de aquellos días aún están presentes en su memoria y dicen estar “hechos polvo”.

  • ¿Qué fue lo peor de aquel momento?
  • ¿Lo peor? Ver a gente enterrándose sola, familias pidiéndote desesperadamente que abrieses la tumba para poder ver su rostro y comprobar que están ahí… —y tras un intenso parpadeo más lento de lo normal y una larga pausa prosigue—. Creo que sin duda lo peor es ver a alguien renegar de Dios… Se te parte el alma.
José, enterrador del cementerio de La Almudena de Madrid, en una de las tumbas de la necrópolis
Roberto, enterrador del cementerio de La Almudena de Madrid, en una de las tumbas de la necrópolis
José y Roberto, enterradores del cementerio de La Almudena de Madrid, en una de las tumbas de la necrópolis: “Lo peor fue ver a la gente enterrándose sola”.

Fueron dos meses en los que Roberto y José temieron por su vida y por la de sus familiares, no solo por el cansancio, sino porque, debido a la estructura del cementerio, ellos tenían contacto directo con el féretro. “En aquel momento no se sabía ni cómo se transmitía y llegamos a pedir que la UME nos habilitara un espacio para dormir por el miedo a llevarlo a casa”, recuerda mientras que explica que para coger el ataúd tienen que, cada uno, abrazarlo por un extremo, subirlo a la altura de su cuello y colocar la barbilla sobre él. Si admiras su valentía, ellos te dicen que no, que no había valentía alguna. “Aquí de eso no hay, miedo no teníamos. Miedo a los vivos, a los muertos nada”, sentencia José.

Las residencias

Los grandes afectados

Hasta hace apenas una semana, se desconocía cuál había sido la incidencia real del coronavirus en las residencias. Ahora, el Ejecutivo ha publicado un informe del Imserso en el que las defunciones desde el inicio de la pandemia ascienden a 29.782, que suma los 19.868 muertos confirmados y los 9.914 con síntomas compatibles con la enfermedad. En el caso de la residencia Las Praderas, en Pozuelo de Alarcón, de los 90 ancianos que había durante la primera ola, al menos siete personas fallecieron con síntomas, pero en aquel momento nadie les proporcionaba un test que lo confirmase. “Llegaron a final de abril, por lo que andamos dos meses ciegos”, afirma Daniel Agha, uno de los directores del centro.

Las estancias, divididas en cuatro plantas, están enmarcadas por un alegre patio con jardín donde los familiares pudieron reencontrarse a través de una valla a partir de junio. No obstante, tres meses antes, Agha cerró a cal y canto para evitar contagios. “El 8 de marzo de 2020 nos envían un comunicado desde la Comunidad de Madrid en el que nos dicen que la situación está empeorando y yo ese mismo lunes cierro el centro a cualquier persona externa que no trabajase aquí”, narra.

Un grupo de ancianos mira la televisión en uno de los comedores de la residencia
Un grupo de ancianos mira la televisión en uno de los comedores de la residencia Las Praderas de Pozuelo de Alarcón, en Madrid.

De los cuatro responsables habituales, solo él quedó al frente en el pico de la primera ola porque el resto tenía personas de riesgo en su entorno. “Yo vivo cerca y estoy solo, no tenía miedo”, recuerda, aunque aclara que a mediados de abril estuvieron los trabajadores dos semanas viviendo dentro de la residencia al ver que no dejaban de subir los contagios a nivel nacional.

Al principio, las casas comerciales no les suministraban material porque todo lo derivaban a los hospitales y, en concreto, este centro dependió del Puerta de Hierro para recibirlo. Así, aunque las dos semanas primeras estuvieron trabajando sin EPI, sin mascarilla, ni guantes, tenían un conocido que trabajaba en una clínica privada que les proporcionó algo de material. “Estás entre vidas humanas y había que tomárselo en serio, como si esto fuera una guerra”.

Cualquier interno que presentase síntomas de tos o que tuviera más de 37º de temperatura era trasladado inmediatamente a una zona aislada. Ninguno podía salir de las habitaciones y los largos pasillos que vertebran las estancias y que normalmente están llenos de voces y paseantes en silla de ruedas o andadores, pasaron a ser eternos y solitarios corredores en los que solo se intuían cuerpos corriendo de un lado para otro cubiertos por el EPI. La UME fue tres veces a desinfectar, tanto las habitaciones como el exterior del edificio. “No se sabía dónde podía estar el bicho, así que se limpió todo varias veces”, relata.

“El que está arriba no tiene oportunidad de venirse abajo, no podíamos bajar los brazos, los ancianos tenían que vernos optimistas”

Entre auxiliares, personal de mantenimiento y médicos había unas 20 personas trabajando al servicio de los ancianos, que recibieron la noticia del estado de alarma entre asombro e indiferencia. “Los que están bien cognitivamente te ayudaban con el relato, pero ha habido algunos a los que se los explicabas una y otra vez y no lo entendían”. También hubo casos de depresión, de desconexión con la realidad y de personas que prefirieron dejar de comer por pena. “Me acuerdo de un caso en concreto, un hombre que no quería alimentarse por la situación, por estar encerrado en la habitación dos meses, por no poder ver a su familia… Se generó un clima en el que prefirió quitarse del mundo”, relata.

