Arquitectura & Diseño

Un libro descubre la increíble vida de Félix Candela, el no arquitecto que hizo volar al brutalismo

Por Mario Canal
 Félix Candela. Ilustración: Edu San Valentín

Se publican en francés unos textos firmados por el madrileño que convirtió el hormigón en un material flexible y ligero. El arquitecto que no llegó a licenciarse, también campeón de rugby y esquí, reprochó el exhibicionismo de Niemeyer y Le Corbusier

Uno de los mejores arquitectos españoles del siglo XX en realidad no era arquitecto. Félix Candela terminó la carrera en 1935, pero no tenía dinero para pagar los sellos del título –800 pesetas–, así que no pudo licenciarse. Prefirió denominarse constructor y de los muchos edificios que proyectó solo firmó dos: uno de ellos, la Iglesia de la Virgen Milagrosa en México (1953-55). Una bellísima obra en la que la ingeniería y la arquitectura se cruzan de manera sencilla y elevada. Únicamente Eero Saarinen fue capaz a lo largo de su trayectoria de igualar la audacia plástica de Candela, quien convirtió el brutalismo en una disciplina escultórica y aérea gracias a las cubiertas de parabólicas autoportantes.

La fama del finlandés es mucho mayor que la del madrileño por sus diseños de mobiliario y la icónica terminal de la TWA en el aeropuerto de Nueva York, pero la inventiva de Felix Candela, que fue anterior, no tiene igual en la arquitectura moderna. Transformar las líneas rectas de una disciplina rígida en superficies ligeras que se doblan y curvan hace de él un personaje indispensable de la épica constructiva moderna. Muchos deben a sus análisis matemáticos la libertad de imaginar edificios y estructuras imposibles. Pensemos en Santiago Calatrava y Zaha Hadid. Alguno podrá, incluso, sentirse aludido si echa un vistazo al libro de reciente publicación que reúne algunos de sus textos más emblemáticos editados en francés: Felix Candela, La inteligencia de la forma (Caryatide).

“Los arquitectos también son seres humanos y no escapan a este clima surrealista en el que cualquier gesto desmesurado puede aportar una notoriedad mundial, aunque a menudo efímera”, escribió el madrileño en un texto de 1967 donde analizaba el desastre que supuso la construcción de la Ópera de Sydney, cuando el proyecto elegido –de gran belleza estética y que por cierto fue decidido por Saarinen–, resultaba imposible de construir debido a la exagerada audacia de sus formas. “¿Por qué rebajarse a un detalle tan prosaico como asegurarse de que una estructura pueda llegar a construirse algún día? Dejemos esa tarea a los asistentes de segunda categoría, para que tales consideraciones no frenen la creatividad del genio”. Ironía fina, la de Candela.

El arquitecto español pudo imaginar estructuras imposibles más cerca de la belleza natural que de la urbe alienante porque también sabía calcularlas. No era ingeniero, pero le fascinaban las matemáticas y se formó en una época en la que para ingresar en la carrera había que estudiar dos años de ciencias exactas: “Fueron fundamentales para mis actividades posteriores”, reconoció en un discurso, cuando recibió el título Honoris Causa en el Colegio de Arquitectos e ingenieros de Madrid, en 1994. En sus manos, el legado de Robert Maillart y Eduardo Torroja, que ya habían experimentado con curvas de hormigón en puentes y otras infraestructuras civiles, se convirtió en algo realmente espectacular.

Interior de la Iglesia de la Virgen Milagrosa en México
Iglesia de la Virgen Milagrosa en México
Iglesia de la Virgen Milagrosa en México
Restaurante Los Manantiales, México, 1958

Una vida errante

Hijo de una familia de zapateros del centro de Madrid, Candela creció entre los escaparates de la tienda Calzados Candela, en la Calle Mayor. Deportista nato, fue campeón de España de esquí en 1932 y de rugby en 1934, mientras cursaba estudios en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Muy pronto se sintió atraído por las las cubiertas de hormigón delgado –como las del hipódromo madrileño, que calculó Torroja– que le permitirían más tarde definir su lenguaje estructural.

Cuando estalló la Guerra Civil, Candela se alistó en el bando republicano. Sobrevivió a la batalla del Ebro y fue internado en un campo de refugiados en Perpiñán, hasta que en 1939 tomó el primer barco que fletó Negrín a México, país que le concedió la nacionalidad dos años después. También viviría en EEUU, donde se convirtió en una eminencia de la arquitectura.

El México que lo recibió era una nación en construcción que buscaba abrirse al futuro y absorber el talento de los exiliados españoles. En ese contexto, Candela trabajó primero en pequeños encargos residenciales y hoteles del sur del país, hasta que en 1950 fundó junto a sus hermanos Antonio y Julia la empresa Cubiertas Ala, especializada en estructuras de hormigón armado de gran ligereza.

La compañía no tardó en convertirse en una referencia absoluta. Entre los años cincuenta y setenta, levantó cerca de novecientas estructuras, desde naves industriales hasta mercados y templos, muchas de ellas diseñadas en colaboración con arquitectos como Enrique de la Mora, Juan Antonio Tonda o Fernando López Carmona. Candela aportaba el cálculo y la visión, convirtiendo la ingeniería en un campo poético.

