Es noticia
Domínguez, el 'Conan de los seguros' que colocó su empresa por 125 millones de euros
  1. Empresas
IMPULSOR DE LA INFORMÁTICA EN ESPAÑA

Domínguez, el 'Conan de los seguros' que colocó su empresa por 125 millones de euros

No tenía estudios superiores, no sabía de ordenadores ni hablaba una palabra de inglés, pero eso no impidió que jugase un papel fundamental en la informática en España

Foto:

Madrid, barrio de la Concepción, finales de los años setenta. Sentado sobre un bordillo de la acera, el joven José Luis Domínguez (Madrid, 1951) le pega un bocado a su sándwich. Aunque intenta esconderlo, está viviendo el peor momento de su vida; uno de esos en los que, o rebotas, o caes hasta el fondo. Hace unos meses que su padre, un importante empresario metalúrgico, saltó delante de un coche en la calle General Ricardos. El negocio estaba en quiebra y la presión de no poder pagar a sus 200 trabajadores pudo con él.

El inesperado suicidio de su padre truncó los planes de toda la familia, en especial los de José Luis, el pequeño de cinco hermanos. En vez de ir a la universidad, como habían hecho los demás hijos, José Luis se vio obligado a ponerse a trabajar en lo primero que encontró: vendiendo enciclopedias en inglés puerta a puerta. Cualquier ingreso era vital, porque lo que dejó su padre no llegaba ni para pagarle el sepelio.

placeholder Domínguez, durante los años en los que vendía puerta a puerta. (J. L. D.)
Domínguez, durante los años en los que vendía puerta a puerta. (J. L. D.)

Aquel día, en el barrio de la Concepción, José Luis se había pasado el día llamando a las casas sin conseguir una sola venta, y ya era su segundo día en blanco. Estaba haciendo todo lo posible por vender, pero era tímido y cada 'no' hacía mella en su estado emocional. Además, se sentía como un estafador por vender una enciclopedia en inglés a sabiendas de que nunca le sería útil al comprador. En ocasiones se bloqueaba, se obligaba a llamar a un timbre y, mientras oía las pisadas acercase a la puerta, echaba a correr escaleras abajo porque le faltaba el aire.

Sentado en el bordillo, con el sándwich y el maletín con las enciclopedias, Domínguez tuvo su epifanía: "Ese fue el momento que cambió mi vida. De repente, sentí cómo me recuperaba, cómo cogía fuerzas de nuevo, y me sentí yo mismo. Me levanté de un salto y fui a casa de un señor con la convicción de que todo iba a salir bien. Le vendí la enciclopedia y ya no paré de hacerlo", dice Domínguez a este periódico.

Fue ese instante cuando comenzó una vida de película que, en apenas 15 años, le convirtió en un empresario multimillonario, con su yate y sus coches deportivos, al que la reina de Inglaterra, Alfredo Pérez Rubalcaba y Amancio Ortega se pegaban por saludar.

Demos un salto de más de 40 años, hasta esta misma semana. Domínguez nos cita en una cafetería de La Moraleja, a donde llega en un Porsche Cayenne plateado. "Yo prefiero los Ferrari, pero son muy incómodos, inmanejables en la ciudad", dice nada más llegar. "Así que queréis conocer mi historia... la verdad es que sigue sorprendiéndome que alguien tenga interés en lo que hice hace tantos años, pero después del libro ya he asumido que sí". La historia de Domínguez está contada en dos volúmenes: en su contexto, en 'Ocho Quilates', de Jaume Esteve, y más en detalle en 'Queremos su dinero", de Jesús Martínez del Vas.

*****

PREGUNTA. Su padre quería colocarle como botones, pero usted se metió a vendedor.

