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“Soy pobre y no puedo hacerte ningún favor”: las cartas entre Zola y Cézanne

Por Pilar Gómez Rodríguez

Entre Paul Cézanne y Émile Zola hubo una gran historia de amistad que, contrariamente a lo que se creyó durante mucho tiempo, terminó de forma prosaica, sin ruptura ni rencores. Lo cuenta el libro de Acantilado Cartas cruzadas que recoge su correspondencia

Mucho le debe el artista que llegó a ser Paul Cézanne a la amistad que mantuvo con Émile Zola. Una relación singular, duradera, exigente, cambiante, fiel y sin el abrupto final que se le adjudicó durante un larguísimo tiempo. Una carta aparecida en 2013 desmentía el malentendido por el cual Cézanne se habría sentido representado como perdedor en la novela de Zola titulada La obra y habría convertido la carta de agradecimiento por haber recibido el libro en una carta de ruptura. No fue así. Esa carta se parece en tono y forma a muchas otras que Cézanne le escribió a su amigo y lo demuestra la correspondencia que acaba de publicar Acantilado en un volumen titulado Cartas cruzadas (1858-1887) con edición de Henri Miterrand. El crítico y académico, fallecido en 2021, le dedica muchas páginas a deshacer el entuerto porque lo merece: otro final era posible para esa historia de amistad.

Pero hasta llegar a ese momento, las cartas recrean una historia compartida de amor por el arte en todas sus manifestaciones. Trae algunas sorpresas como, por ejemplo, que Cézanne iba para poeta o, al menos, eso parece indicar las composiciones rimadas de las primeras cartas (tanto él como Zola rivalizaban componiendo versos). Por allí está bien presente el interés por la naturaleza, sus formas, accidentes y por la plasmación de todo lo anterior. En ellas discurren también los sueños de dos adolescentes y las dudas, los primeros pasos, los viajes, los avatares vitales y las dos velocidades con la que Cézanne y Zola convirtieron su vocación en su trabajo, en su forma de vida. A la postre, esto es lo que más acabó agrandando la distancia que los separó.

Portada de Cartas cruzadas, Émile Zola, Paul Cézanne, 1858-1887
Paul Alexis leyendo un manuscrito a Emile Zola, Paul Cézanne

Zola nadando y los bañistas eternos

Quizá Zola se sintió en deuda con su amigo que lo defendió en el patio de Collège Bourbon en Aix-en-Provence, donde ambos estudiaron, de los bullies de turno. Uno y otro lo recordarán siempre y se cambiarán los papeles: cuando Zola comience a ser una firma reconocida y a tener éxito en la escritura, actuará de forma voluntaria o a petición de Cézanne como protector en mil y una ocasiones. El caso es que, en ese momento, la amistad nació al calor de esa “otra clase de solidaridad”, se lee en el libro que ofrece “la sensación de compartir aspiraciones diferentes a las de la sociedad adolescente que les rodea”.

También compartían aspiraciones distintas a las que sus familias habían esperado de ellos y que en ese momento estaban en formación. Lo estaban cuando paseaban por los alrededores de Aix, observando las transformaciones del paisaje, bordeando el curso del río Arc y bañándose o tumbándose al sol con la indolencia soñadora propia de la juventud. Esos escenarios aparecerán en las narraciones de Zola y en las obras de Cézanne, muy especialmente en sus paisajes y en los cuadros de bañistas. En el morral, comida y libros, “lo que los distingue”, como señala Miterrand en el prólogo, y la intención decidida de imitar a quienes los escriben.

Zola nadando
surca sin miedo
las ondas límpidas.
Sus fuertes brazos
se alzan gozosos
sobre las aguas.

Son los divertimentos en verso que Cézanne le manda a su amigo que se ha marchado a París. Ambos evocan por carta aquellas tardes de baño que harán eternas cuando las plasmen en sus distintas disciplinas: la escritura y la pintura.

Bañistas, Paul Cézanne, 1890-1892
Saint Louis Art Museum

Cuando abandone los versos y las intenciones de convertirse en poeta, Cézanne responderá en sus cuadros y con las variaciones sobre el tema del baño y los bañistas, que trataría en más de 140 obras entre óleos, acuarelas y dibujos, según Hajo Duchting en la monografía publicada por Taschen. Confluyen en esas series elementos clásicos, del simbolismo y el innegable componente biográfico. Por ejemplo, su óleo titulado así sencillamente, Bañistas, fechado en 1890–92, responde visualmente a este fragmento temprano de su correspondencia: “¿Recuerdas el pino que, a orillas del Arc plantado, avanzaba la cabellera de su copa sobre al abismo que se abría a sus pies?“, le pregunta Cézanne a Zola en su carta de abril de 1858. Y prosigue: “Aquel pino que con su ramaje protegía nuestros cuerpos del ardor del sol, ¡ah!, ¡que los dioses lo preserven del hacha del leñador!”.

