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Por qué en España no dimite nadie
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NI LAS URNAS PUEDEN CON LOS POLÍTICOS

Por qué en España no dimite nadie

'Dimisión', he aquí una palabra que parece haber desaparecido del diccionario de nuestros políticos españoles. De un tiempo a esta parte sólo dimiten si no queda más

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Por qué en España no dimite nadie

'Dimisión', he aquí una palabra que parece haber desaparecido del diccionario de nuestros políticos españoles. De un tiempo a esta parte sólo dimiten si no queda más remedio. La última debacle electoral ha vuelto a poner de relieve esta falta de iniciativa. No se les pide que se practiquen el harakiri o se quemen a lo bonzo siguiendo los cánones japoneses, pero sí es sorprendente que ya ni la autoridad de la urnas pueda con ellos. Hay quienes, incluso, lo intentan argumentar. El secretario general de los socialistas valencianos, Jorge Alarte, ha dicho: “Y dimitir para qué ¿para yo estar contento conmigo mismo, sentirme liberado, irme a casa y decir qué bien, cómo me imbuí de ética y de coherencia con todo lo que dije? No, lo que tengo que hacer es seguir”.

Desde 1977, poco más de una veintena de ministros han dejado su cargo.  La mayoría ha sido por motivos personales o por incompatibilidad con otros puestos o candidatura y el resto, los que menos, han dado el paso por decisión propia o por presiones políticas y mediáticas – la huida de Luis Roldán, las escuchas del CESID, Juan Guerra y los negocios familiares, las cacerías con Garzón... –.

Lo que día a día parece más evidente es que nuestros políticos están a años luz de dirigentes como los japoneses. Hay una palabra y un valor que resume la gran diferencia entre unos y otros, el bushido. En Japón, nos explica desde el corazón nipón el escritor, Fernando Sánchez Dragó, “el viejo código de honor de los samuráis está vigente en toda la sociedad japonesa, la empresa, el trabajo, la política, la universidad… Se rigen por un principio sacrosanto: hay que mantener el orden social a cualquier precio. Su código les exige honor y entrega hasta la muerte”. España, sin embargo, es un ejemplo de  todo lo contrario “no buscan el bien común – apunta Sánchez Dragó - sino su propio bien. Los políticos españoles, casi todos ellos, acceden a la política porque buscan un modus vivendi y en Japón no es así, aquí todos están al servicio de la colectividad”.

Hubo un tiempo en el que trabajaban sin cobrar

No hay que remontarse muchos años atrás en la historia de España para comprobar que hubo un tiempo en el que los políticos españoles primaban el interés general por encima del particular, tanto es así que en sus orígenes ni si quiera cobraban dinero. José Luis Orella, Director del Departamento de Historia y Pensamiento en la Universidad San Pablo CEU de Madrid, nos recuerda que “hasta los años 70, los concejales y los alcaldes cobraban dietas, no tenían sueldos porque prestaban un servicio a la comunidad. Ellos trabajaban por las mañanas, cada uno tenía su profesión y  las reuniones se hacían por la tarde. Ahora mismo esto sería imposible porque no se concibe la función de un alcalde o un concejal sin dedicación total y mucho menos sin sueldo”.

Para el profesor Orella uno de los motivos que ha llevado a los políticos a perder la ética y los valores es que “para nuestra desgracia, la clase política refleja de una forma muy negativa lo que está sucediendo en la sociedad, la ausencia del compromiso y el individualismo. A los puestos claves no llegan los mejores – señala Orella – y quienes lo consiguen lo hacen sin bagaje en el servicio a la comunidad. Están buscando un puesto de responsabilidad que les pueda servir a ellos para negocios, para tener buena agenda de contactos, o para conseguir un puesto de trabajo”.

¿Dónde quedó el “interés general”?