Un anciano en la residencia Las Praderas de Pozuelo de Alarcón, Madrid
Un anciano en la residencia Las Praderas de Pozuelo de Alarcón, Madrid.

La carga de trabajo llegó a ser insoportable y Agha admite que podían haberse cogido la baja, pero que prefirió seguir al frente del centro. “El que está arriba no tiene oportunidad de venirse abajo, no podíamos bajar los brazos, los ancianos tenían que vernos optimistas”. Desde el 18 de enero todos los residentes están vacunados y ahora pasean sin mascarilla e incluso comen juntos en las salas comunes. “Ha cambiado mucho la situación, ya estamos mucho más tranquilos”, afirma y sostiene que “a veces el ser humano necesita también ver todos los días lo que tiene”. Ahora, las familias se han unido, hay más visitas y valoran más el trabajo que hacen en el cuidado de sus mayores.

Las familias

Entre el ‘shock’ y el dolor

El 8 de marzo de 2020 fue la última salida de ocio que mantuvieron Charo y Juan, de 66 y 69 años. Estuvieron cenando con unos amigos y volvieron pronto a casa. Allí, les esperaba la madre de ella, de 92 años, con la que vivían desde hacía algunos años para hacerle compañía. Ese mismo lunes pensaron en irse los tres a Marbella, ya que veían que la cosa se estaba complicando con el coronavirus. “Una Semana Santa anticipada”, pensaron. Pero, antes de marcharse, Juan tenía esa semana unas sesiones de rehabilitación y fue entonces cuando comenzó a encontrarse mal.

El jueves dejó de ir por malestar general y al día siguiente llamaron al ambulatorio del barrio, desde el que le mandaron a una doctora a casa para hacer una prueba de orina. “Es una infección. Quédense tranquilos”, le dijeron tras analizarlo y le recetaron una semana de antibiótico. Aliviados, los tres decidieron quedarse en casa por prevención, ya que Sánchez había anunciado el estado de alarma horas antes. Cada día a las 20:00 horas salían a aplaudir a la ventana, pero Juan siguió empeorando, el antibiótico no le hacía efecto y la fiebre no paraba de subir.

“Es lo que tiene este virus, que no notas nada y, de repente, ya te estás ahogando”, recuerda Juan

“Lo que menos te imaginas es que aquello podía ser coronavirus”, explica Charo. Tanto su madre como su marido eran de riesgo, ambos habían sufrido un infarto en el pasado, por lo que ella andaba por casa “con todo el cuidado del mundo”. Cuando Juan alcanzó los 39º llamó de nuevo al ambulatorio. “Señora, tiene que esperar a que el antibiótico haga efecto”, le dijeron al otro lado del teléfono. Por miedo, llamó al 061 pidiendo ayuda, ya que, si finalmente estaba contagiado, su madre no debía permanecer en casa. Allí le dijeron que a no ser que se estuviera ahogando, no podían efectuar el traslado y que si iban a urgencias tendría que esperar solo durante horas.

Ante esto, decidió llamar a su seguro para contactar con un médico de la sanidad privada. Pocas horas después, en plena madrugada del 20 de marzo, llegó una ambulancia para llevarse a Juan al Hospital Virgen del Mar. Tras realizarle varias pruebas, la llamaron y dijeron que efectivamente era coronavirus y que se iba a tener que quedar ingresado por una neumonía bilateral. “Es lo que tiene este virus, que no notas nada y, de repente, ya te estás ahogando”, recuerda Juan. En cuanto Charo recibió la noticia, se puso ella también el termómetro: 37º. “Ya estoy contagiada”, pensó. Se aisló entre su cuarto y la cocina, evitando cualquier contacto con su madre, sin decirle el pavor que sentía al recordar las imágenes de los tres juntos comiendo en la mesa hacía unos pocos días.

Charo narra su testimonio en el salón de su casa
Charo narra su testimonio en el salón de su casa. Ella, su marido Juan y su madre se contagiaron de covid-19 en marzo de 2020. Su madre no sobrevivió.

La fiebre se convirtió en una constante de las dos, mientras que además su madre comenzó con episodios de diarrea y ahogos. Desde el 061 le recomendaron un broncodilatador tres veces al día porque tenía 84 de saturación. “En ese momento, no sabía ni lo que eso significaba”, recuerda y con angustia cuenta cómo su madre le decía: “Hija, esto es el fin del mundo”. El día 30 se la llevaron en una ambulancia al Hospital Francisco de Asís y fue la última vez que vio a su madre. Al tercer día de ingreso, le avisaron de que la iban a sedar. “Yo ya sabía lo que eso significaba”, sentencia.

Simultáneamente, llamaban cada día para informarle sobre el estado de su marido: “Está muy enfermo, no mejora”. Aunque había antepuesto la salud del resto a la suya propia, Charo decidió ir al mismo hospital que Juan para que le hicieran unas pruebas, pero al pincharla para sacarle sangre no salía nada. “No se preocupe, este virus coagula tanto la sangre que a veces no sale”, le dijeron. Ese mismo día, queda ingresada con ambos pulmones infiltrados.