Poco más de un año después, el 20 de junio de 1859, Cézanne cierra su carta con el dibujo de una representación de bañistas. La envía desde Aix a su amigo que ya se encuentra en París. En esta misma carta Cézanne se queja de que una chica no le hace caso —las difíciles relaciones con las mujeres serán una constante en su vida— y se pone a soñar con lo que pasaría si ella no le odiase: “nos iríamos los dos a París, allí me convertiría en artista, estaríamos juntos. Me decía que seríamos felices, soñaba con cuadros, con un taller en el cuarto piso, y tú conmigo, entonces sí que nos habríamos reído”. En los mejores sueños de Cézanne siempre está incluido Zola.

Sostener la vocación

Una de las mejores cosas que pueden pasarte en la vida es que alguien te diga que cree en ti cuando tú has dejado de hacerlo, que sepa como sostenerte cuando te desplomas. Zola fue ese amigo fidelísimo, ese escudero, ese valedor de Cézanne que puso la confianza y le dio ánimos de forma incondicional. Desde París no dejó de intentar convencerle por todos los medios de que se reuniera con él para poder progresar en su arte. Le dirigió, siempre por carta, palabras cariñosas sin desdeñar la exigencia. “Veo aquí a tantos jóvenes aspirantes a genios, que se creen de una condición más elevada que los demás, que […] estoy deseando ver a aquellos cuyo auténtico genio conozco de veras”, le escribe en junio de 1858. “Tengo fe en ti”, le dice un año después y le espolea vivamente a que persevere en la pintura, pese a sus dudas y dificultades: “A veces, dices tirar los pinceles, cuando tu forma no responde a tu idea. ¿A qué viene ese desánimo, esas impaciencias? […] No tienes derecho a creerte incapaz”.

En la cantera de Bibémus, Paul Cézanne, 1900-1904
The National Gallery

Años después, por si había que demostrarlo, no dudará en pasar de las palabras a los hechos, cuando Zola se haya convertido ya en una pluma de prestigio creciente: le sostendrá económicamente pasando una pensión a su compañera Hortense, le mandará puntual y amablemente todas sus obras, le conseguirá entradas para espectáculos, accederá a las peticiones que le reclamen los pintores impresionistas (a los que no representaba, pero que no dudaban en utilizarlo a sabiendas de la influencia de Zola y de su amistad con él). Ejemplo de esto último es la carta fechada el 10 de mayo de 1880 cuando Cézanne, en modo bastante expeditivo, le suelta el marrón de hacer que se publique en Le Voltaire la carta que Renoir y Monet han dirigido al ministro de Bellas Artes “para protestar contra su mala colocación y reclamar una exposición para el año que viene del grupo de los expresionistas puros”. Quizá sospechando que podía haber ido demasiado lejos con sus peticiones, cierra una de sus cartas con esta frase: “Soy pobre y no puedo hacerte ningún favor; como me iré antes que tú le pediré al Altísimo que te guarde un buen sitio”.

Ante las demandas de Cézanne. Zola siempre se mostró atento, solícito y muy generoso… Solo en un par de ocasiones pareció tambalearse esa lealtad. La primera, cuando tras el muy esperado viaje de Cézanne a París nada sale según lo esperado y este se vuelve a su tierra natal abatido: “Al abandonar Aix, creía dejar atrás el aburrimiento que me persigue. No he hecho más que cambiar de sitio y el aburrimiento me ha seguido”, afirma. Contrariado, Zola escribe a un amigo común: “¡Haber luchado tres años para su viaje y que ahora le importe un comino!”. La otra ocasión fue más seria e inquietante, calificó a Cézanne como un “gran pintor abortado”, sin que esté claro si se refería a su opinión personal o era un reproche a la sociedad por tardar mucho, quizá demasiado, en comprender y valorar la enorme singularidad de su pintura, verdadero nexo entre el impresionismo y la pintura moderna.

Algunas caras conocidas

Pese a todo lo que le debe el arte de Cézanne a Zola, este no es uno de sus personajes más generosamente representados en sus retratos. Además, el cuadro más famoso donde se le incluye es un retrato doble de título narrativo: Paul Alexis leyendo un manuscrito a Zola. Paul Alexis fue periodista, novelista y crítico de arte y parece mencionado en algunas cartas siempre en el entorno de los amigos y conocidos de Zola o de las reuniones que este organizaba en sus residencias.