RESPUESTA. Sí, y al principio lo pasé fatal, creía que me había equivocado, pero con el tiempo le fui cogiendo el gusto. Una venta es una batalla entre uno que no quiere comprar y otro que no quiere irse sin su comisión. Yo les pedía una cuota inicial de 1.000 pesetas y esa era mi comisión, lo que tendría para pasar la semana, así que sentía una fuerza arrolladora por conseguirla. Aprendí unos cuantos trucos y me convertí en el Conan de los vendedores de seguros. Mientras mis compañeros se iban en cuanto les salía otro trabajo, yo me hice un profesional. Sentía que podía venderle cualquier cosa a cualquier persona, era solo cuestión de tiempo. Y me pasé al seguro de vida, que le daba mal rollo a muchos clientes, pero yo al menos sentía que estaba haciendo algo para mejorar la vida de las personas.

P. Se le dio tan bien vender seguros que le ascendieron en Nationale Nederlanden (ahora ING).

R. Se me dio tan bien que me hicieron director comercial de la compañía en España con veintitantos. Era un puestazo, pero yo me sentía vacío. Mi padre siempre quiso que mis hermanos y yo fuésemos empresarios y yo se lo prometí mirando al cielo el día que murió. Quería montar algo y no sabía qué, hasta que un día me vino una idea viendo a unos chicos jugar a una maquinita del bar. Era un juego de unas palas y una pelotita que va de un lado para otro...

P. El Pong.

R. Ese, el Pong. En aquellos años nunca habíamos visto algo así, tú movías una palanca y te respondía la pala en la televisión. Me fascinó. Yo ya estaba dándole vueltas a la idea de vender cursos de inglés, porque sabía que nadie lo hablaba en España e iba a ser importantísimo en el futuro, pero aquello se vendía con un libro y unas cintas de cassette, era siempre el mismo rollo. Así que se me ocurrió que sería genial poder llevar esos cursos a la televisión, que es a lo que todo el mundo estaba enganchado, y que fuera interactivo con unas palancas como las del Pong.

placeholder

P. ¿Y qué hizo?

R. Pues me presenté en la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones de la Politécnica y les pedí a los estudiantes que me construyesen una máquina como la del Pong, pero donde se pudieran cambiar los programas, que a la postre iban a ser los cursos de inglés. Me respondieron que lo que yo quería ya existía y que se llamaba ZX 81, de Sinclair. "Es un miniordenador que por ahora solo venden en Inglaterra. Si vas y nos traes uno, nosotros podemos hacerte ese 'software' con cursos de inglés", me dijeron. Así que me fui para allá.

P. Pero no se conformó con traerse uno, los quería todos.

R. Yo llegué allí con la intención de comprar los que pudiese, cargarlos con nuestro 'software' y venderlos en España. Pero por unos días se me adelantó El Corte Inglés, que los tenía en exclusiva e iba a empezar a venderlos inmediatamente, ese mismo 1981. ¡Qué putada! Yo veía que había negocio en los microordenadores, así que terminé trayéndome cincuenta Acorn Atom, uno de sus competidores, a ver qué tal funcionaban aquí. Pero nada, chico, no le interesaban a nadie. Se lo ofrecía a arquitectos e ingenieros, les enseñaba sus capacidades, pero todos me decían lo mismo, que dónde demonios estaba el 'software' que necesitaban, que estaba loco si creía que iban a escribírselo ellos mismos. En ese momento casi no había programas para el Atom, "el puto Atom" como lo llamaba yo, casi todo se programaba para ZX 81 y su sucesor, el Spectrum. Así que, visto que en el 'hardware' no me iba muy bien....

 José Luis Domínguez, en la actualidad.

*****

... se centró en el 'software'. Durante varios meses, Domínguez y Jorge Silva, un amigo chileno que ejercía como traductor, husmearon por todas las ferias de microinformática de Inglaterra. Allí se reunían pequeñas empresas que estaban lanzando su primer programa y, sobre todo, padres cuyos hijos habían creado un juego o una aplicación en casa y la querían mostrar al mundo. Domínguez recopilaba todas aquellas cintas, les imprimía una carátula y las vendía en España a través de El Corte Inglés. Después volvía a Londres, citaba a todos los desarrolladores en un hotel, el White House, y les entregaba sus 'royalties'.

placeholder La plantilla de Indescomp, en 1984. José Luis es el de la izquierda, con bigote.
La plantilla de Indescomp, en 1984. José Luis es el de la izquierda, con bigote.

