Grifols: los vampiros y los abogados de guante blanco de Wall Street
La guerra por el desplome en bolsa de la compañía catalana alcanza al papel del bufete que asistió al consejo y ahora trabaja para uno de los fondos que ataca al propio consejo
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La sangre cura es el lema de Grifols, como demuestra los constantes llamamientos a donar de Madrid, cuyas reservas de plasma están en alerta roja para atender las urgencias hospitalarias. Precisamente, los Grifols, tanto los actuales responsables de la compañía que lleva el mismo nombre como sus antecesores, siguen padeciendo un estigma del pasado por las donaciones, cuando en Barcelona se les conocía como los vampiros de Sarriá, el barrio donde hacía más de cien años se habían establecido para innovar en las transfusiones de sangre entre pacientes.
Un apelativo que hacía referencia a cuando en los años setenta se pagaba por extracciones de sangre para posteriormente fabricar plasma y dar servicios al sistema sanitario español. Aquello se prohibió a mediados de los ochenta en nuestro país, por lo que la familia cruzó el charco y se instaló en Estados Unidos, donde se abonan unos 200 dólares por donación y donde son uno de los cuatro grandes productores de hemoderivados del mundo.
Ese estigma llevó a los Grifols a optar por un comportamiento discreto, pasar bajo el radar, no mezclarse con la típica burguesía catalana y no aparecer en ningún lado. Una estrategia que les hizo despreciar la comunicación hasta que hace poco más de un año Gotham Research, un broker de análisis bajista, publicó un informe a través de redes sociales en el que decía que la compañía, que en ese momento capitalizaba 10.000 millones, valía cero. Las acusaciones versaban sobre contabilidad imaginativa y operaciones financieras vinculadas con las sociedades personales de la familia en Holanda.
Grifols entró en coma y activó todas las alarmas para responder a Gotham y a las presuntas falsedades de un informe que se llevó 4.000 millones de valor de mercado. También a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), que le hizo varios requerimientos por supuestas infracciones graves. Su defensa jurídica la encargó a Baker McKenzie, uno de los bufetes de abogados de más prestigio. La firma, con sede en Chicago, puso a funcionar a una buena parte de sus primeros espadas en Madrid, antes incluso de firmar el contrato, el 30 de enero.
"Queremos agradecerles la designación de Baker McKenzie, a solicitud del Comité de Auditoría (el "Comité") y de los restantes consejeros independientes (los "Consejeros Independientes") de Grifols, S.A. (la "Sociedad"), como asesor independiente para la prestación de asesoramiento legal al Comité, a los Consejeros Independientes y, en esta condición, al consejo de administración de la Sociedad en relación con el informe presentado por la entidad estadounidense Gotham City Research LLC ("Gotham") titulado 'Grifols SA: Scranton and the Undisclosed Debts' (el "Informe Gotham") y el análisis y revisión de las cuestiones en él suscitadas, los requerimientos de información de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) y otras posibles actuaciones de terceros que puedan producirse", decía la carta.
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Baker McKenzie se puso manos a la obra para ayudar a los consejeros independientes en materia de gobierno corporativo, en derecho del mercado de valores, derecho contable, transparencia, "con énfasis en la responsabilidad de los administradores, procedimiento de autorización interno y derecho sancionador". En otras palabras, para dilucidar primero si Grifols había cometido alguna irregularidad en favor de la familia y delimitar las posibles responsabilidades penales si algún accionista, muchos estadounidenses, se querellaban contra ellos. Poca broma.
Los abogados de Baker McKenzie, con Fernando Torrente y Enrique Carretero, dos veteranos de los mercados de capitales, organizaron agendas interminables de reuniones para atender un caso extraordinario. Hasta los colegas de las oficinas en Estados Unidos se pusieron a disposición del Comité, de los Consejeros Independientes y del consejo de administración de la Sociedad. Según las actas a las que ha tenido acceso El Confidencial, se revisó todo, con la información oficial disponible y con "la documentación que nos fuera facilitada por la Sociedad, de acuerdo con lo que les hemos solicitado, y con cualquier información adicional que pudiéramos solicitar con posterioridad".
Las minutas mensuales que Baker McKenzie le cargó a Grifols oscilaron entre 140.000 euros y 160.000 euros, con un coste por hora de 625 euros en el caso de Fernando Torrente, Enrique Carretero y Luis Casal, otro de los socios que se sumó al proyecto. Hasta diez abogados de la firma se sumaron a la investigación para hacer un informe que se entregó el 27 de mayo.
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Acabado el trabajo, Baker McKenzie siguió interesado en el culebrón Grifols. Pero esta vez, desde el lado de uno de los fondos activistas que han pedido medidas para, desde su punto de vista, mejorar la gobernanza de la compañía. Entre otras, la destitución de Tomás Dagá, la persona de confianza de la familia y accionista histórico del grupo. Días después de dejar de asistir al Comité de Auditoría, la firma legal fue contratada en junio —sigue a día de hoy— por Flat Footed, que junto con otros dos hedge funds o fondos buitre, alcanzaron un 7,7% del capital, lo que les dio derecho a nombrar un consejero.
Según Baker McKenzie, haber trabajado primero para parte del Consejo e inmediatamente después para un accionista beligerante contra otra parte del órgano de gobierno no supone ningún conflicto de interés. El hecho de haber tenido acceso a la información de Scranton —la sociedad de la familia, de Tomás Dagá y de otros directivos históricos— y estar en nómina de un accionista que pide la dimisión de los dueños de esta sociedad holandesa por mala praxis no incumple su código interno. Al contrario, el bufete defiende que, antes de ser contratados por Flat Footed, se sometió a un examen exhaustivo para no vulnerar ninguna regla ética.
Fernando Torrente, abogado de prestigio, niega rotundamente que exista ningún conflicto de interés, que es lo mismo de lo que su ahora cliente acusa a Tomás Dagá, cuyo despacho legal, Osborne Clarke, trabajó durante años para Grifols. Dagá dejó Osborne Clarke para evitar más sospechas y puso su cargo a disposición del Consejo, que aceptó su cese. Toda una pelea, de la que solo se ha escrito la primera parte y que promete mucha sangre para curar una herida de miles de millones.
La sangre cura es el lema de Grifols, como demuestra los constantes llamamientos a donar de Madrid, cuyas reservas de plasma están en alerta roja para atender las urgencias hospitalarias. Precisamente, los Grifols, tanto los actuales responsables de la compañía que lleva el mismo nombre como sus antecesores, siguen padeciendo un estigma del pasado por las donaciones, cuando en Barcelona se les conocía como los vampiros de Sarriá, el barrio donde hacía más de cien años se habían establecido para innovar en las transfusiones de sangre entre pacientes.