Es noticia
Diez claves que definen la personalidad de Rouco Varela
  1. España
AVANCE DE LA BIOGRAFÍA NO AUTORIZADA

Diez claves que definen la personalidad de Rouco Varela

El 20 de agosto de 1936 nace en Villalba un niño pequeño, rellenito y sonrosado. Nadie sabía entonces quién llegaría a ser Rouco Varela.

Foto: El papa Francisco y Rouco Varela, durante la última visita "ad limina" de los obispos a Roma (EFE).
El papa Francisco y Rouco Varela, durante la última visita "ad limina" de los obispos a Roma (EFE).

El 20 de agosto de 1936 nace en Villalba un niño pequeño, rellenito y sonrosado. María Eugenia – la madre- le coge en su regazo, le bendice y piensa, para sus adentros, que aquel va a ser el hijo de su conso­lación. Decide ponerle de nombre Antonio María – le llamarán Tucho-. Pero ni ella ni nadie intuía que el niño que acababa de nacer hablaría alemán, se espe­cializaría en Derecho Canónico y tendría el gobierno pastoral primero de la más importante archidiócesis gallega y después de Madrid; que mandaría sobre miles de curas y millones de perso­nas; llegaría a ser el «jefe» de la Iglesia española y su nombre fi­guraría en la lista de los «papables» para suceder en el trono de Pedro a Juan Pablo II. Nadie sabía entonces quién llegaría a ser Antonio María Rouco Varela.

Como informador religioso seguí al Rouco personaje desde principio de los años ochenta. Y, aún hoy, me cuesta concretar el sentido profundo de su personalidad y de su vida. ¿Cuál es su secreto? Una tarea complicada, dado que Rouco siempre fue un decidido guardián de sí mismo y, de hecho, pocos resquicios de la persona dejó asomar el personaje durante todos estos años.

Mantuvimos durante años una relación flui­da. Tanto es así que, cuando ya llevaba varios años en Madrid, comenzamos la tarea de pergeñar una biografía autorizada. Y, con tal motivo, mantu­ve con el cardenal varias largas entrevistas en su palacio de la calle San Justo. Después de escribir el primer capítulo sobre su in­fancia, se lo remití para que matizase lo que considerase oportu­no. Y (como puede verse en la foto) me lo devolvió con algunas correcciones y tachones de un diálogo novelado entre sus pa­dres, al lado del cual escribió con letra grande «Mentiras». Y, un poco más adelante, añadía: «Siempre estupideces y mentiras». Aquel episodio supuso mi entrada en la lista negra de Rouco y fue el germen de esta biografía completa y no autorizada. Fiel a su espíritu canonista, lo quiere tener todo controlado y lo que no puede controlar, directa o indirectamen­te, cono este libro, lo ningunea.

DIEZ CLAVES QUE DEFINEN LA PERSONALIDAD DE ROUCO VARELA.

1. Siempre fue un niño de villa que hablaba castellano porque el gallego era de paletos.

2. Nunca conservó ningún amigo, quizás porque los utilizaba mientras le servían.

3. Físicamente débil y con tendencia a somatizar sus múltiples achaques físicos. Caracter ciclotímico.

4. Siempre le encantó el dinero y gastarlo a espuertas.

5. Prefiere evitar el error al riesgo del acierto.

6. No llora por no tener razón, le basta con el éxito.

7. El poder fue su gran vicio, porque, cuando se controla el apetito concupiscible, se desmanda el irascible.

8. No ha sido un líder carismático. Siempre creyó estar por encima de sus pares: Pensó tener autoridad moral sobre ellos, pero sólo consiguió miedo o, a lo sumo, respeto.

9. Nunca creyó en la Conferencia Episcopal e hizo todo lo posible por desactivarla y, cuando no, por controlarla y ponerla a servicio de su objetivos.

10. La Plaza de Colón y la Almudena son los signos visibles de su poder.

Rouco no tiene el carisma con el que Dios dota a las grandes personalidades. No es un Tarancón o un Gonzalez Martín. Y, sin embargo, ha marcado toda una época en la Iglesia y, por extensión, en la sociedad española. Y ha con­seguido más poder que cualquier otro eclesiástico en la historia moderna de la Iglesia española.

Sin disponer de grandes dotes carismáticas, Rouco supo mandar y templar, controlar y jugar sus bazas con maestría. Una mente de estratega consumado en un cuerpo frágil, pro­penso a la somatización y de psicología quebradiza. Su fragilidad física dota de mayor valor, si cabe, su trayecto­ria eclesiástica. Un recorrido que contó siempre con el viento de Roma a favor, pero porque se lo supo ganar. Para ser el hombre de Roma en España, primero conquistó a los Papas sucesivos y a los grandes centros de poder de la Curia vaticana y, después, cumplió a rajatabla el papel que, desde allí, le pedían.

Además, utilizó a fondo, para imponer su visión eclesiástica, la palanca de los nombramientos y de los cambios de sede epis­copales. Pocas mitras se nombraron o se cambiaron durante es­tas dos últimas décadas que no pasasen por su manos.

Para extremar el control, impuso un clima generalizado de miedo en la Iglesia: en asociaciones, movimientos y, sobre todo, entre las órdenes y las congregaciones religiosas masculinas y femeninas. Y, por supuesto, entre los teólogos y en las Univer­sidades católicas del país.