A Charo aún se le saltan las lágrimas al recordar todo lo que vivieron. Juan, en cambio, solo tiene buenas palabras hacía sus médicos

Mientras que ella estaba en la planta segunda, a Juan le habían tenido que improvisar una UCI en la quinta para que estuviera atendido, le entubaron y le hicieron la maniobra de pronación varias veces. El día 5 de abril a Charo le comunican que su madre ha fallecido a las 08:45 horas y ella solo podía pensar en que no había podido agarrarle la mano. “De repente mi madre desapareció”.

A Juan no se lo quiso decir hasta el día siguiente porque sabía que se iba a sentir culpable. “Para mí fue un palo muy duro y las doctoras fueron mi paño de lágrimas. No podía dejar de llorar”, recuerda Juan, quien finalmente salió adelante tras casi un mes ingresado. “Le hemos metido una farmacia entera”, le decían los médicos, que en aquel momento no sabían qué medicamentos eran eficaces contra el coronavirus. “Me dieron antivirales de todo tipo, contra el VIH, contra la malaria… No sé cuántas pastillas me tomaba al día, pero recuerdo un dolor de tripa fortísimo”, explica Charo.

A ella le dieron el alta el día 15 de abril y, aunque muy débil, se marchó a la casa que compartían con su madre hasta ese momento para preparar la llegada de Juan a los dos días. “Cuando le vi entrar fue muy emocionante y sacamos las fuerzas de donde pudimos”. Él estaba muy débil por la UCI, iba en silla de ruedas, conectado al oxígeno y “se había quedado como Gandhi”.

Juan, el marido de Charo, agarra la silla en la que está sentado mientras escucha el testimonio de su mujer
Retrato de la madre de Charo en el salón de su casa.
Juan, el marido de Charo, agarra la silla en la que está sentado mientras escucha el testimonio de su mujer. Retrato de la madre de Charo en el salón de su casa.

Charo siguió dando positivo tres meses más, por lo que nadie podía ir a casa a ayudarlos. “Ha sido una pesadilla”, admite desesperada y cree que la cosa habría sido totalmente diferente si a su marido le hubieran hecho un test el mismo día que comenzó a sentir malestar. “Se podía haber evitado… Y mi madre seguiría aquí”, afirma mientras Juan le recomienda que no piense en esas cosas. Charo tuvo que tomar durante tres meses antidepresivos y aún se le saltan las lágrimas al recordar todo lo que vivieron. Juan, en cambio, solo tiene buenas palabras hacía sus médicos. “Me salvaron la vida, empatizaron conmigo durante todo el proceso y no me dejaron caer ni un momento”.

La salud mental

La pandemia olvidada

Estar durante más de tres meses encerrados en casa o con la vida condicionada por restricciones de movilidad y ocio ha provocado que, paralelamente a la pandemia de coronavirus, haya surgido otra, pero esta de forma silenciosa. La tristeza y la angustia ganan peso en nuestra sociedad y, según el último estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) publicado el 4 de marzo, un 35,1% de los españoles ha llorado a causa del covid-19.

“Ha sido una situación de estrés postraumático social, en el que muchas personas estaban sintiendo la sensación de peligro propio o el de los demás, igual que lo han sido otras situaciones como el atentado de las Torres Gemelas”, explica la psicóloga Maribel Martínez, directora de Centro de Terapia Breve ubicado en Barcelona.

“Recuerdo casos en los que una persona perdía a sus dos padres en 10 días o en un mes”

Durante el confinamiento duro se dio cuenta de “la gravedad de la situación a nivel mental”, por lo que comenzó a ofrecerse para terapias ‘online’ con sanitarios y familiares de fallecidos que presentaban ataques de ansiedad por los duelos sin despedida. Además, su hija de 20 años le propuso hacer “terapia con megáfono” y ambas crearon un canal de YouTube y una cuenta de Instagram donde fue colgando vídeos de ayuda contra el miedo al virus, el encierro en familia o sobre cómo gestionar las emociones.

Por eso, cuando el CIS señala que el 73% de los encuestados admite haber sentido pavor a contagiar a sus allegados, no se extraña. “Las personas en general vivimos de espaldas a la muerte. Los accidentes o el cáncer lo tienen otras personas. Eso sí, hasta que lo tenemos cerca. Y esto es lo que ha pasado”. Así, de repente, cualquier familiar mayor de 60 años estaba en peligro y, a su vez, cualquier padre o madre prefería estar contagiado antes de que sufriera su hijo, perpetuando el “instinto de conservación que nos ha salvado como especie”.

Una persona aplaude desde su balcón, en Madrid
Una persona aplaude desde su balcón, en Madrid. Al principio, miles de personas salían todos los días a las 20:00 a sus balcones o ventanas a animar al personal sanitario.

A través de su canal, le contactaron muchas personas con problemas muy diferentes, pero lo más duro fue enfrentarse a lo que no había visto nunca. “Trabajo cada día con todo tipo de trastornos de ansiedad, ataques de pánico, estrés postraumático y duelos, incluso con los imprevisibles que se estaban dando, de personas mayores sanas que en tres días fallecían”, expresa. Y continúa: “Recuerdo casos en los que una persona perdía a sus dos padres en 10 días o en un mes. Casos en el que los niños vivían su primer duelo con los abuelos y no entendían que nunca más los verían”.