Las cintas no dejaban mucho margen, pero el negocio no dejaba de crecer. Tanto, que el director comercial de Nationale Nederlanden alquiló de tapadillo una planta entera enfrente de su oficina, en Castellana 141, para imprimir, traducir y seleccionar los programas de su distribuidora. Acababa de nacer Indescomp, la empresa que puso los cimientos de la informática en España.

"Yo nunca he sabido cómo funciona un ordenador, ni tampoco los juegos. Necesitaba a alguien que me ayudase a seleccionar qué merecía la pena traducir y editar para España y qué no, porque había juegos que vendían ocho o 10 copias, era un desastre", sostiene Domínguez. "Monté un pequeño estand en el SIMO, la antigua feria de la informática de Madrid, y se acercaron por allí unos chavales a toquetear los juegos. Me dijeron que sabían programar y que podían hacer sus propios juegos, de modo que me los llevé a la oficina. Allí se pasaban horas y horas trasteando por amor al arte, yo no les pagaba nada, si acaso les daba 100 pesetas para que se comprasen la merienda", dice el empresario.

Los de Indescomp no eran unos adolescentes cualquiera, sino los pilares de la conocida como 'Edad de Oro del Software Español'. Allí estaba Paco Menéndez, autor de la genial 'La abadía del crimen', Carlos Granados, Camilo Cela (quizá le recuerden de su época como presidente del USCA) y Fernando Rada, creadores de 'Sir Fred' y fundadores de la desarrolladora Made in Spain, y Paco Suárez y Paco Portalo, padres de 'La Pulga-Bugaboo' que, además de ser el primer videojuego español, tuvo un éxito salvaje en Reino Unido. Sobre la influencia de este juego en el sector, basta decir que los Premios Nacionales del Videojuego, las estatuíllas, tienen forma de pulga.

*****

'Sugar days'

P. Se estaba hinchando a vender juegos, pero seguía con el gusanillo de los ordenadores.

R. Es que había que vender un montón de juegos para sacar un mínimo de beneficio, era un trabajo enorme para ganar algo de dinero.

P. A usted le gusta mucho el dinero, ¿verdad?

R. Desde siempre. El dinero es muy importante, ayuda a conseguir la felicidad. Me fascina el dinero, las formas de generarlo, de conseguirlo, de gastarlo... además yo empecé sin un duro, me obsesioné por conseguir dinero y esa es una fuerza que ha guiado mi vida.

placeholder

P. Decíamos que usted quería entrar en el 'hardware'.

R. Sí. Un día leí en el periódico que Amstrad, el gran rival de Sinclair, iba a lanzar un nuevo ordenador. Del artículo recuerdo, porque me impresionó, que decía de Amstrad que era un "gigante de la electrónica" y que su ordenador tenía un solo cable, lo que era un gran avance comparado con el Spectrum, que había que conectarle cien cosas para que funcionase. Así que, con el miedo que me daba que me lo volviese a birlar El Corte Inglés, empecé a llamar a aquella empresa para que me dejasen importarlos a España. Le ponía a Jorge el teléfono en la oreja y le decía: "Venga, hasta que nos hagan caso".

P. Llamaba a la empresa de Sir Alan Sugar, tan famoso por su falta de empatía que tiene hasta un 'reality' donde está constantemente despidiendo gente.