Los Reyes Católicos fueron los primeros en percatarse de que era necesario crear un poder real fuerte frente a la nobleza y delegar en personas de cierta talla cultural y moral. Los hidalgos, los comerciantes y los estudiantes formados en las universidades de Salamanca o Alcalá de Henares fueron los elegidos. Acudían como interventores reales a cualquier punto de España y se oponían a quien buscaba enaltecer el nombre de su familia. Tenían ideales y valores que ponían al servicio de España. En la época de Felipe II se llegaban a rendir cuentas, con cuánto te fuiste y con cuánto vuelves. Si se detectaba un enriquecimiento no justificado se precintaban sus propiedades y podían ser incluso encadenados.

Ya con los Borbones y el pensamiento ilustrado el político se modernizaría y lo daría todo sin tener a cambio ni un triste monumento en una plaza de un pueblo, aunque es el siglo XIX el que marca, según José Luis Orella, un antes y un después. El sentimiento individualista acaba con una política basada en los principios religiosos y morales de la época. Unos principios que no entendían de ideologías. “Ahí tienen – señala el profesor – a Cánovas, Sagasta, Primo de Ribera, Julián Besteiro, Gregorio Marañón, Manuel Azaña o Leopoldo Calvo Sotelo, gente de clase media y de profesiones liberales que ya tuviesen un sentimiento católico-practicante o ético-laico basaban la política en el principio de entrega y de sacrificio. Política y moral iban de la mano, principios que hoy mismo, por lo general, no existen”.

Armando Soto, veterano periodista de política nacional, cree que la clave del cambio la encontramos en la profesionalización de la carrera política “es que en la actualidad  son profesionales, antes tenían sus trabajos y oficios pero ahora si se quedan sin puesto, se van directos al paro”.

El profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid, Benigno Pendás, va más allá y apunta que “no se extraen las consecuencias de los propios actos y la política se percibe como un ejercicio de supervivencia. Da la sensación de que hay que permanecer en el sitio porque ya vendrán tiempos mejores. Es ese concepto de que, el que se mueve , no sale en la foto, la  idea de que hay que estar porque el que dimite pierde el sitio para siempre. Nadie asume el coste del fracaso de su gestión. Aquí quien rompe, no paga”.

Según Pendás “ la solución pasaría por establecer mecanismos internos en los partidos para transmitirles que en caso de fracaso habrá consecuencias. Quien no sea capaz  de ejercer adecuadamente su función debe pagar un coste político y eso se llama dimisión, pero en España nadie o prácticamente nadie lo hace. Ahí tienen lo que acaba de suceder, tras una debacle nadie asume responsabilidades”.

La realidad demuestra al final que la teoría se ha queda en los libros y las tesis de lo que debería ser un político en democracia no son más que meros sueños, utopías que se dan de bruces contra escaños, despachos y bastones de mando. Juzguen sino donde queda en el escenario de la vida política la reflexión que nos dejó el filósofo y sociólogo, José Vidal Beneyto, al respecto: “Ningún dirigente debe olvidar que la democracia es esencialmente un proyecto ético, basado en la virtud y en un sistema de valores sociales y morales que dan sentido al ejercicio del poder”.

'Dimisión', he aquí una palabra que parece haber desaparecido del diccionario de nuestros políticos españoles. De un tiempo a esta parte sólo dimiten si no queda más remedio. La última debacle electoral ha vuelto a poner de relieve esta falta de iniciativa. No se les pide que se practiquen el harakiri o se quemen a lo bonzo siguiendo los cánones japoneses, pero sí es sorprendente que ya ni la autoridad de la urnas pueda con ellos. Hay quienes, incluso, lo intentan argumentar. El secretario general de los socialistas valencianos, Jorge Alarte, ha dicho: “Y dimitir para qué ¿para yo estar contento conmigo mismo, sentirme liberado, irme a casa y decir qué bien, cómo me imbuí de ética y de coherencia con todo lo que dije? No, lo que tengo que hacer es seguir”.

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