También sentía mucho sufrimiento por parte del personal sanitario, que vivió algo que describían como “una guerra”. Según Martínez, las palabras ‘desbordamiento emocional’ o ‘estrés laboral’ se quedan muy cortas para describir aquella situación: “Se dejaron a nivel personal una herida emocional que muchos aún no han podido curar”.

Según el CIS, ante el miedo a morir por el coronavirus, los más frágiles han sido los jóvenes de entre 18 y 24 años

En la otra cara de la moneda, el miedo a contagiarse o la falta de información han provocado el desarrollo de muchos trastornos obsesivos compulsivos, como la limpieza de manos y desinfección en general. Otro trastorno de la ansiedad que se ha incrementado es la agorafobia o miedo a los espacios abiertos, ya que muchas personas sufrieron en el confinamiento total, y aún sufren, pánico a salir a la calle.

Según el CIS, ante el miedo a morir por el coronavirus, los más frágiles han sido los jóvenes de entre 18 y 24 años. Martínez los señala como los grandes damnificados de la pandemia, no porque hayan temido por sus vidas, sino porque están en una etapa evolutiva de la vida en la que todas sus prioridades se habían visto gravemente afectadas o directamente habían desaparecido. “Su sacrificio personal ha sido grande en un momento de la vida en el que muchos todavía no han desarrollado recursos emocionales como para adaptarse”.

Las fuerzas del Estado

Fronteras, patrullas y Madrid desértico

El primer estado de alarma por la pandemia llegó a su fin el 21 de junio con más de 9.000 detenidos y casi 1,2 millones de sanciones, llamando especialmente la atención que las primeras dos semanas de confinamiento se alcanzó casi el 17% sobre el total de detenciones. Además, en España, las consultas y peticiones de ayuda al 016 a consecuencia de la violencia de género aumentaron drásticamente.

Entre el 14 de marzo y el 15 de mayo, se produjeron 18.700 peticiones a los servicios de asistencia en sus diferentes modalidades, lo que supone un 61,56% más que en el mismo periodo de 2019. “Los delincuentes se reinventaron para seguir delinquiendo en esos días y hubo un importante repunte en delitos domésticos”, recuerda Gabriel García-Rubio, perteneciente a la Unidad de Intervención Policial y representante del sindicato SUP de Policía.

Gabriel García-Rubio, policía de la UIP, posa frente a la estación de Atocha
Gabriel García-Rubio, policía de la UIP, posa frente a la estación de Atocha, en Madrid, donde fue desplegado durante las primeras semanas del estado de alarma.

Se encontraba destinado en la frontera de la Junquera, en Girona, cuando les comunicaron que comenzaba el estado de alarma. Así, su grupo de alrededor de 50 agentes pasó a dividirse en varios equipos estanco de seis policías y un oficial cada uno, no podían mezclarse, tampoco cambiar de furgonetas, las cuales eran desinfectadas tras cada servicio. Sin embargo, García-Rubio lamenta que nadie les dio ningún curso o protocolo de prevención. “En ese momento nadie sabía nada sobre el virus, no teníamos material, ni mascarillas. Estábamos patrullando sin protección, nos pilló completamente desprevenidos”.

Aunque estaban en la Junquera inicialmente para prevenir la inmigración ilegal, con la alarma pasaron a trabajar como apoyo al equipo de control de fronteras a modo de seguridad en la solicitud de requisitos para pasar a Francia en plena pandemia. El día 20 de marzo le trasladan a Madrid para intervenir las estaciones de tren como Atocha o el aeropuerto de Barajas. “La peculiaridad es que normalmente los aeropuertos son controlados por las unidades de Canarias, pero, como no podían viajar por las restricciones, tuvimos que relevarles”.

“Había mucha más gente circulando, excusándose con cualquier cosa y sin cumplir las excepciones establecidas”

A medida que pasaban los días, aumentaba la información sobre el virus, y las directrices de actuación eran otras. Este antidisturbios recuerda que las primeras semanas de confinamiento la cosa estaba muy calmada y había menos trabajo. “La gente estaba asustada”, deduce. Sin embargo, a medida que se fue prorrogando, fue aumentando proporcionalmente la tensión en las calles. “Había mucha más gente circulando, excusándose con cualquier cosa y sin cumplir las excepciones establecidas”. Además, como los ciudadanos no podían salir, se convirtió en habitual el registro de empleados de empresas de paquetería porque se detectó que se enviaba droga a través de ellos.

Aunque los Grupos de Atención al Ciudadano o los Grupos Operativos de Respuesta eran los encargados de coger llamadas y acudir a los avisos, la unidad de García-Rubio también montaba controles por la ciudad. “Era impresionante ver Madrid completamente vacío. Ahí te dabas cuenta de la gravedad de lo que estábamos viviendo”.