R. Era y es un tío durísimo, un déspota. Es una persona que se crio vendiendo antenas por los mercadillos de Tottenham y que se ha abierto camino a mordiscos. Te dice todo a la cara sin importarle lo que opines, nunca sonríe, nunca pierde un minuto: en cuanto le cuentes algo que no le interesa, se levanta y se va. Al principio no quiso ni ponerse al teléfono. Decía que había tenido una mala experiencia durante una charla en Barcelona y que no volvería a hacer ningún negocio con los españoles. No quería saber absolutamente nada de nosotros ni de nuestro mercado.

Para entonces, yo ya me consideraba un vendedor experto y sabía que si conseguía que me recibiese, de un modo u otro me traería los ordenadores a Madrid. Pero no había manera chico, nada de nada. Nos colgaban el teléfono.

P. Y aquí vuelven a salvarle los chavales de Indescomp.

R. Desde luego. Yo sabía que Sugar estaba a punto de sacar un ordenador y que no tenía juegos todavía, así que le ofrecí 'La Pulga', que era número en ventas en Inglaterra para Spectrum. Eso llamó su atención y por primera vez me hizo caso. Me dijo: "De acuerdo, si eres capaz de convertir este juego a mi nuevo ordenador en menos de un mes, lo incluiremos con el pack de lanzamiento". Acepté, pero era casi imposible hacerlo a tiempo. Estuvimos un mes trabajando de día y de noche para conseguirlo. Los chavales ni siquiera estaban en nómina, eran estudiantes, lo hacían porque les divertía, aquello fue una locura que nos salió perfecta.

Al final no solo nos dio tiempo a hacer 'La Pulga', sino que también portamos 'Sir Fred' para Amstrad.

P. Se presentó en la sede de Amstrad con los juegos.

Sugar no quería negociar con los españoles, no nos quería ni ver

R. Y me emperré en que los viese Alan Sugar en persona. Costó la de dios y apareció con una malísima cara: el ceño fruncido, sudando y las mangas remangadas. Me dijo que me daba solo un minuto y, zas, los juegos no cargaban. Vaya diez minutos pasé ahí, con una tensión enorme, porque Sugar quería marcharse y las citas no iban. Al final funcionaron, a Sugar le parecieron bien y le dijo a Watkins que lo arreglase con los royalties.

Fue entonces cuando jugué mis cartas: le dije a Sugar que no quería royalties, que esos juegos eran un regalo para que viese que los españoles también sabemos hacer cosas buenas.

P. ¿En serio?

R. En serio, y funcionó de narices. El tío se quedó parado, sorprendidísimo, y me dijo "acompáñeme". Me enseñó el nuevo ordenador, me explicó cómo funcionaba, que se fabricaban en Corea, lo que tardaban en entregarlos... y me preguntó que cuántos quería para navidades. ¡No veas qué susto! Pues 500, venga, qué sabía yo. Creía que Sugar me los entregaba y yo se los pagaba después de venderlos, pero no, no me dejaba sacar un equipo de allí sin pagarlos todos antes. Sugar no adelantaba ni una peseta, literal. Tuve que ir a El Corte Inglés a convencer a Isidoro Álvarez para que me hiciese una hoja de pedido, que en aquella época valía tanto como dinero, y traerme los ordenadores a España.


P. Pero se vendieron bien.

R. Vaya que si se vendieron. Una día me llamó Isidoro y para pedirme 2.000 unidades más. Yo no podía conseguirlas, porque era Sugar quién decidía a dónde iba la producción, pero el hombre estaba muy compungido: se había comprometido con los clientes y eso para Álvarez era sagrado. Si alguien le habían tomado el encargo a un cliente, se tenía que conseguir. Afortunadamente Sugar entendió la situación y derivó parte de las unidades de Francia e Italia para El Corte Inglés.

