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“Mi hija no sabía que vivíamos en prisión”
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“Mi hija no sabía que vivíamos en prisión”

A pesar de las dificultades y malos momentos, Nuria no se arrepiente de haber tenido a su hija mientras cumplía una condena por tráfico de estupefacientes

Foto: Marina vivió hasta los tres años en una prisión con su madre. (Foto: Enrique Villarino).
Marina vivió hasta los tres años en una prisión con su madre. (Foto: Enrique Villarino).

Cuando Nuria* ingresó en prisión solo lloraba los sábados por la noche porque no podía salir de fiesta, encerrada entre las rejas de su celda. A sus 20 años, lo que más echaba de menos era su teléfono móvil y charlar con sus amigas. Sin embargo, seis meses después se quedó embarazada en Soto del Real y sus prioridades cambiaron.

Cumplía una condena por tráfico de drogas. Un amigo de la discoteca en la que trabajaba le ofreció sustituir a otra chica que le había fallado para hacer de 'mula'. No era la primera vez que Nuria hacía un encargo similar, pero esta vez, al bajar del avión que la traía desde Perú —"Colombia está muy visto"—, no salió de Barajas como un viajero más. "No lo pensé, conocía los riesgos, pero simplemente no pensaba que pudiera pasarme a mí. No fui consciente de que me iba a quedar en la cárcel hasta que pasó un tiempo, creía que iba a cerrar los ojos y me iba a despertar en casa de mis padres", explica en el salón de su casa de Madrid.

A finales de 2015 vivían en las prisiones de España cerca de 70 niños de hasta tres años de edad

De eso hace ahora nueve años, y por aquel entonces solo pensaba en la forma de conseguir dinero fácil para irse de casa de sus padres. Sin embargo, una vez dentro, ellos eran lo que más echaba de menos: "Me ponía a llorar solo al recordar el zumo de naranja de mi madre". Se quedó embarazada en el teatro de la prisión, con otro preso al que cambiaron de centro. “Nos carteamos un tiempo pero eso no tenía mucho futuro”, confiesa.

A pesar de las circunstancias, fue un embarazado deseado. “Yo quería tenerlo, siempre quise ser madre, y no pensé que estuviera mal tenerla en prisión”, reconoce. De hecho, no se arrepiente de nada: “Puede sonar egoísta, pero tener a mi hija en la cárcel me ayudó a salir adelante, me dio algo por lo que luchar. Además, si hubiese sido de otra manera, ahora mi hija no sería mi hija”.

A finales de 2015 vivían en las prisiones comunes españolas cerca de 70 niños de hasta tres años de edad, el máximo que permite la ley. Hasta 1995 el límite estaba en los seis años, pero se redujo por el efecto negativo que suponía para los menores. Solo cuatro cárceles tienen este tipo de módulos específicos, separados del resto de la prisión, donde la madre elige de manera voluntaria convivir son su hijo. Nuria estuvo en el extinto de Soto del Real y en Aranjuez (ambos en Madrid), donde cumplió la mayor parte de sus cuatro años de condena por un delito contra la salud pública, es decir, tráfico de drogas, el más común entre madres presas.

Vivir en un módulo de madres

Marina*, su hija, tiene ahora siete años. Le gusta leer cuentos de princesa antes de dormir y tiene toda su habitación decorada de rosa. Es una chica risueña y curiosa que, precisamente por preguntar, descubrió dónde nació con solo cuatro años, cuando ya vivían fuera de Aranjuez. “Estábamos viendo la serie Aída, un capítulo en el que la protagonista sale de prisión. En ese momento me miró y supe que sabía algo, le pregunté qué pasaba y me dijo que ahí era donde vivíamos”, explica la madre. “Me preguntó por qué habíamos estado allí y le dije la verdad: porque mamá estaba castigada. Entonces me dijo que por qué estuvo ella castigada y le contesté que por nada, que estaba haciéndome compañía”, explica.

Mi hija sabía perfectamente lo que era un árbol, un coche, una nevera… Otros niños de la prisión se sorprenden de esa clase de cosas

Cuando Nuria se puso de parto, esa misma serie, Aída, fue lo único que le hizo compañía en la sala del paritorio hasta que llegaron sus padres. Esos días no probó un solo bocado de la cocina del centro hospitalario. Todos sus conocidos y familiares le llevaron alguna de sus comidas favoritas: huevo frito con arroz, un kebab, un helado McFlurry y un roscón de Reyes (aunque dio a luz en mayo).

Las fotos de ese día son de las pocas que tienen juntas. El resto de su primer álbum familiar lo completan las fiestas que hacían en la prisión una vez al trimestre para celebrar los cumpleaños. “Son algunos de los momentos que más recuerdo, con los niños, los disfraces, la música… y también con 'la chicha', un alcohol de fruta fermentada que otras presas hacían en la prisión”, recuerda entre risas.

Nuria reconoce que ella tuvo suerte: a su hija nunca le faltó de nada. Sus padres le compraban ropa y juguetes y sacaban a su nieta de prisión todos los fines de semana, algo que no es habitual por la escasez de centros, que generan dispersión, y el número de extranjeras (cerca de un tercio en el caso de las madres). “Mi hija sabía perfectamente lo que era un árbol, un coche, una nevera… Otros niños de la prisión se sorprenden de esa clase de cosas cuando salen porque no están acostumbrados”, reconoce.

Marina empezó a conocer el mundo sin su madre. Hasta que no cumplió año y medio no dieron un paseo juntas. Fue durante su primer permiso, en el que aprovecharon para comprar ropa e ir al Burger King. “Son cosas que ella ya había hecho, pero yo con ella no, era todo nuevo”, explica Nuria. También se perdió sus primeros pasos, pero la madre, como a todo, intenta quitarle hierro y mantenerse sonriente: “Quizá también me lo hubiera perdido estando fuera, no lo sé”.