La Puerta del Sol en la primera ola de covid-19
La Puerta del Sol en la primera ola de covid-19. El estado de alarma y el confinamiento domiciliario vaciaron las calles de las grandes ciudades. (Carmen Castellón)

Aunque estuvo aislado durante un tiempo por un contacto con un infectado, realmente nunca le han diagnosticado como positivo. Sin embargo, reconoce que ha habido que cubrir las bajas de muchos compañeros contagiados e incluso han tenido que lamentar muertes entre su equipo. “Tenía un compañero de la unidad controlando la entrada de pateras en Canarias que se debió de contagiar durante un servicio y falleció a los pocos días”. Tras más de nueve años en el Cuerpo, afirma no haber sentido miedo porque su trabajo implica una exposición al riesgo que todos asumen ya. “Siempre es duro enfrentarse a estas situaciones, pero yo ya he vivido momentos en los que me he visto más en peligro, como en una agresión con arma blanca o en malos tratos. Aquí realmente el peligro era un virus que no se veía”.

El sector económico

Entre la incertidumbre y la reinvención

Casi de manera premonitoria para la economía, cuando el Mobile World Congress estaba a punto de celebrarse (entre el 24 y el 27 de febrero) se tuvo que cancelar por la renuncia de las grandes marcas a participar y la preocupación de sus organizadores. Entonces, la sociedad se echó las manos a la cabeza ante “lo absurdo” de la medida. Sin embargo, un año después, los acontecimientos le han dado la razón. “La decisión de cancelar no se tomó a la ligera. Necesitábamos equilibrar la creciente preocupación sanitaria internacional y local con una operación logística excepcionalmente compleja que involucraba a muchas partes interesadas”, expresa el CEO del Mobile World Congress y director del GSMA, John Hoffman. Así, si se equivocaban, iban a provocar una “profunda perturbación y consecuencias” para más de 2.300 expositores y más de 100.000 asistentes. A pesar de ello, y sabiendo lo que se sabe ahora, Hoffman se reafirma: “Podemos estar seguros de que fue la decisión correcta. Es cierto que la cancelación ayudó a detener la propagación del virus en Barcelona y más allá, salvando vidas como resultado”.

Con el apagón del MWC, empezaba el gran tsunami para el sector económico, al que la alarma afectó de manera muy dispar. Mientras tiendas y bares tuvieron que cerrar de manera indefinida, los supermercados se convirtieron en el centro neurálgico de las salidas y de los encuentros furtivos.

Según los datos del INE publicados a finales de febrero, la empresa española sufrió una caída agregada de la facturación del 14% en 2020. Esta cifra esconde una situación especialmente dramática entre los sectores más afectados por las restricciones a la movilidad y a la actividad económica. Así, la hostelería sufrió una caída de la facturación del 43% en el acumulado del año.

La Cervecería de la Plaza Mayor lleva en pie desde 1976, cuando el padre de José Antonio Aparicio quiso abrir su propio negocio tras probar en varias tabernas de Madrid. Desde aquel momento, y acompañando a su progenitor desde pequeño, el también presidente del Gremio de Hosteleros de la Plaza Mayor señala que la oferta gastronómica la marca el tipo de cliente. Desde bocadillos de calamares a callos, pasando por todas las tapas típicas era lo que los turistas solían pedir.

Aquel 13 de marzo estaba reunido en la sede del Gobierno de la Comunidad, junto con la presidenta Isabel Díaz Ayuso y otros consejeros para encontrar una solución a los menús de comedor que eran necesarios por el cierre de los colegios. Sin embargo, el encuentro, que inicialmente iba a ser cuestión de minutos, se convirtió en dos horas de silencios, trasiego de informes, papeles repletos de cifras de contagios y estimaciones con las que la cara de la presidenta iba cambiando hasta casi alcanzar un ‘rigor mortis’. Al llegar a su local eran las 14:00 horas, pero tras tres horas de recogida, en el ocaso del día, la Plaza Mayor estaba ya completamente vacía.

José Antonio Aparicio, presidente de Hosteleros de Plaza Mayor: "Me tuve que hacer salvoconductos a mi mismo para ver mi negocio cerrado un par de veces a la semana".

“El Madrid de los Austrias ha tenido un efecto visual muy importante en toda la pandemia. Y, a la vez, se ha convertido en el kilómetro cero de la crisis”, expresa Aparicio y recuerda el dramático silencio que reinaba en el centro durante el pico de la primera ola hasta que el 25 de mayo les dejaron abrir las terrazas. En ese tiempo, sus 14 trabajadores se fueron a ERTE y hoy solo ha podido rescatar a siete. “La situación de crisis sanitaria se convirtió en crisis financiera para todos los negocios y los propietarios nos pusimos a echar muchos números porque seguía habiendo gastos, pero ningún ingreso”.

En marzo y abril se hacía salvoconductos para sí mismo y así poder visitar su negocio dos veces por semana y revisar que los congeladores estuvieran bien, que la materia prima no se estropeara, que el grifo de cerveza funcionara… “Una empresa cerrada se muere, pero no atenderla hace que se muera más rápido”. La incertidumbre de cuándo podrían abrir hizo que algunos de sus compañeros no se planteasen volver, de hecho, Aparicio señala que uno de cada tres locales siguen cerrados en el centro de la capital.