*****

Los ordenadores de Amstrad, como los de Sinclair, entraron con fuerza en España, que se convirtió en uno de los principales mercados de Europa. Además, Domínguez fue el primero en llevar los microordenadores a la televisión y a los periódicos. Este uso agresivo de la publicidad, junto con ofertas no menos valientes, como regalar una impresora valorada en 40.000 pesetas, convirtieron a Amstrad en la marca de informática más conocida en España. En los años intermedios de la década de los ochenta, CPC y Spectrum vendían cerca de 80.000 unidades al año en nuestro país, a lo que había que sumar los ingresos por las impresoras, juegos y otros periféricos. En el caso de Domínguez, la facturación de Indescomp, reconvertida a distribuidora de Amstrad en España, ascendió como un cohete: en 1983 facturó 30 millones de pesetas. En 1983, 200. En 1984 fueron 2.000 millones. En 1985, 8.0000. En 1986, 14.000 y en 1987, 21.000 millones de pesetas, que actualizado al IPC y al euro equivaldrían a una facturación de 310 millones de euros, más o menos la facturación de un grupo grande como Restalia, dueño de las cadenas 100 Montaditos y La Sureña.

Domínguez se estaba forrando, pero se veía entre la espada y la pared. Aunque su relación con Sugar era más que buena, de amistad, sabía que si un día el inglés decidía abrir sucursal en España, todo su imperio se vendría abajo. No fabricaba nada ni controlaba los puntos de venta, era simplemente un distribuidor que podía ser borrado de la ecuación. "Esto me generaba mucha ansiedad. Tenía muchos trabajadores y había gastado miles de millones de pesetas en publicidad para Amstrad, me daba terror que Sugar me pudiera dejar fuera... ¿que si Sugar era capaz de hacerlo? Joder si era capaz, ya lo había visto antes", dice Domínguez. "Así que empecé a filtrar que Atari, Commodore y Apple me habían hecho ofertas para comprar mi red de distribución".

En 1987, Domínguez aprovechó un par de entrevistas en la prensa para deslizar estas ofertas, que nunca existieron, y que le llegase a Sugar el mensaje. "Un día me llamó y me dijo que me invitaba a su mansión de Brentwood, en el norte de Londres. Me llevó a un chino y, nada más sentarnos, Sugar empezó a hacer cuentas y me dio una nota: 'José, voy a comprar tu empresa. Este es el dinero que voy a pagarte'. ¡No te creas que me preguntó si me parecía bien, dijo directamente que me compraba! La verdad es que la cifra era importante", dice el vendedor madrileño. Fueron 50 millones de libras, 6.400 millones de pesetas o 125 millones de euros, actualizado el IPC.

Treinta años después, Domínguez aún conserva aquella nota con las cuentas de Sugar. Es esta:

placeholder La nota de Sugar. (J. L. D.)
La nota de Sugar. (J. L. D.)

Domínguez aceptó la oferta e Indescomp se transformó en Amstrad España. El madrileño, además, se incorporó como consejero al consejo de administración de Amstrad en Londres. El cargo implicaba muchas reuniones para una persona que no sabía hablar inglés: "Fui a cuatro o cinco juntas de accionistas en las que lo pasé fatal. Yo ahí presidiendo, junto a Sugar, y no entendía una palabra de lo que decían. Cada vez que alguien pedía el micrófono para hacer una pregunta a la mesa, yo tiraba el bolígrafo o me daba un ataque de tos para que no me preguntasen, qué agonía", rememora Domínguez.

Sugar me culpó de su fracaso, me dijo que no me esforzaba porque ya era rico

Pero si de apuros por lingísticos hablamos, Domínguez tiene la anécdota definitiva: "Fue en octubre de 1988. Recibí una invitación, entregada en mano por un funcionario de la embajada británica, para asistir a una recepción a la reina de Inglaterra que tuvo lugar en el Palacio de El Pardo. Ojo a este dato: era una cumbre hispano-británica en Madrid y yo iba invitado por los ingleses, esa era la importancia que le daban a Amstrad", dice Domínguez. "Total, que llegó el momento de la reina, que fue saludando uno a uno a los invitados. Yo estaba al final, rezando para que no me dijese nada. Con la mayoría no se paró ni un segundo, pero justo conmigo, zas, me soltó una frase de la que no entendí casi nada. Algo de que Amstrad era muy importante en Inglaterra o parecido, yo estaba nerviosísimo y no sabía dónde meterme, porque la mujer seguía hablándome", recuerda Domínguez.

