MBA, consultoras y verdades absolutas: los factores detrás de la debacle en la gestión
El auge de los indicadores llevó a los directivos y gerentes a dejar de pensar: "Prefieren lo que es poco efectivo, pero se puede medir, a lo que es más relevante, pero no se puede medir"
La historia del management empresarial de los últimos años está tejida por creencias muy firmes, emanadas de los MBA y de las consultoras. Esas ideas comúnmente compartidas han dado lugar a una suerte de realismo económico que se ha difundido como la forma estándar de gestión. En ocasiones, ese conjunto mecánico ha dado lugar a disfunciones que han mostrado sus límites y sus errores. El caso de Nike es ejemplar, por la manera en que sintetiza la visión dominante, pero también por reflejar algunas de sus equivocaciones más significativas. Massimo Giunco, exempleado de la firma deportiva apuntaba un punto nuclear: “Nike invirtió una cantidad importante de dólares (miles de millones) en algo que era menos efectivo, pero más fácil de medir frente a algo que era más efectivo, pero menos fácil de medir. En conclusión: un desperdicio de dinero impresionante”.
El derroche quizá sea lo de menos, empresas como Nike podían permitirse inversiones fallidas y aun así, continuar siendo muy rentables. Puede dañar en los mercados, y así ha ocurrido, entre otras, a Microsoft: los millones invertidos en inteligencia artificial son mucho más de lo que gastaba la totalidad de la empresa en un solo ejercicio hace poco tiempo, y ese es un elemento que le ha penalizado en bolsa, pero la firma de Satya Nadella sobrevivirá sin problemas a los reveses. Los inversores han entendido que está destinando demasiado dinero a un área que va a ser menos rentable y productiva de lo que prometía, pero ese es un golpe que se puede detener. Lo que ha llevado a pensar que la IA iba a ser una fuente de inmensos beneficios es mucho más perturbador.
El auge de los KPIs
La vida empresarial se ha convertido en un montón de cifras y datos a los que se presta especial atención y en los que se ha depositado enorme confianza. No se toman únicamente en consideración al final del camino, cuando el ejercicio termina, o al inicio del mismo, para fijar objetivos, sino en todo momento. En buena medida, porque las firmas ponen mucho énfasis en asegurarse de que sus acciones y las de sus empleados están alineadas con los fines anunciados. La cotidianidad en las compañías se ha llenado de indicadores de desempeño, de mediciones de resultados, de parámetros a los que hay que adecuarse y de burocracia digital que demuestre que todo va en el camino correcto. A menudo son tareas que provocan pérdidas de tiempo, porque se emplean las mismas horas en demostrar lo que se hace que en hacerlo. Sin embargo, los KPIs, esas métricas que revelan la eficacia, productividad y conformidad de las acciones con lo planeado, y otros elementos similares, son considerados parte esencial en el control de cualquier empresa mediana o grande.
Esta ortodoxia no suele generar fricciones porque se considera inevitable contar con una serie de indicadores que demuestren que todo va como es debido. A menudo, se parece demasiado a hacerse analíticas todos los días. Puede parecer excesivo, pero dado que es más fácil curar una enfermedad si se detecta pronto, un control regular y exhaustivo permitirá intervenir rápidamente allí donde exista un problema. Es la Sociedad de la auditoría de la que advirtió Michael Power hace más de dos décadas.
Empleados y directivos "tienden a centrarse solo en los aspectos de su trabajo o de su rendimiento que son evaluados y dejan de lado los demás"
Sin embargo, todo este sentido común se vuelve perturbador cuando se escarba más profundamente. En primera instancia, colocar las métricas en el centro tiene aspectos positivos, ya que permite evaluar el desempeño de los empleados y de la organización y, por tanto, fijar responsabilidades, corregir errores e insistir en los aciertos. Otros aspectos tienen matices más oscuros, ya que cuando los indicadores de desempeño se convierten en un instrumento esencial, empleados y directivos “tienden a centrarse sólo en los aspectos de su trabajo o de su rendimiento que son evaluados y dejan de lado los demás”, asegura Michael Sauder, profesor de sociología de la universidad de Iowa. Las disfunciones que aparecen en ese terreno pueden ser notables, y hay ejemplos significativos en los sistemas de salud y en los educativos, ya que el control del rendimiento provoca que los trabajadores se dediquen únicamente a aquellos aspectos de su tarea que les van a ser útiles e ignoren otros que pueden ser importantes para los clientes, los usuarios o la misma empresa. Las firmas que pierden sus señas de identidad suelen tener en este cronometraje del rendimiento una de sus principales causas: cada cual mira por sus cifras y olvida el beneficio del conjunto.
En segunda instancia, y esto es demasiado habitual, construir la vida empresarial desde esta perspectiva “anima a las personas y a las organizaciones a jugar con los números, de forma que se adoptan estrategias para mejorar las mediciones en lugar de mejorar las cualidades”, como señala Sauder.
"Me pedían que aumentase el rendimiento y lo hice; y falsificaba, sí, pero cumplía"
En demasiadas ocasiones se acaban fomentando tácticas para embellecer la realidad (cuando no para falsearla), de manera que encaje en lo exigido, a menudo en detrimento del trabajo real. No se trata de hacer las cosas bien, sino de que las estadísticas cuadren: se desdeña la mejora de las cualidades propias del trabajo para favorecer aquellas que pueden ser medidas. Yendo un paso más allá, a veces se tocan las teclas del piano para que suene la melodía requerida. Así explicaban los empleados de Wells Fargo sus fraudes: “Me pedían que aumentase el rendimiento y lo hice; y falsificaba, sí, pero cumplía”.