Madame Cézanne en un sillón rojo, Paul Cézanne, 1877
Museum of Fine Arts Boston
Retrato del hijo del artista, Paul Cézanne, 1880
Musée de l’Orangerie

Más se deja saber en sus cartas de personajes como su padre, su esposa o su hijo, a menudo envueltos en controversias familiares. Al padre, al que como se ha sugerido ya no le hacía ninguna ilusión que su hijo se dedicara a la pintura, lo retrata en casa. Pantuflas, sillón, gorra y periódico componen una ambientación doméstica serena, quizá asfixiante, que no dejaba espacio para aventuras ni sorpresas… Ese es Louis-Auguste Cézanne y su hijo capturará en el retrato de 1866 la contundencia de su presencia que siempre lo intimidó. Gracias a la correspondencia con Zola nos enteramos de algunos chismes, como por ejemplo que Cézanne no había informado a su familia de la existencia de Hortense, su compañera y madre de su hijo primero, y su esposa después. Su padre se enteró porque le leía las cartas. Esto es lo que le cuenta a Zola en septiembre de 1878: “El padre de Hortense le escribe a su hija a la rue de l’Oueste a nombre de madame Cézanne. Mi casero se apresura a mandar la carta al Jas de Bouffan (la residencia familiar). Mi padre la abre y la lee, ya te imaginas el resultado. Yo lo niego con todas mis fuerzas”. El anciano Sr. Cézanne andaba mosca desde que anteriormente había abierto otra carta dirigida a su hijo, donde un amigo de este mencionaba también la existencia de una madame Cézanne y de un pequeño Paul. Cézanne también les dedicó a ambos retratos.

Pese a las múltiples desavenencias, a veces le salía al pintor conocido por su carácter sombrío y lúgubre algo parecido al humor, como cuando le daba gracias a Dios —en otra carta a Zola— “por tener un padre eterno”. Este a la edad de 82 años seguía pasándole una pensión mensual, como explica una nota al pie.

Mención aparte necesitan los autorretratos porque el aspecto desgreñado de Cézanne hacía juego con su carácter retraído, serio, torturado. Hay alusiones al primero como cuando escribió a su amigo Numa Coste “tengo los cabellos y la barba más largos que el talento” y al propio Zola: “Los alumnos de Villevieille me insultan al pasar. Me cortaré el cabello. Tal vez lo llevo demasiado largo”.

El Golfo de Marsella visto desde L'Estaque, Paul Cézanne, 1885
The Metropolitan Museum of Art
La montaña Sainte Victoire vista desde el bosque del Château Noir, Paul Cézanne, 1904

Otro final fue posible

La historia de que Cézanne y Zola interrumpieron su amistad después de que el pintor se viera reflejado en el protagonista de la novela de Zola titulada La obra, donde un artista fracasa en su intento de revolucionar la escena artística de París con su estilo innovador, era perfecta. Había drama, despecho y un desenlace. Pero la realidad, una vez más, se dedicó a estropear un final de película. Su tesis se basaba en que la carta del 4 de abril de 1886 donde Cézanne acusaba recibo de la recepción del libro era la última. Lo fue hasta que apareció otra de noviembre del año siguiente en los mismos términos cariñosos y cordiales de la anterior, y de siempre. “Cuando estés de regreso, iré a verte para estrecharte la mano”, es la despedida que escribe Cézanne a su amigo y nada indica que no fuera así.

¿Qué fue lo que pasó? Primero una serie de declaraciones mal atribuidas o inventadas de personajes con un peso claro a la hora de erigir el legado de Cézanne (como el marchante Ambroise Vollard, el pintor Émile Bernard) y después la catalogación acrítica de todo aquello como ruptura que recogió el primer historiador de la vida y obra de Cézanne, John Rewald.

La realidad fue más prosaica. Como indica Henri Miterrand en el epílogo, Zola vio ya convertidos en maestros a todos aquellos pintores por los que había dado la cara durante tres décadas. Y estos tampoco le necesitaban tanto. A Cézanne, por fin, le empezaban a ir mejor las cosas y este se repliega en el trabajo, evitando cualquier distracción. Importante también su conversión al catolicismo, que le separará del discurso anticlerical del Zola, y su adhesión al bando antidreyfusista. Ni siquiera el J'accuse (Yo Acuso) de Zola denunciando la corrupción y el antisemitismo del ejército y del gobierno francés al consentir la injusta condena del capitán Alfred Dreyfus le sacudió: mientras Zola estaba en la picota de la influencia social, Cézanne había encontrado por fin su lugar en el mundo aislado, recibiendo a contadas y escogidas visitas y pintando sin tregua en la cabaña de las canteras.

La vida que les había unido durante muchas décadas les condujo finalmente por distintos caminos. Eso no impidió que Cézanne llorara consternado al conocer la muerte de su amigo al inhalar monóxido de carbono (o ser asesinado) el 29 de septiembre de 1902.

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