Poco después, Sugar y Domínguez se enzarzaron por la nueva gama de ordenadores y el vendedor abandonó Amstrad: "Él quiso de repente entrar en el negocio de las empresas, fabricar ordenadores personales para trabajar. Ahí estaba no solo IBM, sino un montón de fabricantes de clónicos y compatibles asiáticos con los que no podíamos competir. Para mí, Sugar traicionó la idea original de Amstrad, que eran los ordenadores baratos orientados para la gente joven, así que me marché. El proyecto de los PC fue un fracaso y Sugar me culpó a mí, me dijo que no me había esforzado lo suficiente porque ya era millonario", dice Domínguez. "Mentira, no me había esforzado lo suficiente porque no creía en ese proyecto".

placeholder Sugar y Domínguez, en una conferencia de 1987. (Amstrad)
Sugar y Domínguez, en una conferencia de 1987. (Amstrad)
placeholder

Por primera vez en muchos años, Domínguez se quedó sin un negocio al que dedicar sus días. Entró en depresión: "Tenía 35 años y la sensación de haberlo hecho todo, de que ya no me quedaba nada más por conseguir. Había luchado mucho por conseguir dinero y ya lo tenía. ¿Qué más me quedaba? Recuerdo un día, en la calle Francos Rodríguez, que me paré con mi Ferrari rojo al lado de un hombre que tenía un coche destrozado, casi chatarra, y sentí envidia. Quise ser él, volver a ese punto en el que no tienes nada y vives con ambición. Pensaba en mi chófer, en lo feliz que era por ir un día a los toros, y me jodía no poder conformarme con poco. Pasé una depresión de cojones, la verdad", dice. Los médicos de Navarra le dijeron que volviese a la actividad, que era un caballo de carreras y que los caballos de carreras no podían quedarse tumbados en el establo.

*****

El multimillonario

P. Pese a la depresión, usted era multimillonario y todo el mundo lo sabía. Tendría ofertas.

R. Sí, me invitaban los directores de todos los bancos a comer (ríe). En una de estas Paco Luzón, que era el presidente de Argentaria, un tío encantador, muy afable, me propuso quedarme con Galerías Preciados. El clima era muy raro: Felipe González había expropiado Galerías a Ruiz Mateos y se lo había vendido a unos venezolanos, que lo dejaron en quiebra. Entonces, la gente acusaba a González de haberse quedado con dinero de la operación y otras historias bastante oscuras. El caso es que no había nadie que quisiese comprar Galerías y el Gobierno estaba acojonado, porque tenían muchos trabajadores y las ventas estaban desplomadas.

P. ¿Aceptó quedarse con Galerías?

R. Antes quise consultarlo con Isidoro Álvarez, con quien ya tenía una relación estrecha después de tantos años vendiendo ordenadores y juegos. Le dije que tenía la intención de comprar Galerías y cambiarlo por completo, pero que si él estaba interesado, yo desistía inmediatamente.

P. ¿Qué le dijo?

R. Que no lo quería para nada. Que los sindicatos eran muy duros y que los centros de Galerías estaban demasiado cerca de los suyos. Así que me tiré de cabeza, porque tenía una ideal genial para transformar los centros de Galerías.