Pandillas, peleas y puertas automáticas

Un día normal en la prisión empieza sobre las ocho de la mañana. Después del recuento bajan a desayunar y los niños acuden a la guardería interna del centro o a una externa —según la edad—, mientras las madres hacen talleres o trabajan. Marina trabajó en el economato (la tienda de la prisión), e hizo un curso de socorrismo. Por la tarde, después de echarse la siesta, pasan el tiempo en un patio con columpios y hasta una pequeña piscina, o en una sala decorada con dibujos infantiles. Llegada la noche y después de cenar, se cierran las celdas hasta el día siguiente. “En una ocasión quiso salir fuera cuando se cerraba la puerta. Yo la agarré para que no la pillara porque son automáticas y me dijo que por qué tenían que cerrar. Le dije que porque mamá estaba castigada y se me empezaron a caer las lágrimas. Ella me cogió de la mano, me llevó a la otra punta de la habitación y me dijo: no pasa nada, mamá, vamos a ver la tele”, recuerda.

Cuando un niño se pone malo no puedes quedarte con él en el hospital

Los momentos más duros fueron cuando Marina enfermaba. A los 21 días cogió su primer virus y a los seis meses ya tuvo el primer ataque de bronquitis del asma que actualmente padece. “Te da mucha impotencia porque cuando un niño se pone malo no puedes ir corriendo al hospital: tiene que venir la funcionaria, el jefe de servicio, la ambulancia… Y no puedes quedarte con él en el hospital, ni llamar a un familiar, porque hay riesgo de fuga, así que hasta que no vuelves a la prisión, el niño se queda solo”, confiesa. “Ahora, se pone mala y salgo rápido a llevarla, pero allí no podía hacer eso”, explica.

Para Marina, las mujeres con las que compartió sus primeros días son ahora sus “tías”. También Nuria siente que muchos de los niños que vivían en Aranjuez son como si fueran suyos: “A muchos les he dado la teta, igual que mis compañeras a la mía, porque cuando una sale del módulo a comunicaciones o a hacer algo, teníamos que cuidarnos los niños entre nosotras”. En la prisión, las pandillas son fundamentales: “Es como un instituto, están las malotas, las populares, la 'chupipandi'…”. También hay peleas, incluso cuando hay niños delante. “Utilizaban las bandejas de la comida para darse en la cabeza, o se amenazaban con pinchos hechos dentro. Si te tocaba una pelea pues cogías a tu hijo y te ibas, y si era de tu grupo, se lo dejabas a otra persona e ibas a separar”, recuerda.

A pesar de que recordar le remueve por dentro, insiste en contar su relato para que la visión que se tiene de la prisión no sea la que proyectan las películas y series de televisión. “Es verdad que hay cosas horribles, pero no todo es como muestra la tele, no es Guantánamo”. Tampoco todas las funcionarias tienen la mala fama merecida: “Algunas sí se creen superiores por ser funcionarias y tú una presa, pero no la mayoría, también es verdad que yo me portaba bien porque quería salir cuanto antes de allí con mi hija”.

Final de la condena: una nueva vida

Unos meses antes de salir, madre e hija se trasladaron a la Unidad de Madres Jaime Garralda, en Delicias (Madrid), uno de los tres centros de este tipo que hay en España. Se trata de edificios especiales pensados y construidos precisamente para acoger a madres presas con sus hijos, y dónde solo pueden acceder cuando alcanzan un tercer grado o un segundo 100.2 (con beneficios de un tercero). Es un régimen de semilibertad, donde cambian desde las celdas, que se llaman habitaciones, a los funcionarios, que ya no visten uniforme, sino ropa de calle. Tampoco suena la megafonía ni se llama al recuento varias veces al día. “Es como vivir en un pisito, no tiene nada que ver, porque además tienes libertad”, cuenta Nuria.

Sabe que estuvo en prisión, pero no sabe todo, no entiende muy bien lo que implica todavía

Lo peor, sin embargo, fue el final de su condena, después de cuatro años entre rejas. Cuando estaban a punto de darle la condicional las horas le parecían eternas: “Tienes mucha ansiedad porque sabes que vas a salir pero no cuándo, fue horrible, aunque parezca mentira fue mucho peor que la llegada”.

De eso hace ya cinco años. Ahora, trabaja de comercial de cara al público, motivo por el que no quiere que se la reconozca. Además, vuelve a estar embaraza de dos meses y medio. “No sé cómo de diferente es tener un niño en prisión porque no pude comparar, solo lo he tenido allí”, reconoce. “Lo que sí sé es que ahora será como lo tiene todo el mundo: voy a ir al médico con mi marido y si tengo una molestia, tendré a alguien que esté ahí. También mi familia lo vivirá diferente: podrán tocarme la tripa todo lo que quieran”.

Mientras, Marina seguirá haciendo preguntas y atando los cabos de los primeros días de su vida. “Sabe que estuvo en prisión, pero no sabe todo, no entiende muy bien lo que implica todavía”. Nuria tiene claro que se lo irá contando, poco a poco: “Para que no haga lo mismo”.

*Nombres cambiados a petición de la entrevistada.

Cuando Nuria* ingresó en prisión solo lloraba los sábados por la noche porque no podía salir de fiesta, encerrada entre las rejas de su celda. A sus 20 años, lo que más echaba de menos era su teléfono móvil y charlar con sus amigas. Sin embargo, seis meses después se quedó embarazada en Soto del Real y sus prioridades cambiaron.

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