Amén de imponer su modelo eclesial hacia adentro, Rouco se convirtió, hacia afuera, en un actor político de primer orden y rompió la neutralidad política en la que se había instalado a la Iglesia durante la Transición. Hizo bajar a la institución a la arena política, aliándose abiertamente con la de­recha más conservadora y con el Partido popular.

Su enroque no consiguió volver a llenar las iglesias ni los seminarios del país, al tiempo que imponía una eclesiolo­gía uniforme, doctrinaria, rígida y con una pérdida absoluta del sano pluralismo sin el que la institución se asfixia y se pudre por dentro.Su implicación política hizo que la Iglesia pasase de ser refe­rencia de autoridad moral a convertirse en una de las institucio­nes menos valoradas del país, sin credibilidad social, sin apenas influencia y con una pésima imagen pública.

Al cardenal de Madrid hay que recono­cerle que siempre fue fiel a Roma y se dedicó a poner en marcha el modelo restauracionista eclesial que se exigía desde el Vatica­no con Juan Pablo II y con Benedicto XVI. En ese empeño no cejó hasta el final. El cambio de ciclo que ha supuesto la llegada de Francisco le cogió con el pie cambiado.

En la audiencia en la que el Papa recibió a todos los obispos españoles, Rouco escenificaba, precisamente en su dis­curso ante Francisco, que seguía siendo adalid del viejo estilo. Y su intervención contrastaba con el posicionamiento papal. Mientras Rouco hablaba de «concepción secularista y materia­lista» en la sociedad española, de «preocupaciones acuciantes» en el campo del matrimonio, la familia y la defensa de la vida, de la «herencia católica» de España, Francisco abogaba por la «ter­nura y la misericordia», el «respetar con humildad» a cada per­sona y recordaba que «la fe no es una mera herencia cultural».

Ironías de la historia: Rouco asiste ahora a la derrota de su modelo a manos de la propia Roma.En septiembre de 2013, el Papa Francisco confirmó en la presidencia de la Congregación de obispos a su presidente, Marc Ouellet, y a la mayoría de sus miembros, con una significativa ausencia: la del cardenal de Madrid. Antonio María Rouco Varela queda fuera de la “fabrica de obispos”.

Rouco no solo perdía peso en Roma sino también en Espa­ña. Por primera vez en dos décadas la estrategia de Rouco fracasa. Ricardo Blázquez es elegido presidente de la Conferencia Espiscopal; Carlos Osoro, vicepresidente; y José María Gil Tamayo, secre­tario general. El sector rouquista solo consigue cuatro comisiones: Braulio Rodríguez, que repite en Misiones; Javier Martínez, que hace lo propio en Relaciones Interconfesionales; Jesús Ca­talá, en Clero, y César Franco, obispo auxi­liar de Madrid, que se aúpa como presidente de la comi­sión de Enseñanza y Catequesis.

Con la nueva Conferencia Episcopal constituida sin presiones de Roma, el Papa sí intervendrá en el nombramiento del sucesor de Rouco en Madrid y de Sistach en Barcelona, por­que ése sí es un asunto de su incumbencia directa y porque sabe que ambos sucesores están llamados a convertirse por la fuerza de sus respectivas diócesis (las más importantes de España, jun­to a Valencia) en los líderes de la Iglesia.

Rouco «está viviendo sus últimos tiempos como si no lo fueran», según cuentan sus allegados. De hecho, cuando alquien le pregunta en público qué va hacer cuando se jubile, siempre niega la mayor. Asegura que sigue en activo y añade: «Nunca estuve de acuerdo con la norma que prescribe la renuncia de los obispos a los 75».

Y, por supuesto, sigue luchando por colocar a uno de sus delfines en Madrid.Pero el cardenal sabe también en su fuero interno que, aun­que todavía le quedan algunos resortes, con la llegada de Fran­cisco ha perdido gran parte de sus palancas de poder en Roma. Su vela se apaga.

José Manuel Vidal nació en 1952 en Sobrado del Obis- po (Ourense). Estudió Filosofía y se licenció en Teología y en Sociología por la Universidad Pontificia de Sala- manca. Doctorado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, conoce por dentro y por fuera la institución eclesial, de la que lleva escribiendo y ocu- pándose desde hace más de treinta años. En la actuali- dad es director de Religión Digital (www.religiondigital. com), el portal de referencia de la información religiosa en español, y ejerce de corresponsal religioso del diario El Mundo desde su fundación. Entre otros libros, ha publicado Intrigas vaticanas (1999), Habemus Papam (2003) y Benedicto XVI, el Papa enigma (2005).

El 20 de agosto de 1936 nace en Villalba un niño pequeño, rellenito y sonrosado. María Eugenia – la madre- le coge en su regazo, le bendice y piensa, para sus adentros, que aquel va a ser el hijo de su conso­lación. Decide ponerle de nombre Antonio María – le llamarán Tucho-. Pero ni ella ni nadie intuía que el niño que acababa de nacer hablaría alemán, se espe­cializaría en Derecho Canónico y tendría el gobierno pastoral primero de la más importante archidiócesis gallega y después de Madrid; que mandaría sobre miles de curas y millones de perso­nas; llegaría a ser el «jefe» de la Iglesia española y su nombre fi­guraría en la lista de los «papables» para suceder en el trono de Pedro a Juan Pablo II. Nadie sabía entonces quién llegaría a ser Antonio María Rouco Varela.

Roma Juan Pablo II Papa Francisco Antonio María Rouco Varela Iglesia
El redactor recomienda