P. Cuente.

Amancio me resultó un tipo hosco, me recibió completamente vestido de tela vaquera y con una coleta

R. En aquella época, 1995, los grandes almacenes estaban de capa caída en todo el mundo. Macy's, en Estados Unidos, estaba sufriendo, los Printemps en París se vaciaban... y yo no podía recrear eso, hacer un Corte Inglés 2 y que se nos comieran. Así que pensé en un plan para convertir los edificios de Galerías en centros comerciales urbanos. Traer la idea que se empezaba a implantar en las afueras de las ciudades, al centro. Esto es, cada fabricante se quedaba con una planta para él pagando un alquiler. Yo me quedaba con la inferior, para vender colonias y poner una cafetería. Ellos solo se comprometían a dar trabajo a una parte de los empleados de Galerías y yo me ocupaba del resto.

Pero para eso necesitábamos a alguien que tirase del carro, una marca con fuerza.

P. Amancio Ortega.

R. Claro. Un día le llamé y me dijo: "Vale, te mando mi avión ahora mismo". Me recogió y me llevó a Arteixo, a verle a Inditex.

P. ¿Cómo era aquel Amancio?

R. Raro. Un poco hosco, como Sugar. Recuerdo que iba con camiseta y pantalones vaqueros. Y con una coleta. Un aspecto muy peculiar. También recuerdo que no tenía despacho: te cogía del brazo y te metía en el primer sitio que estuviese libre. Le propuse mi idea, se tomó un día para pensarlo, y a la mañana siguiente me dijeron que querían dos plantas en cada uno de los centros. ¡Bingo!

placeholder Domínguez le muestra un Amstrad al rey Juan Carlos en Zarzuela. (EFE)
Domínguez le muestra un Amstrad al rey Juan Carlos en Zarzuela. (EFE)

P. Con Zara a bordo todo fue más fácil.

R. Absolutamente. Cortefiel aceptó rápido, me fui a Francia para traer Fnac, que también quería dos plantas... me planté en el ministerio de Comercio con un plan descomunal, con todos los acuerdos cerrados. El ministro Gómez Navarro me reconoció que le había impresionado y que la siguiente semana anunciarian el acuerdo. Iba a poner 2.000 millones de entrada antes de ni siquiera renegociar la deuda.

Pero el viernes antes, me llama Isidoro Álvarez. Me dijo: "José Luis, lo siento, pero nos vamos a quedar con Galerías. No te puedo contar más, pero como comprenderás han habido presiones".

P. Del Gobierno.

R. Claro. Al ministerio le interesaba más que fuera El Corte Inglés, porque absorbía los centros y finiquitaba la marca, de modo que Galerías dejaba de ser un problema para González. Además, no nos podemos engañar, El Corte Inglés era una garantía de que aquella operación iba a ser solvente.

La verdad es que me sentó muy mal la decisión, porque yo había estado un año trabajando en el proyecto, había contratado varias consultorías con Arthur Andersen... en fin, que me quejé y el ministro me dijo que no me preocupase, que me compensarían por ello.

P. ¿Qué creyó que le darían?

R. Joder, yo qué sé, esperaba que fuesen unos terrenos para recalificar o algo así, algo de nivel (ríe). Pero no fue eso.

P. Fue ''Diario 16'.

R. Eso es. Me llamó Rubalcaba a su despacho y me recibió con un puro habano gigante. Me dijo: "José Luis, vamos a compensarte por lo de Galerías facilitándote la entrada en 'Diario 16'. ¿Lo conoces?". Y yo no lo conocía. Incluso me cantó la canción aquella para ver si me acordaba.

P. ¿Le cantó Rubalcaba 'Libertad sin ira' mientras se fumaba un habano?

Rubalcaba me cantó 'Libertad sin ira' para que me quedase con 'Diario 16'

R. ¡Sí! (ríe). El PSOE se sentía vinculado a ese periódico, incluso tenían dentro un testaferro. No podían reconocer que el Gobierno apoyaba a un periódico concreto, pero claramente no querían dejar que cayese. Tenía 22.000 millones de deuda, la mayor parte con la Seguridad Social y Hacienda.