Félix Candela
Página interior del libro Felix Candela, La inteligencia de la forma © Caryatide
Planta embotelladora
Páginas interiores del libro Felix Candela, La inteligencia de la forma © Caryatide
Iglesia San José Obrero, México, 1959-1962
Páginas interiores del libro Felix Candela, La inteligencia de la forma © Caryatide
Bacardi, Fábrica en Cuautitlán, Ciudad de México, 1960

En 1958, en los canales de Xochimilco –Ciudad de México–, Félix Candela construyó el restaurante Los Manantiales, una cúpula de extremada sofisticación que no necesita de pilotes. La cubierta está formada por ocho cascarones delgados que se intersectan, formando una estructura en forma de flor. Cada uno de esos pétalos es un segmento de paraboloide hiperbólico –una superficie de doble curvatura que se eleva y desciende–, y todos se unen en un anillo central que distribuye los esfuerzos. Los cascarones se cruzan y se sostienen mutuamente sin apoyos intermedios, creando un espacio diáfano de cuarenta y dos metros de diámetro donde la luz entra por los espacios entre los pétalos, a ras de suelo. Para que se hagan una idea, el efecto es el de una falda de volantes que gira.

Esta obra, igual que la embotelladora de Bacardi –levantada en el norte de la ciudad dos años después y que es una verdadera catedral industrial–, resume la visión de Candela: construir con inteligencia geométrica y economía de medios. En un país que en ese momento crecía y experimentaba con nuevas formas de modernidad casi cinematográficas emulando al vencido del norte, los EEUU, estas obras representaron una síntesis entre inventiva técnica y expresividad. Más de medio siglo después, y sobreviviendo a los terremotos como si nada, siguen siendo piezas tremendamente influyentes de la arquitectura mexicana y un punto de referencia mundial en el uso del hormigón armado.

Inaugurado seis años después de su fallecimiento, el Oceanogràfic de Valencia puede considerarse la estructura más ambiciosa de Félix Candela. Es su proyecto de mayor escala –10.000m2–, complejidad y fuerza simbólica. Condensa en una sola pieza toda la trayectoria de Candela porque retoma y amplía el principio geométrico que ya había ensayado en Los Manantiales cuarenta años antes: la intersección de varios paraboloides hiperbólicos para crear un espacio sin apoyos visibles, donde el edificio es también paisaje y ornamento.

Los Manantiales de Félix Candela. Via www.rkett.com

Textos críticos (y polémicos)

En el texto más interesante y controvertido de cuantos se reúnen en el volumen publicado por Caryatide, titulado Arquitectura y estructuralismo (1963), Félix Candela aborda una de las polémicas centrales de la modernidad: la distancia entre la arquitectura como arte de la construcción y la tentación de convertirla en espectáculo. Desde su posición de ingeniero-arquitecto, critica lo que llama el “estructuralismo”, una corriente que, según él, “consiste en concebir estructuras originales con un fin claramente exhibicionista”. Candela reprocha a ciertos arquitectos el haber transformado la estructura en un gesto estético desvinculado de la razón técnica, traicionando el principio funcional que decían defender. Frente a ese impulso de originalidad inmediata, defiende una arquitectura nacida de la continuidad y la precisión: “La verdadera belleza es consecuencia de la eficacia estructural”, escribe.

Su crítica se dirige directamente a figuras emblemáticas del siglo XX como Oscar Niemeyer y Le Corbusier, a quienes acusa de buscar la sorpresa más que la verdad constructiva. Del museo del brasileño para Caracas, “una pirámide invertida apoyada sobre un vértice”, dice que es de un “gigantismo fuera de lo común, revelador de un desdén arrogante”. De Le Corbusier señala cómo la fascinación por el “plano libre” –los espacios abiertos sin ton ni son– y la “fachada libre” derivó en una moda de formas caprichosas y artificiosas, donde la estructura se oculta o se fuerza para impresionar. Candela detecta en ambos un síntoma de su tiempo que quizás es aún el nuestro. El deseo de los arquitectos de ser artistas totales, de firmar obras únicas a cualquier costo, incluso al de la lógica material. Contra a la teatralidad del arquitecto estrella, defendía recuperar la inteligencia de la forma, la paciencia del cálculo y la humildad del oficio.

El fondo de su argumento es ético y técnico a la vez. Candela contrapone la disciplina de los ingenieros como Robert Maillart, Eduardo Torroja, Pier Luigi Nervi o Buckminster Fuller, que dedicaron toda una vida a perfeccionar un mismo principio estructural, con la improvisación de los “arquitectos estructuralistas” que buscan deslumbrar con cada nuevo proyecto. “No se trata de inventar estructuras –escribe– sino de comprenderlas”. Lo que denuncia es un error formal y un cambio de valores donde la originalidad se interpreta como subversión.

Puede entenderse esta postura como clásica o tradicionalista, aunque adivina lo que sucederá con la arquitectura posmoderna y deconstructiva. Sin embargo, Candela entendió antes que nadie que el vértigo era una forma de equilibrio. A diferencia de quienes buscan el impacto visual sin saber realmente lo que lo hacen –o apoyados en algoritmos informáticos–, sus estructuras desafían la gravedad sostenidas sobre su propia fuerza y vitalidad.