“Una empresa cerrada se muere, pero no atenderla hace que se muera más rápido”

Los supermercados, en cambio, pasaron a ser un servicio esencial durante los primeros meses de estado de alarma. Eran de los pocos comercios que podían subir la persiana cada mañana y, a la vez, sus trabajadores eran de los ‘privilegiados’ que se mantuvieron en activo este periodo. “Al principio fue una salvajada, nadie estaba preparado y la gente comenzó a hacer acopio de todo lo que podía, les daba igual si lo necesitaban o no”, cuenta Silvia. Esas semanas iniciales, la tensión en los pasillos era palpable, no había control de aforo, pero sí escasez de productos y pocos recursos.

Además, la empresa acordó que todas las mascarillas y guantes que tuvieran en ‘stock’ se retiraran de la venta al público para el uso exclusivo de los empleados. Aun así, enseguida comenzaron a no tener material de protección contra el covid-19 y el miedo era una constante con la que vivían, por lo que Silvia, a la que siempre le había gustado coser, se encargó de hacer mascarillas de tela para sus compañeros en sus ratos libres con tutoriales de YouTube y telas que tenía guardadas en casa. “Era muy caótico, nos vimos directamente afectados y en una situación de pandemia. Sentíamos mucho miedo y veíamos mucho miedo en la cara de la gente”.

Cola para entrar a un supermercado en abril de 2020
Cola para entrar a un supermercado en abril de 2020. (Reuters: Juan Medina)

Ahora, entre risas, se acuerda de cómo algunos clientes tenían un solo carro para alimentos y otro carro repleto de papel higiénico, algo que aún no entiende. “Si vas a la guerra compras agua, productos enlatados… pero ¿papel? Todavía les durarán los rollos en casa”. Cada mañana tenía un largo recorrido que hacía en metro, aunque a veces, viendo Madrid sin tráfico, cogía su bicicleta en Ventas e iba al trabajo pedaleando, pero aclara que siempre del punto A al punto B, sin desviaciones de ningún tipo.

“A veces los clientes te echaban en cara que tú sí podías salir libremente de casa, a lo que yo les decía: ‘No por gusto, señora, es nuestra obligación”, expresa indignada y admite que hubo situaciones un poco desagradables y alguna que otra pelea, pero que con la presencia de la Policía y del Ejército por el barrio la cosa pareció calmarse.

“Si vas a la guerra compras agua, productos enlatados… pero ¿papel? Todavía les durarán los rollos en casa”

Para ella, los aplausos estaban bien, pero lo que más le emocionaba era el minuto de silencio que hacían todos los días a las 12:00 horas. Al principio paraban el hilo musical y ella como encargada se lo explicaba a los clientes, pero luego ya pasó a ser algo coral y no se oía ni una pisada, ni el sonido del código de barras pasando por caja, ni las ruedas de ningún carrito deslizarse. “Se estaba muriendo gente cada día y la rabia de no saber cómo evitarlo se unía a la euforia de días de trabajo interminables en los que no podías ni pararte a pensar”.

Al volver a casa, Silvia había creado un protocolo para no contagiar a nadie. Una vez que pasaba el umbral de la puerta se desinfectaba bien las manos, con un espray de lejía diluida en agua limpiaba la suela de sus zapatos, se quitaba la ropa, que la metía directamente a la lavadora en un programa especial, y se iba a la ducha corriendo. Admite que sintió miedo, que era un riesgo al que se enfrentaban cada día, pero niega que fuera heroico: “Nos había tocado, nos necesitaban y ni te lo piensas. Tiras p’alante”.

La educación

Una adaptación en tiempo récord

El lunes 9 de marzo, cuatro días antes del anuncio de Sánchez, la Comunidad de Madrid decidió suspender las clases, medida que iba a entrar en vigor ese miércoles. “Veíamos las noticias de casos, pero jamás pensamos que nos afectaría a nivel educativo”, cuenta Sor Concepción, directora del colegio María Inmaculada. Su homóloga en el Jesús Maestro, Ana Presa, afirma que pensaban que se iba a quedar en una mera anécdota. “Cuando nos llegó el comunicado del Gobierno regional, estábamos convencidos de que iba a ser solo para 15 días, nos parecía inviable que un colegio cerrara de forma permanentemente”, señala.

Una clase del Colegio María Inmaculada muestra el sistema de educación ‘online’
Una clase del Colegio María Inmaculada muestra el sistema de educación ‘online’ con el que se imparte el temario de forma remota.

En un ámbito en el que la presencialidad se hacía imprescindible, la improvisación, la imaginación y el aprendizaje brotaron en la mente de todos los profesores para abordar, por primera vez, las clases ‘online’. Desde la Consejería de Educación, los inspectores les pedían a contrarreloj que presentaran los informes sobre la adaptación del currículo y los nuevos criterios de calificación.

“Los departamentos se reunieron y, como hay conceptos que se repiten a lo largo de los cursos escolares, vimos de dónde se podía prescindir”, explica Sor Concepción y añade que se primaron las asignaturas fuertes, las instrumentales, como Matemáticas, Inglés o Lengua, sin llegar a descuidar las otras. Presa, en cambio, cuenta que, a partir del 26 de marzo, cuando vieron que se prolongaba el cierre de los centros, cambiaron las programaciones, los contenidos y marcaron solo lo esencial para acabar el año.