El negocio de medir
Este tipo de inconvenientes, que recorren un trayecto largo, desde la contabilidad de las grandes firmas hasta el desempeño del empleado concreto, son conocidos (y no por ello menos evitados), pero no dejan de ser derivadas del problema principal. Toda esta arquitectura se basa en una falsedad inicial, que es la que señalaba a su manera Giunco: del mismo modo que gran parte de la vida humana no es medible y cuantificable, tampoco lo es la vida de las empresas.
Sin embargo, centrarse en aquello que se puede medir genera ventajas obvias a quienes lo promueven. Al igual que empleados y directivos se olvidan de aquello por lo que no van a ser evaluados, las enseñanzas de los MBA y las aplicaciones prácticas de las consultoras se centran en aquello que es medible, porque es lo que les permite vender sus soluciones como científicas y, por tanto, confiables. Al actuar así, dejan de lado buena parte de la realidad, incluso la parte de ella que resulta más eficiente.
Aquellos que menos saben acerca de los asuntos que se miden son los más propensos a encontrar útiles las mediciones
Se crean así castillos en el aire que las grandes firmas compran: la fabricación de expectativas muy elevadas sobre la transformación de las empresas, el control de las mismas, una mayor productividad y una mayor rentabilidad, es una tentación que pocas veces se resiste. No hay que olvidar que aquellos que menos saben acerca de los asuntos que se miden son los más propensos a encontrar esas mediciones útiles.
El control del futuro
En esta construcción de la realidad a través de las métricas late un aspecto un tanto ilusorio. Al reducir la realidad a números, y descomponer las actividades, actitudes, tendencias y cambios que se dan en la vida en unas cuantas cifras que la explicarían mágicamente, reside un poder de control y de previsión muy tentador. Es cierto que, para operar de esa manera, hay que “reducir cosas que son cualitativamente diferentes a una sola métrica”, como indica Sauder.
En física o en matemáticas, la realidad puede sintetizarse en una fórmula, que explica y describe el funcionamiento de las fuerzas que operan en la naturaleza. El intento de situar la realidad humana, y la empresarial con ella, en ese mismo marco, es lo que subyace a todo este asunto. Si la vida se reduce a lo medible, entonces es posible actuar como si el conocimiento de los procesos sociales fuera de una fiabilidad similar a la de las matemáticas y de la física. En ese caso, el conocimiento de la realidad presente llevaría a una predicción muy afinada del futuro, porque ofrecería probabilidades muy elevadas de adivinar lo que va a ocurrir.
Es fácil: una vez que se deja de lado lo complejo, todo lo demás resulta muy sencillo
El problema es que, para conseguir ese objetivo, hay que apartar del camino aquellos hechos que no son reducibles a una cuantificación precisa. Como afirma Joan Subirats, catedrático en Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona, “esta obligación de modelizar para alcanzar el nivel matemático requerido acaba reduciendo la complejidad para lograr que encaje en esas variables. En el ámbito de la economía es muy evidente”. Es una visión simplista, anclada en la sofisticación metodológica, pero que permite conseguir el objetivo: apartar lo que estorba. Una vez que olvidas lo complicado, todo lo demás resulta muy sencillo.
Las verdades absolutas
El elemento último de esta manera de ver el mundo, y por eso su auge, es la inteligencia artificial tal y como está siendo abordada, a la que se atribuye una potencia enorme. Es la fantasía de los matemáticos, la reducción de la realidad a una serie de parámetros cuantificables que permitan controlar el futuro a partir de la medición del presente. Con el tratamiento de cantidades enormes de datos, se pueden encontrar patrones que permitirán predecir el futuro de manera muy fiable. Dado que el ser humano no puede procesar tal número de datos, y menos aún a la velocidad precisa, es inevitable que las máquinas provoquen el próximo salto en el conocimiento. Creen que las calculadoras aportarán la verdad, y no la persona que utiliza la calculadora. Esto, más que verdadero o falso, es mística pitagórica.
Al igual que es mucho más fácil orientarse si se cree en verdades absolutas, también es más sencillo vender certezas que incertidumbre. Los análisis sobre el presente y el futuro tendrán que realizarse con ayuda de máquinas, de inteligencia artificial y de números y estadísticas, pero siempre entendiendo que estas no son más que un instrumento, entre otros, para orientarse en un entorno que nunca se conoce del todo. Aceptar este hecho, olvidar las fantasías de control a través de las cifras y centrarse en lo que puede ser útil, aunque sea poco medible, en lugar de actuar al revés, sería el primer paso para lograr una gestión eficiente. Sin embargo, actuar de esta manera es poco útil a la hora de excitar las expectativas y prometer seguridad. Las métricas terminan siendo una herramienta de márketing, pero también una forma de centrarse en lo escasamente útil, de trampear los números, de autopromocionarse y de prometer un control efectivo del futuro. Es probable que el mundo de la gestión siga prefiriendo fantasías expresadas con convicción y con apoyo en PowerPoints y estadísticas que el hecho de tener que afrontar la realidad.
La historia del management empresarial de los últimos años está tejida por creencias muy firmes, emanadas de los MBA y de las consultoras. Esas ideas comúnmente compartidas han dado lugar a una suerte de realismo económico que se ha difundido como la forma estándar de gestión. En ocasiones, ese conjunto mecánico ha dado lugar a disfunciones que han mostrado sus límites y sus errores. El caso de Nike es ejemplar, por la manera en que sintetiza la visión dominante, pero también por reflejar algunas de sus equivocaciones más significativas. Massimo Giunco, exempleado de la firma deportiva apuntaba un punto nuclear: “Nike invirtió una cantidad importante de dólares (miles de millones) en algo que era menos efectivo, pero más fácil de medir frente a algo que era más efectivo, pero menos fácil de medir. En conclusión: un desperdicio de dinero impresionante”.