La primera toma de contacto que Joël Shapiro tuvo con el minimalismo fue cuando participó en la emblemática exposición Anti-Illusion: Procedures/Materials que se celebró en el Museo Whitney en 1969. Poco tiempo después, a los 29 años, el escultor estadounidense realizó su primera exposición individual en la mítica galería neoyorquina Paula Cooper. Su carrera acababa de despegar y, aunque todavía no podría imaginarlo, acabaría removiendo las bases del lenguaje escultórico.
En sus primeras muestras con Paula Cooper expuso piezas que poco tenían que ver con los trabajos que le granjearían la fama mundial: esculturas de pequeñas dimensiones que representaban objetos cotidianos, casi miniaturas. Un ejemplo es una silla realizada en hierro fundido entre 1973 y 1974, con unas dimensiones de 7,6 centímetros de alto por 3,1 de ancho y otros 3,1 de profundidad. Sobre estas piezas de juventud, el artista afirmó que para él eran "una manifestación física del pensamiento en materia y forma”. Con ellas, reflexionaba sobre temas como la memoria o la intimidad, a la vez que ejercía una sutil oposición contra los minimalistas, que huían deliberadamente de la dimensión narrativa y psicológica de sus piezas, persiguiendo la máxima depuración posible tanto de significado como de formas. Sobre esto, el propio artista comentó: “El arte se trata de grados de éxtasis, de momentos de realización. Consiste en una especie de autodefinición y en una clarificación de quién eres en el mundo”.
Sin embargo, esto nunca le distanció de los minimalistas, dentro de los cuales se le engloba habitualmente, a pesar de que también había aspectos formales en los que se distanciaba de ellos: el uso de materiales y técnicas que estos habían rechazado en favor de otros con acabados más pulidos, como los vaciados en bronce o las tallas en piedra realizadas de forma manual. Tanto en este sentido como en el gusto por conservar la narratividad en sus trabajos, podríamos considerar a Shapiro un minimalista romántico que aunaba algunos de sus preceptos con el apego por la tradición artística y por la dimensión emocional de la obra de arte.
De lo humano a lo monumental
En la década de los 80, comenzó a experimentar con la madera, material del que se enamoraría por la relativa rapidez con la que podía trabajarlo en comparación con el resto de técnicas que utilizaba, y con el que realizaba tanto esculturas como maquetas que posteriormente fundía en bronce. Fue en este momento también cuando sus obras aumentaron de dimensiones, pasando de esculturas que cabían en la palma de la mano a otras a tamaño natural. Estas a menudo sugerían cuerpos humanos realizados mediante figuras geométricas y dispuestos en posiciones extrañas que transmitían sensación de agitación. Para este momento, su obra ya despertaba interés al otro lado del charco, exponiéndose en galerías y museos europeos como la Whitechapel Gallery de Londres o el Stedelijk Museum de Ámsterdam.
De forma progresiva, su lenguaje siguió virando hacia una abstracción geométrica, aunque nunca abandonaría del todo la figuración, moviéndose a menudo en la frontera entre ambas. Los objetos domésticos y los cuerpos humanos fueron sustituidos por bloques rectangulares apilados y ensamblados en posiciones aparentemente imposibles, en las que el ojo humano cree que el artista ha sido capaz de desafiar a la gravedad. Estas esculturas, realizadas a menudo en dimensiones monumentales, son las piezas por las que más se le conoce. Con ellas, Shapiro amplió los límites de las formas escultóricas, logrando obras que aúnan el carácter dinámico con la elegancia formal, y consiguiendo que grandes moles metálicas que parecen a punto de derribarse den, al mismo tiempo, sensación de ligereza, equilibrio y armonía. Además, experimentó incansablemente con otros aspectos de la escultura como las técnicas de ensamblaje, el movimiento, la forma y la escala, siempre buscando un lenguaje emotivo que comunicase ese éxtasis que, para él, debía producir toda obra de arte.
Entre estas obras destacan sus proyectos de arte público, a los que su trabajo se prestaba especialmente por sus dimensiones y su espectacularidad. Realizó esculturas, por ejemplo, para el Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos en Washington, la Embajada de los Estados Unidos en Guangzhou (China) o el Museo de Arte de Denver.
Creador incansable y amante de la investigación durante toda su vida, Saphiro siguió introduciendo cambios notables en su obra durante sus dos últimas décadas de vida, como la aplicación de colores brillantes en las estructuras rectangulares. Asimismo, inspirado en parte por el devastador atentado del 11 de septiembre de 2001, comenzó a desmontar maquetas y prototipos de sus obras en el estudio, combinandolas luego para crear nuevas esculturas con un fuerte carácter simbólico: el de la obra que se destruye para después renacer, como sentían los neoyorquinos que debían hacer después del trágico suceso.
En estos años también recibió galardones como el nombramiento de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia, su inclusión en la Real Academia Sueca de Arte o en la Academia Americana de las Artes y las Letras.
Finalmente falleció a los 83 años a causa de una leucemia mieloide aguda, pero tras de sí quedaron sus investigaciones, su aportación a la escultura contemporánea y sobre todo, sus obras, que cumplen sin duda con lo que su creador esperaba de ellas: “Las figuras expanden la conciencia de las personas, el alcance de sus sentimientos y la percepción de estos”.