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La nueva vida del capo de los atracadores de Madrid: "Ya solo pienso en mi familia"
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La nueva vida del capo de los atracadores de Madrid: "Ya solo pienso en mi familia"

Está casado, tiene una hija y espera otra, trabaja en una fábrica y su objetivo es comprarse una casa. Mihai ha sido detenido 40 veces por comandar un grupo de atracadores durante décadas

Foto:  Mihai ha dejado atrás su pasado delictivo. (EC)
Mihai ha dejado atrás su pasado delictivo. (EC)

Mihai (Rumanía, 1982) nació en una familia normal. Nada de desestructurada ni metida en asuntos delictivos. Sus padres están todavía juntos y tenían trabajos estables. Al joven, sin embargo, le gustaba la marcha. Cuando comenzó su adolescencia, empezó a robar. "Lo hacía por la adrenalina", nos descubre. La primera vez que lo hizo fue a la tía de un amigo suyo. Le birlaron un radiocasete. Poco a poco el valor de las cosas que sustraía a vecinos, conocidos y gente con la que coincidía iba siendo cada vez más elevado. Su actividad se tornó más seria en 1997, cuando el chaval tenía apenas 15 años.

En ese momento ya contaba con el esbozo de lo que poco después sería una banda organizada en la que fue poco a poco haciéndose respetar a base de palizas. "Llegué a ser el jefe a puñetazos, que es como se hacía esto; el más fuerte y el más listo era el jefe", recuerda Mihai, nombre ficticio, pues el protagonista quiere permanecer en el anonimato por cuestiones que más adelante desvelaremos. A los pocos meses, el chico comandaba un grupo de 14 personas que se dedicaba a perpetrar robos allá donde había pasta. "Éramos menores y robábamos, porque además no sabíamos hacer otra cosa", recuerda el hoy hombre de 38 años, que junto a su banda se cruzó media Europa porque Rumanía se les quedaba pequeña a todos.

Foto: El escenario del crimen de Oza. Foto: Efe

Turquía, Italia, Francia y finalmente, en 2003, España. En este último país Mihai encontró un pequeño paraíso del robo. De hecho, amplió su banda con jóvenes de origen marroquí y español. "Detectábamos gente que necesitaba ganar dinero fácil; yo los cogía y les mandaba a robar; luego les daba su parte", asegura el que ejercía como capitán de la organización criminal juvenil. Todos ellos alquilaron pisos en Burgos, Madrid, Bilbao o Barcelona que les servían de base de operaciones. Las bandas, generalmente agrupadas por nacionalidades, dividían las ciudades en zonas, explica. Allá donde una actuaba no lo hacía la otra, para evitar confusiones, rivalidades y actuaciones policiales erróneas.

"Vivíamos bien", valora. "Teníamos dinero para gastar a lo tonto, sin pensar en nada más que en disfrutar", revela Mihai, que durante mucho tiempo pudo pasar desaparecibido en España. Tenía órdenes de detención internacionales por su pasado delectivo en Rumanía –donde le detuvieron en un par de ocasiones a finales de los 90– y en los países antes mencionados, pero nunca le encontraban porque siempre portaba una identidad falsa. Le arrestaban, eso sí, pero nunca relacionaban su nombre con el del capo rumano en busca y captura internacional.

Foto: Ficha policial de Miguel Ricart. (EFE)

Hasta que hubo un chivatazo. Alguien de su banda le traicionó y reveló a la Policía la identidad de su líder. Lo hizo, además, según el propio Mihai, a través del engaño. Una parte del grupo había entrado a robar a una vivienda de Burgos con tan mala suerte que durante el atraco sufrió un paro cardíaco el dueño de la casa, que falleció en el acto. A gran parte de los que intervinieron les cayó una acusación por robo con fuerza y homicidio imprudente. Incluso al propio Mihai, que según su propio testimonio nunca participó en aquel golpe. El tribunal no le creyó y le condenó a lo mismo que al resto. Fue la última de una retahíla de casi 40 detenciones que acabó en una pena mayor de las que habían conllevado los anteriores arrestos.

