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Cinco horas atrapados en un Telepizza viendo cómo ardía Barcelona
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LA JORNADA MÁS VIOLENTA

Cinco horas atrapados en un Telepizza viendo cómo ardía Barcelona

Quince desconocidos pasaron toda la noche viendo la noche más triste de Barcelona desde el otro lado de un cristal, comiendo galletas Tuc

Foto: Atónitas, una decena de personas observan los disturbios desde el local de la pizzería. (A. V.)
Atónitas, una decena de personas observan los disturbios desde el local de la pizzería. (A. V.)

A las cinco de la tarde la vía Laietana era una aventura para cientos de chavales con esteladas, la mayoría adolescentes, que jugaban a cantar proclamas aprendidas frente a la Jefatura de la Policía Nacional. Cada vez que los antidisturbios disparaban humo al aire, la muchedumbre imberbe corría despavorida calle arriba. Pasado el susto, volvían envalentonados al punto de partida. Mientras ellos se entretenían con la adrenalina del momento, los elementos más radicales de las protestas tomaban posiciones con tácticas de guerrilla urbana: establecían sus barricadas, se distribuían por las calles y sacaban artefactos de sus mochilas. En un abrir y cerrar de ojos, decenas de manifestantes se vieron atrapados en el lugar más peligroso de todos: la plaza Urquinaona. Estaban rodeados de llamas de varios metros de altura y un fuego cruzado en el que flotaban trozos de asfalto, cascotes, balas de goma del tamaño de un huevo, gases lacrimógenos, cócteles molotov y pirotecnia.

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Una decena de ellos buscaron refugio en el Telepizza de la plaza, donde el encargado, Ahmed, estaba intentando echar la persiana. "No salgáis, esperad a que pase", dijo. Pero no pasaba, así que echó el cierre, apagó las luces y trató de calmar a los chicos. El local se convirtió de pronto en una jaula para observar tiburones de cerca y quince personas tuvieron un palco de lujo para ver cómo ardía Barcelona: un cinemascope desde el que seguir la peor batalla campal que se ha vivido en toda la crisis catalana. Al otro lado del vidrio, el suelo se convertía en una alfombra de cascotes, tornillos, barras de metal, restos de mobiliario urbano: una destrucción que duró más de cinco horas. El anhelo independentista se transformaba ante sus ojos en un festival de violencia y salir a la calle era quedarse en tierra de nadie.

Tres de los adolescentes habían venido a manifestarse desde Villafranca del Penedés. Jordi, el más alto, 17 años, ni siquiera le había dicho a sus padres que estaba en Barcelona y le preocupaba coger el último transporte público de vuelta. El resto, intentaban tranquilizar a sus madres por teléfono. Nadie daba crédito a lo que veían al otro lado del cristal, al comportamiento de los grupos de radicales que destrozaban el asfalto para convertirlo en armas arrojadizas, que convertían los bancos en astillas a patadas y que no daban tregua a los antidisturbios. "Hostia, esto es como una película", se escuchó, cuando una botella en llamas se estampó a pocos centímetros del escaparate. Los agentes, mientras tanto, no conseguían romper el cerco, ni siquiera desplegando furgones. En la televisión se veía la misma escena que en Telepizza, pero desde el otro lado. "Mira, mira, justo ahí estamos nosotros".

placeholder Interior del local de Telepizza donde algunos manifestantes han pasado cinco horas
Interior del local de Telepizza donde algunos manifestantes han pasado cinco horas

Alex G., un manifestante de Girona mantenía un ojo en la televisión del local y otro en la calle. "Esto es increíble", musitaba. A Marta, unos cuarenta años y preocupada por cómo iba a volver a casa, le pasaba algo parecido. "Hay gente muy, muy dura, que no sé de dónde viene", decía abriendo los ojos. "Algunos parecen de fuera de aquí, por sus rasgos. Antes he hablado con una mujer del País Vasco, que me decía que esto allí pasaba todos los días. Luego están los niños, adolescentes que les siguen y que es como si estuviesen jugando a la Play Station". Empezaron a llegar rumores de fuera y a aflorar teorías de la conspiración. "Esta noche pueden proclamar la DUI de nuevo".

Los fotógrafos llamaban al cristal para buscar refugio y cargar las baterías. Ahmed, entregado en su papel con una sonrisa, se desvivió por ayudar: atendía a todo el mundo y repartía galletas Tuc y botellines de agua. Los padres de un par de chicas adolescentes llamaron al teléfono del local para comprobar que sus hijas estaban a salvo. Las atendió una de las trabajadoras de la pizzería, que tuvo que meterse a llorar al despacho un par de veces para descargar la tensión. "Tengo un amigo que está en mitad del lío. Está rabioso porque el día del 1-O pegaron a su madre y a su abuela". Cada vez que los furgones de la policía se desplegaban al otro lado del escaparate del caos, las piedras impactaban en el vidrio. "Esto aguanta, ¿no?", preguntaban a Ahmed, preocupados.

Ahmed, el encargado del local, entregado a su papel, atendía a todo el mundo y repartía galletas Tuc y botellines de agua

En el Burger King de al lado se vivía una situación parecida. Los que quedaron allí atrapados intentaron en al menos una ocasión escapar al cerco. En una escena berlanguiana, salieron corriendo pegados a la pared, en fila india. Por algún motivo, decidieron que era buena idea ponerse bolsas de plástico de la hamburguesería en la cabeza. A los pocos minutos, volvían por donde habían venido y se refugiaban otra vez en el local. Con las bolsas en la cabeza.

Foto: Un grupo de policías durante los altercados. (EFE)
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Ángel Villarino. Barcelona Rafael Méndez. Barcelona

Sobre las once de la noche, la policía empezó a abrir por fin brecha y tomar posiciones por toda la plaza. Una tanqueta con cañón de agua irrumpió para apagar los fuegos. Fuera de Telepizza, el suelo parecía una playa del Adriático, con piedras y polvo de todos los tamaños. Ahmed quitó el cerrojo y la comitiva tuvo que tomar la siguiente decisión: buscar un sitio donde pasar la noche sin atravesar más barricadas, ni arriesgar el pellejo.

A las cinco de la tarde la vía Laietana era una aventura para cientos de chavales con esteladas, la mayoría adolescentes, que jugaban a cantar proclamas aprendidas frente a la Jefatura de la Policía Nacional. Cada vez que los antidisturbios disparaban humo al aire, la muchedumbre imberbe corría despavorida calle arriba. Pasado el susto, volvían envalentonados al punto de partida. Mientras ellos se entretenían con la adrenalina del momento, los elementos más radicales de las protestas tomaban posiciones con tácticas de guerrilla urbana: establecían sus barricadas, se distribuían por las calles y sacaban artefactos de sus mochilas. En un abrir y cerrar de ojos, decenas de manifestantes se vieron atrapados en el lugar más peligroso de todos: la plaza Urquinaona. Estaban rodeados de llamas de varios metros de altura y un fuego cruzado en el que flotaban trozos de asfalto, cascotes, balas de goma del tamaño de un huevo, gases lacrimógenos, cócteles molotov y pirotecnia.

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