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Felipe VI inaugura en España el constitucionalismo monárquico
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TRAS EL REINADO PERSONALISTA DE SU PADRE

Felipe VI inaugura en España el constitucionalismo monárquico

Por primera vez en la historia, el Rey es proclamado bajo el imperio de una Constitución democrática, cuya forma de Estado es la Monarquía parlamentaria

Foto: Felipe VI, durante su discurso en el Congreso de los Diputados (Reuters)
Felipe VI, durante su discurso en el Congreso de los Diputados (Reuters)

La clave para valorar y comprender el discurso programático de Felipe VI, pronunciado ayer solemnemente ante las Cortes Generales, consiste en lo siguiente: por primera vez en la historia reciente de España, el Rey es proclamado bajo el imperio de una Constitución democrática, cuya forma de Estado es la monarquía parlamentaria, y se compromete a defender la Corona en el sistema institucional en el que su papel es arbitral, moderador e integrador.

Porque su padre, Juan Carlos I, fue proclamado el 22 de noviembre de 1975 en el más absoluto de los vacíos legales, su abuelo –al que mencionó– el conde de Barcelona, fue un heredero que no reinó y su bisabuelo, Alfonso XIII, abrazó una dictadura militar que suspendió (1923-1929) la vigencia de la Constitución de 1876 y tuvo que exiliarse de España en 1931 y abdicar, ya sin trono, en enero de 1941. En rigor, por lo tanto, es Felipe VI el que inaugura una nueva etapa –no una segunda transición en plenitud de legitimidad constitucional y con el compromiso de mantenerse dentro de los márgenes que la Carta Magna señala a la Jefatura del Estado.


Vídeo: J. A. Zarzalejos analiza el discurso de proclamación de Felipe VI

Con esos antecedentes históricos, y los problemas y escándalos por los que ha atravesado la Familia Real en los últimos años, Felipe VI pronunció un discurso ajustado ceñidamente a las funciones constitucionales del Rey, pero haciéndolo con el tono y el lenguaje propios del más alto magistrado del Estado. De ahí que apelase como atributos de la Corona a su independencia y neutralidad política, y como obligaciones de la institución a la integridad, la honestidad y la transparencia.

El Rey, consciente también que no podrá arrancar en su reinado con el carisma de su padre –y que a la postre no le fue suficiente para continuar al frente de la Jefatura del Estado– dijo expresamente que la institución que encarna “debe buscar la cercanía de los ciudadanos, saber ganarse continuamente su aprecio, su respeto y su confianza y para ello velar por la dignidad de la Corona y preservar su prestigio”.

Don Felipe asumió las demandas de valores éticos y morales de los ciudadanos y proclamó, en consecuencia “una Monarquía renovada para un tiempo nuevo”. O sea, el Rey sabe que tiene que labrarse, como todos los reyes, una legitimidad de ejercicio. La renovación la encarna él con su conducta y el tiempo nuevo al que se refiere es el del desempleo, el del papel de la mujer, el de la ecología y el medio ambiente y el de los desafíos contemporáneos de muy diverso orden y que corresponde gestionar a su generación, a la que mencionó expresamente.

El persistente problema territorial español

En ese contexto, el jefe del Estado incluyó, primero para reiterar y luego para reformular, la unidad de España “en la que cabemos todos”, pero sin explicitar ninguno de los problemas territoriales que existen –especialmente Cataluña y País Vasco–. Sin embargo, adelantó un diagnóstico de cambio: “Nuestra historia nos enseña que los grandes avances de España se han producido cuando hemos evolucionado y nos hemos adaptado a la realidad de cada tiempo; cuando hemos renunciado al conformismo o la resignación y hemos sido capaces de levantar la mirada más allá –y por encima– de nosotros mismos; cuando hemos sido capaces de compartir una visión renovada de nuestros intereses y objetivos comunes”.

Pinche en la imagen para ver la comparativa del discurso del rey Juan Carlos en 1975 con el de Felipe VI

Las palabras anteriores sugirieron en el hemiciclo que el Rey parece partidario de reformas en el Estado, pero no puede sino sugerirlas de manera muy somera, sobrevolando la realidad. No puede ser de otra manera: su acceso a la Jefatura del Estado se ha producido por una abdicación de su padre bajo cuyo mandato la Corona adquirió la más alta reputación pero, en los últimos tiempos, también la más baja, precisamente por no entender que la persona del Rey y la Familia Real son una realidad no sólo fáctica, sino también jurídica, que ha de responder a pautas establecidas.

El amparo y protección a las lenguas, culturas e instituciones de las comunidades de España terminó por componer un relato breve del Rey en el que compatibilizó unidad y diversidad (el constante problema de España), criterios que son los más ampliamente compartidos por la sociedad española. La frialdad con la que los presidentes vascos y catalán –especialmente el segundo– recibieron el mensaje de Felipe VI denotó que esperaban del Rey lo que el monarca ni podía ni debía proporcionarles.

Suponer, como afirmó Artur Mas, que en el discurso no había novedad alguna (y la novedad que él deseaba, esto es, la proclamación del carácter multinacional del Estado, no estaba ni estará en manos del jefe del Estado), indica con cuánto desconocimiento, o con cuánto sectarismo, se valoran las palabras del primer Rey íntegramente constitucional que, además, pretende serlo sin ofrecer falsas expectativas a ningún sector social. De modo profesional, Felipe VI expuso a lo que aspira como rey y lo que pretende con los instrumentos constitucionales a su alcance, que de poco valdrían sin su ejemplaridad, honestidad y transparencia.

Es opinable si el Rey pudo haber abordado más temas o enfatizar algunos –se le reprocha no haber hablado en las otras lenguas españolas con más extensión que un mero saludo final–, pero no lo es que Don Felipe ha encauzado por primera vez en muchas décadas a la Corona en el sistema constitucional español de una manera profesional, intelectualmente honrada, ausente de grandilocuencias y pomposidades semánticas y con espíritu de servicio.

El carácter aconfesional de la proclamación, la sencillez y solemnidad del acto, la desenvoltura familiar de los Reyes con sus hijas, las referencias de Don Felipe a su padre y, especialmente a su madre Doña Sofía –aplaudida por todos, incluidos Urkullu y Mas– y el contacto con amplios sectores de la sociedad española en una multitudinaria (2.500 personas) recepción en el Palacio Real en la que se mezclaron desde aristócratas a toreros, desde académicos a cantantes, desde periodistas a diplomáticos, desde jóvenes a viejos, sancionó una jornada que, efectivamente, inaugura un inédito constitucionalismo monárquico que España necesitaba.

Fue la mejor de las respuestas a un republicanismo que, sin personalidades referentes y con un discurso confuso, cedió terreno ante un Felipe VI que se presentó como lo que debe ser un rey: un servidor del Estado y de sus ciudadanos. El sistema constitucional español –con las reformas que se juzguen necesarias en el futuro inmediato– dio ayer no un paso, sino una auténtica zancada de gigante: consolidó el régimen. Y de eso se trataba con la abdicación del carismático Juan Carlos I.

La clave para valorar y comprender el discurso programático de Felipe VI, pronunciado ayer solemnemente ante las Cortes Generales, consiste en lo siguiente: por primera vez en la historia reciente de España, el Rey es proclamado bajo el imperio de una Constitución democrática, cuya forma de Estado es la monarquía parlamentaria, y se compromete a defender la Corona en el sistema institucional en el que su papel es arbitral, moderador e integrador.

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