"Al que realmente lideró aquel atraco nunca le cogieron", subraya el hombre, al que le cayeron en concreto 27 años y medio de prisión que luego el Tribunal Supremo rebajó a 14. Pero aquel chivatazo y, sobre todo, el tiempo que Mihai pasó entre rejas cambiaron su vida por completo. Pudo reflexionar durante horas interminables sobre la actividad a la que se había dedicado hasta el momento. Se apuntó a cursos de cocina, de informática, de inglés, del carné de conducir, de español, de auxiliar de enfermería y hasta de manejo de carretilla elevadora. Además, se dedicó a cuidar a enfermos, ancianos e incluso esquizofrénicos dentro de los muros de la prisión de Burgos. "Tienes que hacer de todo ahí dentro", piensa en voz alta el exjefe de la banda criminal, que reconoce sin embargo que la iniciativa que más revolucionó su interior fue un seminario de justicia restaurativa.

Confesiones entre rejas

"Me apunté y ahí comencé a escuchar las historias que contaban mis compañeros de celda", rememora en referencia a lo que los expertos en este tipo de programas de reconciliación denominan círculos. En ellos, los internos explican cómo han llegado hasta ahí, qué han aprendido y a qué aspiran en la vida. "Todos hablan desde el corazón", explica una de las impulsoras de la iniciativa, Virginia Domingo, que en colaboración con Instituciones Penitenciarias coordina actualmente un grupo de una docena de reclusos en la prisión de Burgos que trabajan para restituirse y reparar el daño que hicieron. "Ahí me dí cuenta de que lo que había hecho hasta entonces no estaba bien, que había que cambiar y dejar atrás todo lo anterior", confiesa Mihai, que retomó en ese contexto el contacto que había perdido con una amiga de la infancia.

Su familia le comunicó que ella había venido a España y el hombre mostró interés por verla. Aprovechó sus esporádicas salidas para estar con ella y ahí surgió el amor. Luego el preso cumplió condena y abandonó las rejas definitivamente. La pareja se casó, tuvo una niña que hoy cuenta cinco años y espera una segunda criatura. El enfoque vital de Mihai ha cambiado. "Ya no miro al pasado, solo me importa el futuro, mi trabajo, mi familia y comprarme una casa aquí", señala el excapo, que hoy trabaja en una empresa de aluminio a la que accedió gracias a algunos de los cursos que hizo en prisión. Aún luce los tatuajes de su anterior vida, pero estos serán previsiblemente el único recuerdo que le quede de aquello, pues desde que salió de prisión no ha vuelto a contactar con quienes fueron sus compañeros de atracos y su deseo es que así siga siendo.

Foto: Los dos presos escapados de la cárcel de Salinas. (Sheriff de Monterey)

"No tengo ningún contacto con ellos ni quiero retomarlo", asegura el exrecluso, que ahora se rige por los principios que hizo suyos durante las sesiones de justicia restaurativa. "Ahora me pienso dos veces las cosas antes de hacer algo, porque en aquellas sesiones reflexioné mucho sobre lo que había pasado y no quiero volver a aquella vida; es mejor no hacer nada de aquello para evitar las consecuencias que acarrea", afirma. "La terapia me sirvió para escuchar a todos, para hablar yo también; me sentía mejor, me desahogaba y me daba cuenta de que quería salir y portarme bien", admite Mihai, quien está seguro también de que le ayudó mucho no tomar medicación alguna dentro de la cárcel para estar siempre lúcido.

Mihai (Rumanía, 1982) nació en una familia normal. Nada de desestructurada ni metida en asuntos delictivos. Sus padres están todavía juntos y tenían trabajos estables. Al joven, sin embargo, le gustaba la marcha. Cuando comenzó su adolescencia, empezó a robar. "Lo hacía por la adrenalina", nos descubre. La primera vez que lo hizo fue a la tía de un amigo suyo. Le birlaron un radiocasete. Poco a poco el valor de las cosas que sustraía a vecinos, conocidos y gente con la que coincidía iba siendo cada vez más elevado. Su actividad se tornó más seria en 1997, cuando el chaval tenía apenas 15 años.

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