P. ¡22.000 millones!

R. Sí, pero Rubalcaba me prometió una quita del 99% y una serie de créditos ICO para ir sacando el proyecto adelante. Así que me metí de lleno en el periódico. Lo primero que hice fue crear un suplemento enorme, el 'Campeones 16', que era una especie de 'Marca' que regalábamos gratis con 'Diario 16'. Solo con esto subimos la tirada de 10.000 a 80.000 en menos de un año.

P. Todo pintaba bien hasta marzo de 1996.

R. González adelantó las elecciones y las ganó el PP. Así que yo me fui corriendo a ver a Aznar para explicarle las quitas y los créditos que tenía comprometidos con el gobierno anterior.

placeholder
placeholder

P. ¿Qué le respondió?

R. "No me hago cargo de ningún acuerdo que haya alcanzado con los socialistas".

P. A tomar por saco.

R. A tomar por saco. Aznar no me dio ni agua, fue siempre distante. Recuerdo que yendo de camino a Moncloa pinché una rueda y me puse las manos negras cambiándola en mitad de la M-30. Llegué hecho un cristo y se lo conté a Aznar partiéndome de risa: no esbozó la menor sonrisa. Después me dijo que sí, que le parecía muy bien que un empresario independiente como yo intentase reflotar un periódico, pero no puso nada de su parte.

Por mucho que quisiéramos disimular, el Diario 16 tenía bastante tufillo socialista y a Aznar y a Miguel Ángel Rodríguez no les hacía ninguna gracia. Así que se lo volví a vender a Juan Tomás de Salas, que fue su fundador, por una peseta. En un año perdí 1.600 millones de pesetas en la aventurilla de la prensa.

*****

Domínguez salió del foco público, pero no se alejó de la innovación. Poco después montó, junto a Luis Cifuentes y David Cantolla, Teknoland y Teknoplanet, una consultora web que marcó época en España y que dio lugar a 'spinoffs' tan lucrativos como Pocoyó. "Ahí fuimos gilipollas, porque tuvimos una oferta increíble de Goldman Sachs para vender y esperamos a ver si el precio seguía subiendo. Entonces llegó la burbuja de las puntocom y tuvimos que vender por una décima parte a Telefónica", lamenta Domínguez.

"Ahora soy 'business angel", dice el empresario, que rondando los 70 planea no jubilarse nunca: "Me gusta mucho este concepto, porque puedo ver cómo innovan otros, entrar en el capital y ayudarles con mi experiencia, es un papel en el que me veo muy cómodo", afirma. "Ahora mismo estoy en cuarenta proyectos, la mayoría aplicaciones para móvil. Siempre miro al futuro, y ahora lo que más me interesa es la Inteligencia Artificial". En sus ratos libres, estudia empresas del Nasdaq y diseña su cartera de la semana. "Compro y vendo acciones desde el móvil incluso en la playa, yo no puedo estar tirado en una toalla una hora, tengo que hacer algo", afirma.

"De todas formas, yo creo que este no es el mejor momento para que me hagan libros y entrevistas, porque sinceramente creo que lo mejor de José Luis Domínguez está por venir", dice mientras nos levantamos de la mesa. Al salir, no me resisto a preguntarle dónde pasará el verano: "En mi yate en Mallorca, con Alan Sugar y su mujer. Al final, arreglamos nuestras diferencias y somos grandes amigos", dice Domínguez. Al yate, por cierto, lo llamó Bugaboo.

Madrid, barrio de la Concepción, finales de los años setenta. Sentado sobre un bordillo de la acera, el joven José Luis Domínguez (Madrid, 1951) le pega un bocado a su sándwich. Aunque intenta esconderlo, está viviendo el peor momento de su vida; uno de esos en los que, o rebotas, o caes hasta el fondo. Hace unos meses que su padre, un importante empresario metalúrgico, saltó delante de un coche en la calle General Ricardos. El negocio estaba en quiebra y la presión de no poder pagar a sus 200 trabajadores pudo con él.