Especial #8M

Malos tiempos para Manolo: crónica de las primeras horas de la revolución

Texto: Ángel Villarino y Alfredo Pascual Formato: Pablo López Learte, Luis Rodríguez y Carmen Castellón
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“Manolo, aprende a hacer croquetas que me tienes hasta las tetas”. “Manolo hoy friegas tú”. “Manolo, Manolito, hoy cocinas tú solito”. Las pancartas y cánticos de ayer pronostican malos tiempos para Manolo. Para el Manolo en mayúsculas y para el microManolo en cursivas, como el señor de mediana edad que daba indicaciones a su esposa, a gritos, sobre cómo alcanzar antes la cabeza de la manifestación. “Carmen, te estoy diciendo que por ahí no, que eso es una ratonera. Hazme ya caso de una vez”.

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El 8-M desbordó a la vez expectativas y cálculos políticos. Abrió compuertas a algo de tamaño considerable y con pinta de quedarse durante bastante tiempo por aquí. Los grupos de Whatsapp y Telegram llevaban una semana anunciando grandes cosas pero no fue hasta media tarde, con un pie en la calle, cuando se hizo evidente que no iba a ser una manifestación normal. “Me he emocionado viendo la riada de gente que bajaba la calle que casi me pongo a llorar. Y luego, a mitad de la marcha, me he puesto a llorar”, confesaba una profesora de mediana edad que ha participado en decenas de protestas feministas.

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A las siete ya estaban colapsadas todas las arterias de la capital, con la Castellana cortada a la altura de Colón, lo que hacía imposible acercarse al tramo de acceso a Atocha de otra manera que no fuese a pie. En la línea 1 del metro los trenes circulaban llenos, sin parar, y los pocos que lo hacían organizaban tumultos en el andén. “¡Aquí no caben más, tienen que esperar al siguiente!”, vociferaban empleados del Metro enviados ex profeso. Tan grande era el caos que Metro de Madrid se vio obligado a suspender el servicio a la estación de Atocha.

Se iban arracimando grupos y banderas. Tampoco muchas: alguna republicana, alguna comunista, alguna morada y bastantes con el arcoíris que hacían echar de menos el buen tiempo veraniego del Orgullo Gay, referencia que flotaba en el ambiente de la procesión. En dosis digeribles brotaba igualmente la propaganda sindical y política. Una señora agitaba un cartel de Ciudadanos y mandaba callar a sus acompañantes: “No es ninguna provocación. ¿Por qué lo va a ser? Estoy en mi derecho. ¿Ves? Nadie me dice nada”.

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En el Paseo del Prado, a la altura del Museo, se pintaban con sus colores de guerra (morados) un grupo de adolescentes y charlaban señoras de la quinta de Alaska y Pablo Carbonell. Al mismo tiempo intentaban abrirse paso un grupito de ecuatorianas y una mujer amamantaba sentada en la acera a un bebé mientras hablaba con otra niña algo mayor. La autora de la pancarta “Estoy hasta el coño” atendía con paciencia numerosas demandas de foto. Y aunque eran minoría había también bastantes hombres, algunos acompañados y otros guardando una distancia de ‘voyeur’.

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A muchas mujeres, sobre todo a las más mayores, se les saltaban las lágrimas pensando que estaban viviendo un momento histórico. Por el resto, ocurrieron las cosas que ocurren en las grandes manifestaciones: hubo algún mitin que casi nadie escuchó y que sirvió como hilo musical para la interminable conversación. Una chica muy jovencita propuso cánticos desde su megáfono, entre otros una rima sobre la conveniencia de quemar la Conferencia Episcopal “por heteropatriarcal”. Ese tipo de cosas.

Se avanzaba despacio y se tardaba más de una hora en completar el recorrido. La gente se mantenía dentro del cortejo abriéndose paso con dificultad. Faltaba el espacio en una de las avenidas más grandes de Madrid y algunas mujeres, cargadas con niños pequeños, lo llegaron a pasar mal. Se puso a chispear y hacía bastante frío. Algunos grupos optaron por asaltar los bares cercanos. Otros desaparecían por las callejuelas aledañas, por las bocas del metro, o en busca de un taxi.

Y Manolo dicen que se fue pronto a dormir.

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