El Meet se convirtió en su herramienta de cabecera, las clases se compartían en pantalla, los alumnos conectaban su cámara y los profesores intentaban mantener la atención durante horas. Los educadores, que no tenían por qué conocer estos recursos previamente, tuvieron que hacer un curso avanzado de tecnologías de la información y la comunicación.

"Creíamos que los colegios no cerrarían y después que sería solo para quince días": Ana Presa, directora del colegio Jesús Maestro.

Para los más pequeños la metodología era otra. “Dependían de que sus padres se conectaran con ellos y muchos estaban trabajando y no podían”, recuerda Sor Concepción. Así, principalmente se les mandaba, mediante una ‘site’ de Google, ejercicios de comprensión lectora y cálculos matemáticos. “Nos dedicamos a un contenido más competencial. Era inviable dar una clase magistral sobre un tema, así que renunciamos a ello”, afirma Presa.

Sin embargo, el colegio dejó de ser un colegio simplemente y la preocupación en torno al alumno y su situación en la pandemia pasó a ser prioritaria. Así, las jornadas laborales dejaron de acabar a las 14 para convertirse en casi 24 horas interrumpidas. “Hubo situaciones familiares difíciles y en algún momento tuvimos que intervenir de manera directa… Ellos usaban el correo abiertamente y creo que nos sintieron cerca”, apuntan desde el colegio María Inmaculada.

El colegio dejó de ser un colegio simplemente y la preocupación en torno al alumno y su situación en la pandemia pasó a ser prioritaria

Presa recuerda una tristeza generalizada en la que las tutorías pasaron a jugar un papel fundamental. “Era una hora semanal y no se hablaba de estudios, solo de cómo se sentían, como estaban sus abuelos, sus familias. Los más pequeños estaban muy asustados porque no entendían nada”.

Tras pasar el pico de la primera ola, acabaron el curso en junio con la incertidumbre de si volverían. “No tuvimos noticias de la consejería hasta el 28 de agosto, por lo que, de nuevo, tuvimos que ir improvisando la vuelta”, admite la directora del colegio Jesús Maestro y añade que “ni por asomo” pensaban que fuera a empezar con normalidad: “Creíamos que íbamos a estar dos semanas y a cerrar de nuevo”.

Dibujos sobre el covid-19 puestos en una de las clases de educación primaria
Los alumnos del Colegio María Inmaculada disfrutan del recreo
Dibujos sobre el covid-19 puestos en una de las clases de educación primaria, en el Colegio María Inmaculada de Madrid. Los alumnos del Colegio María Inmaculada disfrutan del recreo.

En el María Inmaculada ya en junio empezaron a calcular los metros cuadrados disponibles, a reestructurar espacios, aulas, crear grupos burbuja… “Fue matemática pura”. Con aulas confinadas puntualmente y, a veces, con varios profesores de baja a la vez, estos dos centros no confían en recuperar la normalidad pronto. “Sí, a algunos profesores ya les están vacunando, se irán reduciendo las medidas, pero creo que la mascarilla nos va a acompañar el curso que viene también”, sentencia Presa.

La cultura

Obligados a convertirse en imprescindibles

El productor de cine Enrique Lavigne y el director Paco Plaza llevaban tres semanas de rodaje cuando se enteraron de que Pedro Sánchez iba a activar un estado de alarma. La protagonista de la película era una mujer de 85 años, recién traída de Brasil, a la que mandaron inmediatamente a Francia, donde consideraron que iba a estar más segura. Desmontaron la grabación pensando que en dos semanas se iban a volver a ver, pero lo que comenzó siendo una pausa puntual pasó a convertirse en una situación de completa incertidumbre.

No se reencontraron hasta seis meses después, un tiempo en el que el sector se tuvo que reinventar. En ese periodo, director y productor estuvieron codo con codo trabajando, obligados a replantear la película ante el nuevo escenario mundial que se presentaba y contando con el nuevo tipo de consumo de cine al que había abocado el virus. “La película estaba pensada y dirigida a una plataforma y un distribuidor internacional, pero eso se vio alterado y teníamos que buscar la manera de presentar el producto a una nueva realidad”, recuerda Lavigne.

El sector cinematográfico en España ha sido uno de los más perjudicados
El sector cinematográfico en España ha sido uno de los más perjudicados por las limitaciones impuestas para combatir el virus. (EFE: Julien Warnand)

Con las salas cerradas hasta junio, cuando solo abrieron con aforos muy reducidos y con muchas medidas de seguridad, como mascarilla obligatoria o geles hidroalcohólicos, el crecimiento del sector cinematográfico en España, que "estaba en alza", dejó unas pérdidas en taquilla de 446 millones en 2020 comparado con el ejercicio anterior, según datos facilitados por la consultora ComScore.

