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De la Reina de Saba al paraíso de Al Qaeda
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De la Reina de Saba al paraíso de Al Qaeda

Afirmar hoy que el viaje que, con un grupo de 12 españoles que por casualidad coincidimos en la Agencia Ambar, en la

Afirmar hoy que el viaje que, con un grupo de 12 españoles que por casualidad coincidimos en la Agencia Ambar, en la madrileña Cava Alta, hice al Yemen en el mes de agosto de 2000 fue el más apasionante de cuantos he realizado en mi vida, quizá suene a desconsideración para los siete compatriotas que ayer perdieron alevosamente la vida en aquel país, desde tantos puntos de vista sumido en la Edad Media, y para sus familiares, a quienes desde aquí envío un fuerte abrazo y mis sentimientos más sinceros de solidaridad y pena compartida.

Pero esa es exactamente la palabra que desde entonces he empleado para definir aquella experiencia: apasionante. Imposible imaginar en el moderno Airbus de las líneas aéreas yemeníes que el 1 de agosto de dicho año nos trasladó de Roma a Saná, la capital, la dimensión del choque cultural que, para un europeo, supone aterrizar en aquel país y zambullirse al día siguiente en el espectáculo que para los sentidos es deambular por el zoco de la ciudad vieja (en el supuesto de que haya alguna Saná realmente nueva). La comparación con Marrakesch resulta enseguida inevitable. E inmediata la conclusión de que la famosa plaza Djemma El-Fná, tan frecuentada por riadas de españoles, es apenas un artificioso pastiche para turistas melancólicos en comparación con el zoco de Saná.

Pronto los viajeros tuvimos una percepción clara de los riesgos que entrañaba viajar por el Yemen cuando, el 3 de agosto, las autoridades reunieron a la salida de la ciudad un convoy de turistas (tres grupos de españoles, franceses y alemanes) que emprendió, cual columna motorizada, rumbo al desierto, encabezado por un camión o armón militar con una pesada ametralladora instalada en la caja al mando de varios soldados.

Pero las claves que rigen las relaciones de poder en aquel país de fuerte estructura tribal escapan pronto a la percepción lógica de cualquier turista occidental. Porque no resulta fácil explicar el hecho de que, un par de días después, tras haber visitado las ruinas de la capital del mítico Reino de Saba, la escolta militar nos abandonara a nuestra suerte, al adentrarnos un atardecer en el profundo desierto de Ramlat, parte del gran desierto arábigo, porque el régimen militar que gobierna –es un decir- el país está en guerra con las tribus beduinas que le disputan los pozos de petróleo de la indecisa línea de frontera que separa Yemen de Arabia Saudí.

Aquellas horas de infernal traqueteo a bordo de los todoterrenos -separados ya de franceses y alemanes-, perdidos en la profunda noche del desierto, se han quedado grabadas en mi cerebro como un viaje al final de la noche de los tiempos, una perpetua ensoñación interrumpida de repente, a lo lejos, por los destellos de una lámpara de señales que, manejada por los soldados beduinos, nos indicaba hacia dónde teníamos que dirigirnos para, media hora después, ponernos bajo su protección durante los días que íbamos a vivir en pleno desierto, con una de las tribus nómadas, con sus jaimas y sus rebaños de cabras y camellos.

Las sensaciones se agolpan en una línea sin fin. La serie de oasis al pie de antiguas civilizaciones; el indescriptible espectáculo de descubrir una mañana, en el reverbero de un sol de justicia, una especie de Manhattan perdido entre la neblina: la ciudad de Shibam, en Hadrahmut, una maraña de rascacielos de adobe y barro, siete u ocho plantas ocupadas por miembros de un mismo clan, bajo la autoridad de un paterfamilias, con las cabras ramoneando a la entrada, entre la arena, restos de acacia y trozos de plástico.

Imposible no acordarse de las playas azul turquesa del Índico; de los corales del mar Rojo; de los pueblos de piedra colgados cual nidos de águila en las cumbres de encrespadas montañas; de la decadencia de Adén, la vieja plaza fuerte británica donde desapareció Rimbaud.

Afirmar hoy que el viaje que, con un grupo de 12 españoles que por casualidad coincidimos en la Agencia Ambar, en la madrileña Cava Alta, hice al Yemen en el mes de agosto de 2000 fue el más apasionante de cuantos he realizado en mi vida, quizá suene a desconsideración para los siete compatriotas que ayer perdieron alevosamente la vida en aquel país, desde tantos puntos de vista sumido en la Edad Media, y para sus familiares, a quienes desde aquí envío un fuerte abrazo y mis sentimientos más sinceros de solidaridad y pena compartida.