Expertos en proximidad

Ofrecido por

Juan Luna

El último sillero de Sevilla vende sus obras hasta en Curaçao

Por Sandra Carbajo Fotos y vídeo Álvaro Padilla
Juan Luna

Juan Luna es sillero y espartero. Lleva medio siglo trabajando con fibras naturales que incluso recolecta él mismo. La pandemia y su hija Valme le abrieron las puertas al comercio ‘online’ y ahora sus persianas, cestas, leñeros y sillas viajan alrededor del mundo. Estas y otras historias forman parte del espacio creado por El Confidencial junto a Banco Sabadell para dar visibilidad a emprendedores ‘Expertos en proximidad’.

H

ubo un tiempo, allá por los años 50 y 60, en el que muchas familias sevillanas comían gracias a la enea. Esta planta, también conocida como espadaña y propia de zonas de humedales, se utilizaba principalmente para elaborar los asientos de las sillas en una época donde el made in Spain mandaba y no había muchas más opciones. Solo en la localidad de Los Palacios y Villafranca eran tres las familias silleras y otras 70 las que se encargaban de recolectar enea para luego venderla a diferentes puntos del país como Valencia, Barcelona, Córdoba o Málaga.

Sin embargo, a partir de los 70, el auge del tapizado y más tarde la inclusión de los productos y materiales procedentes de China, que eran más baratos, provocaron que un oficio que tanta mano de obra había requerido fuera menguando hasta casi su desaparición. Y decimos casi, porque todavía existe en la comarca un taller en el que a ritmo de blues, jazz y rock se elaboran sillas con enea. El último sillero de Sevilla se llama Juan Luna y lleva más de medio siglo trabajando esta fibra natural, además de otras como el esparto o la palma, abundantes en la provincia.

Sus padres, como tantas familias de entonces, llegaron desde un pequeño pueblo de Badajoz para trabajar en los arrozales sevillanos en busca de un futuro prometedor. Rodeados de campos de este cereal, así como de algodón, y de arroyos plagados de enea, los Luna se establecieron en la localidad de Los Palacios, donde el patriarca (sillero de profesión) enseñó a sus cinco hijos varones este noble oficio. Solo uno de ellos picó el anzuelo. “Desde los nueve años ayudaba a mi padre a rasgar la enea, a pelar las sillas, a recortarlas… hasta que me fui metiendo en el trabajo”, recuerda Juan.

El pequeño, además, aprendió a recolectar la enea. A levantarse al alba en los meses de verano, antes de que el calor del Bajo Guadalquivir apretase tanto que fuera imposible esta tarea; a saber con tan solo observar la forma de las plantas si estaban en el punto óptimo (cuanto más blanda, mejor) para su siega; a enfundarse su mono impermeable y con azada en mano adentrarse en las lagunas o arroyos próximos, cortando y juntando paveas de enea verde que dejaba en la orilla e iba volteando para que el sol abrasador las secara antes de unificarlas en haces y llevárselas de vuelta al taller… Cincuenta años después, Juan es el único que continúa recogiendo.

Desde sillas o cestas hasta esculturas

En la nave donde ha pasado media vida, numerosos haces de enea seca que ha cortado este verano ocupan el fondo. Por el espacio hay sombrillas, persianas, alforjas, una pila de sillas con asientos a la espera de ser arreglados, esteras, cestas… Todo ello impregnado de ese olor tan característico. Allí, sobre una estructura metálica está colocada la silla con la que está trabajando. Una danza hipnótica entre las fibras y sus manos que concluirá dos o tres horas después. Quién sabe si el destino de esa silla será alguno de los muchos restaurantes hispalenses que en sus comedores tienen los tronos de Luna o algún particular que 10 o 15 años después ha vuelto porque su asiento se había dañado.

Pero no solo de sillas vive Juan. El tiempo, y las peticiones de los clientes, le llevaron a experimentar con otro tipo de fibras. Entre ellas, el esparto procedente de la sierra sevillana y del municipio de Montellano -a 70 y 40 kilómetros, respectivamente-. “A medida que fue menguando el trabajo, fui buscando alternativas. La gente me pedía esteras y persianas de esparto. En ese momento no sabía ni lo que era”, reconoce el palaciego. Ayudado de su tesón y un par de maestros esparteros que le dieron algunas nociones, aprendió con aguja en mano a confeccionar esos objetos que le pedían y sumó otro oficio más.

Persianas, esteras, leñeros, cestas y cestos, techos, alforjas, zócalos, lámparas, sillas de enea, de palma, de cuerdas… Hoy, Juan elabora artesanalmente -aquí no hay máquinas- (y vende) todo lo que le soliciten. “Nunca he dicho que no a un encargo. Lo que pida el cliente, se le busca y se le hace. ¿Un cabecero?, ¿una mesilla de noche forrada de esparto? Lo que quieran”, afirma. Y, precisamente, nos confiesa que fabricar un objeto nuevo que no haya hecho nunca es, junto a la recolección de la enea, lo que más le apasiona de su trabajo. Luego, entre risas, admitirá que en alguna ocasión se ha arrepentido de ser tan condescendiente.

Pablo Hervás
Taller
Pablo Hervás
Pablo Hervás

Entre sus creaciones más extravagantes se encuentra una escultura de cinco metros de altura que adorna el lobby de un hotel en Aracena y que tardó dos meses en hacer. Aunque su negocio es local y de proximidad, sus productos han llegado a lugares a los que ni siquiera sabe (o sabía) ubicar en el mapa, como Curaçao, y otros más conocidos, como la tierra patria, Portugal o Inglaterra.

Las responsables de esa apertura internacional se conjugan en femenino: la pandemia y su hija Valme. Porque fue ella la que vio la oportunidad de lanzarse al comercio online cuando su padre ya estaba escribiendo un obligado punto y final. En pleno confinamiento decidió abrir un perfil en Instagram donde publicaba diariamente y cuya buena acogida se transformó en agosto de 2020 en una página web. “Funcionó fenomenal. En la pandemia trabajamos muy bien”, apunta Juan al relato de su hija, a la que ha dejado contar esta parte de la historia porque dice que “para él es un mundo desconocido”.

Cuatro años después aúna los pedidos que le llegan a través de la web, tanto los standard de esparto como las peticiones personalizadas, con la clientela fija a la que asesora y cuida como si fueran familia. Lo virtual se lo deja a su hija, quien lo compatibiliza con su trabajo de profesora de Lengua y Literatura. Él se dedica a lo de siempre, lo que puede tocar y crear. Sus tangibles, su enea, su campo... Y ahora también a enseñar, porque desde hace tres años imparte cursos de un fin de semana para aquellos que tienen interés por el oficio de sillero. “Es muy bonito ver que lo que tú sabes lo quiere aprender otra gente”. Quizá, más pronto que tarde, Juan consiga quitarle a la profesión el cartel de “en peligro de extinción”.

Conoce más historias

Expertos en proximidad