Así, el productor considera que la pandemia ha precipitado la necesidad de cambio. “Las salas seguirán existiendo, pero se consolidarán con eventos”. Dato que no comparte Borja de Benito, portavoz de la Federación de Cines de España (FECE): “Desde la llegada del cine digital, las salas ya se estaban reinventando aportando formas diferentes de ver una película”. Además, señala que no se puede olvidar el componente social que implica. “Después de tres meses completamente encerrados y un año y pico de restricciones, las ganas de la gente van a verse reforzadas”.

La taquilla en España ha cerrado el año con un total de 169,7 millones de euros de recaudación y 28,2 millones de espectadores en 2020, una caída que se produce tras varios años de crecimiento en el número de espectadores y tras alcanzar el mejor resultado de la última década en 2019, con más de 105 millones de espectadores. De Benito lo achaca a la falta de grandes ‘blockbuster’ de cine norteamericano. “Se han guardado todos los títulos pendientes de estrenar, salvo dos o tres, y ese es el principal reclamo que tenemos los cines para que la gente venga”.

En los museos, la cifra global de público en 2020 ha sido de 1.058.918 visitantes, lo que supone un descenso del 63,55% con respecto a las visitas de 2019, según informa el Ministerio de Cultura y Deporte. "El impacto de la crisis sanitaria ha afectado de manera muy directa al sector cultural, y con ello a los museos. Pese a todas las limitaciones, el balance es positivo desde el punto de vista de la capacidad de adaptación de nuestros museos a la crisis sanitaria", señalan desde Cultura.

Dos personas personas contemplan un cuadro en el Museo  Nacional Thyssen-Bornemisza
Una trabajadora del Museo del Prado espera a los visitantes durante la reapertura del centro
Dos personas personas contemplan un cuadro en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, en octubre de 2020 en Madrid. (EFE: Fernando Alvarado). Una trabajadora del Museo del Prado espera a los visitantes durante la reapertura del centro, en junio de 2020. (Reuters: Juan Medina).

Ante la noticia del confinamiento inminente, en el Museo Thyssen-Bornemisza se creó un equipo de trabajo con el objetivo de llevar la institución a todas las casas a través de la web y redes sociales. “Conocimos súbitamente que teníamos que cerrar las puertas del museo, tanto para visitantes como para empleados. Pero teníamos muy claro que no podíamos interrumpir nuestro contacto con el público”, recuerda Evelio Acevedo, director gerente de la pinacoteca. Con toda la plantilla en casa y trabajando con la incertidumbre de no saber qué iba a pasar, el museo se propuso reducir gastos y retrasar proyectos, aunque, al ser un museo nacional, del Estado español, tenían garantizada la sostenibilidad económica.

Los tres museos principales de la capital, el Museo Nacional del Prado, el Reina Sofía y el Thyssen, que dependen principalmente de la afluencia del turismo nacional e internacional, cerraron el balance del año sin superar el millón de visitantes. “Este tipo de visitante supone el 70% de nuestra taquilla, pero al mismo tiempo estamos observando que el público de Madrid está respondiendo bien”, señala Acevedo.

Así, el Prado ha recibido un total de 852.161, de los cuales más de 500.000 corresponden al periodo previo a su cierre. Por su parte, desde el Museo Reina Sofía se indica que en 2020 se ha roto la tendencia al alza en cuanto a la evolución de visitantes "que se venía repitiendo un año tras otro". El Thyssen ha acogido 341.008 visitantes en 2020 frente a 1.034.873 en 2019, un 67% menos que el año anterior. “Estamos permanentemente adaptándonos a las circunstancias pensando en cómo llevar el museo a la diversidad de nuestros públicos y definiendo el modelo híbrido, presencial-virtual, y sostenible que queremos ser”, concluye el director gerente.

Qué hemos aprendido en un año...

“Lo más importante es ser claro con la sociedad y decir las cosas como son”

Navid

“Nosotros ya no tenemos miedo. Te quedan secuelas físicas, psíquicas… Pero ya no queda miedo”

Charo y Juan

“Uno hace una reflexión, ve lo que pudo hacer y lo que no y ahora creo que hicimos lo que pudimos con los medios que teníamos”

Juan Carlos

“Hemos aprendido a valorar la libertad individual y a nivel social, a valorar el contacto físico, y la libertad de movimiento y acción”

César

“Pasadas las angustias, creo que lo positivo que surgió fue comprobar lo unidos que estábamos todos”

José Antonio

“Esto no es algo que vayamos a olvidar de aquí a 20 años. Va a caminar con nosotros durante muchos años”

Daniel

“No volveremos a la normalidad, iremos a una cosa diferente. Intento no tener nostalgia, sino verlo como algo nuevo, algo que hay que abrazar”

Enrique

“Estuvimos muy tibios con la decisión de paralizar el país, pero entiendo que es una decisión brutal”

Manuel

“Hemos comprobado que no somos intocables, que nos puede pasar una cosa de estas en cualquier momento y solo dependerá de nosotros nuestra supervivencia”

Silvia

“Los niños han demostrado que se adaptan muy bien y que cuando les pides responsabilidad te la dan”

Ana

“Queda pendiente seguir mejorando la gestión de las emociones, especialmente el miedo, y no olvidar lo aprendido, como la fragilidad de la vida y que lo importante son las personas”

Maribel